La reina de Oudh.
Nota. En estas conversaciones suprimiremos de aquí en adelante la
fórmula de evocación, que siempre es la misma, a menos que presente —por la
respuesta— alguna particularidad.
1. ¿Qué sensación habéis tenido al dejar la vida terrestre?
—Resp.
Yo no sabría decirlo; siento aún una turbación.
2. ¿Sois feliz?
—Resp. No.
3. ¿Por qué no sois feliz?
—Resp. Extraño la vida… No sé… Siento
un punzante dolor; la vida me habría librado del mismo… Quisiera
que mi cuerpo se levantase del sepulcro.
4. ¿Lamentáis no haber sido enterrada en vuestro país y de estarlo
entre cristianos?
—Resp. Sí; la tierra de la India pesaría menos en mi
cuerpo.
5. ¿Qué pensáis de las honras fúnebres rendidas a vuestros restos
mortales?
—Resp. Han sido muy poca cosa; yo era reina, y no todos
han doblado sus rodillas ante mí… Dejadme… Se me fuerza a
hablar… No quiero que sepáis lo que soy ahora… He sido reina,
sabedlo bien.
6. Respetamos vuestro rango y os rogamos que respondáis para
nuestra instrucción. ¿Pensáis que vuestro hijo ha de recobrar un día
los Estados de su padre?
—Resp. Ciertamente, mi sangre reinará; es
digna de ello.
7. ¿Dais a la reintegración de vuestro hijo al trono de Oudh la
misma importancia que cuando estabais encarnada?
—Resp. Mi
sangre no puede confundirse con la del vulgo.
8. ¿Cuál es vuestra opinión actual sobre la verdadera causa de la
revuelta de las Indias?
—Resp. La India ha sido hecha para ser
dueña en su casa.
9. ¿Qué pensáis del porvenir que está reservado a ese país?
—Resp.
La India será grande entre las naciones.
10. No ha podido inscribirse en vuestra partida de defunción el
lugar de vuestro nacimiento; ¿podríais decirlo ahora?
—Resp. He
nacido de la sangre más noble de la India. Creo que nací en Delhi.
11. Vos que habéis vivido en los esplendores del lujo y que habéis
estado rodeada de honores, ¿qué pensáis ahora de los mismos?
—Resp. Que me eran debidos.
12. La posición que habéis ocupado en la Tierra, ¿os da otra más
distinguida en el mundo donde estáis hoy?
—Resp. Soy siempre
reina… ¡Que me envíen esclavos para servirme!… No sé; parece que
aquí no se preocupan conmigo… Sin embargo, soy siempre yo.
13. ¿Pertenecíais a la religión musulmana o a una religión hindú?
—Resp. Musulmana; pero yo era demasiado grande como
para ocuparme de Dios.
14. ¿Qué diferencia hacéis entre la religión que profesáis y la
religión cristiana, con respecto a la felicidad futura del hombre?
—Resp. La religión cristiana es absurda: dice que todos son hermanos.
15. ¿Cuál es vuestra opinión sobre Mahoma?
—Resp. Él no era hijo
de rey.
16. ¿Tenía él una misión divina?
—Resp. ¡Qué me importa eso!
17. ¿Cuál es vuestra opinión sobre el Cristo?
—Resp. El hijo del
carpintero no es digno de ocupar mi pensamiento.
18. ¿Qué pensáis de la costumbre que sustrae a las mujeres
musulmanas de las miradas de los hombres?
—Resp. Pienso que las
mujeres son hechas para dominar: yo era mujer.
19. ¿Habéis envidiado alguna vez la libertad que gozan las
mujeres en Europa?
—Resp. No; ¡qué me importaba su libertad!
¿Ellas son servidas de rodillas?
20. ¿Cuál es vuestra opinión sobre la condición de la mujer, en
general, en la especie humana?
—Resp. ¡Qué me importan las mujeres! ¡Si
me hablaras de reinas!
21. ¿Os recordáis de haber tenido otras existencias en la Tierra
antes de la que acabáis de dejar?
—Resp. Yo siempre debo haber sido reina.
22. ¿Por qué habéis venido tan rápidamente a nuestro llamado?
—Resp. Yo no lo he querido; se me ha forzado a ello… ¿Piensas tú,
entonces, que me hubiera dignado a responder? ¿Qué sois, pues,
comparados conmigo?
23. ¿Quién os ha forzado a venir?
—Resp. No lo sé… Sin embargo, no debe haber aquí nadie mayor que yo.
24. ¿En qué lugar os encontráis aquí?
—Resp. Cerca de Ermance.
25.
¿Con qué forma estáis?
—Resp. Siempre como reina… ¿Piensas tú, pues,
que he dejado de serlo? Vosotros sois poco respetuosos… Sabed que se
habla de otra manera a las reinas.
26. ¿Por qué no podemos verlos?
—Resp. No lo quiero.
27. Si pudiésemos veros, ¿os veríamos con vuestras vestimentas,
adornos y joyas?
—Resp. ¡Por supuesto!
28. ¿Cómo se explica que
habiendo dejado todo eso, vuestro Espíritu haya conservado la
apariencia, sobre todo de vuestros
adornos?
—Resp. No me han dejado… Soy siempre tan bella como era… ¡No sé qué idea os hacéis de mí! Es verdad que nunca me habéis visto.
29. ¿Qué impresión sentís al encontraros entre nosotros?
—Resp. Si
pudiera no estaría aquí: ¡me tratáis con tan poco respeto! No quiero que se me tutee… Llamadme Majestad, o no responderé más.
30. ¿Vuestra Majestad comprendía la lengua francesa?
—Resp. ¿Por qué no habría de comprenderla? Yo sabía todo.
31. ¿Vuestra Majestad tendría a bien respondernos en inglés?
—Resp. No… Entonces, ¿no me dejaréis tranquila?… Quiero irme…
Dejadme… ¿Pensáis someterme a vuestros caprichos?… Soy reina y
no esclava.
32. Os rogamos solamente que aceptéis en responder aún a dos o
tres preguntas.
Respuesta de san Luis, que estaba presente: Dejad a esta pobre
alucinada; tened piedad de su ceguera. ¡Que os sirva de ejemplo! No
sabéis cuánto sufre su orgullo.
Nota. Esta conversación ofrece más de una enseñanza. Al evocar
a esta grandeza decaída, ahora en el Más Allá, no esperábamos
respuestas de una gran profundidad, considerando el género de
educación de las mujeres de ese país; pero pensábamos encontrar en
este Espíritu, si bien no la filosofía, por lo menos un sentimiento
más verdadero de la realidad y de ideas más sanas sobre las
vanidades y las grandezas de este mundo. Lejos de eso: en ella las
ideas terrestres han conservado toda su fuerza; es el orgullo —que
nada pierde de sus ilusiones— que lucha contra su propia debilidad, y
que debe, en efecto, sufrir mucho por su impotencia. En la previsión
de respuestas de naturaleza totalmente diversa, habíamos preparado
varias preguntas que se han vuelto sin objeto. Estas respuestas son
tan diferentes de las que esperábamos todos los presentes que no se
podría encontrar en esto la influencia de un pensamiento extraño.
Además, ellas tienen un sello tan característico de personalidad, que
claramente revelan la identidad del Espíritu que se ha manifestado.
Podría causar sorpresa, con razón, al ver a Lemaire —hombre
degradado y mancillado por todos sus crímenes— manifestar a través
de su lenguaje del Más Allá sentimientos que denotan una cierta
elevación y una apreciación bastante exacta de su situación, mientras
que en la reina de Oudh, cuya posición hubiera debido desarrollar en
ella el sentido moral, las ideas terrestres no han sufrido ninguna
modificación. La causa de esta anomalía nos parece fácil de
explicar. Por más degradado que fuese, Lemaire vivía en medio de
una sociedad civilizada y esclarecida que había reaccionado ante su
naturaleza grosera; sin saberlo, había absorbido algunos rayos de la
luz que lo rodeaba, y esta luz hizo nacer en él pensamientos
sofocados por su abyección, pero cuyo germen no dejaba, por ello,
de subsistir. Con la reina de Oudh sucede de un modo totalmente
diferente: el medio donde ella ha vivido, sus hábitos, la absoluta
falta de cultura intelectual, todo ha debido contribuir para mantener
con toda su fuerza las ideas de las que estaba imbuida desde su
infancia; nada ha venido a modificar esta naturaleza primitiva, sobre
la cual los prejuicios han conservado todo su imperio.