Un gran motivo de asombro para ciertas personas, convencidas
además de la existencia de los Espíritus (no voy aquí a ocuparme de
las otras), es que éstos tengan –como nosotros– sus viviendas y sus
ciudades. No me han evitado críticas: «¡Casas de Espíritus en
Júpiter!... ¡Qué broma!...» –Broma si así lo desean; yo no tengo nada
que ver con eso. Si el lector no encuentra aquí, en la verosimilitud
de las explicaciones, una prueba suficiente de su veracidad; si no
está sorprendido, como nosotros, de la perfecta concordancia de
estas revelaciones espíritas con los datos más positivos de la Ciencia
astronómica; en una palabra, si no ve más que una hábil
mistificación en los próximos detalles y en el dibujo que los
acompaña, los invito a pedirles explicaciones a los Espíritus, de los
cuales soy solamente el instrumento y el eco fiel. Que evoquen a
Palissy, a Mozart o a otro habitante de esa dichosa morada; que los
interroguen, que controlen mis afirmaciones con las suyas; en fin,
que discutan con ellos: porque –por mi parte– no hago más que
presentar aquí lo que me han dado y repetir lo que me han dicho, y,
por este papel absolutamente pasivo, me creo al abrigo de la censura
como también del elogio.
Hecha esta salvedad, y una vez admitida la confianza en los
Espíritus, si se acepta como verdadera a la única doctrina realmente
bella y sabia que la evocación de los muertos nos ha revelado hasta
aquí, es decir, la migración de las almas de planetas en planetas, sus
encarnaciones sucesivas y su progreso incesante a través del trabajo,
las viviendas en Júpiter no tendrán más motivos para asombrarnos.
Desde el momento en que un Espíritu se encarna en un mundo como
el nuestro, sometido a una doble revolución, es decir, a la alternativa
de los días y de las noches y al regreso periódico de las estaciones;
desde el momento en que él posee un cuerpo, esa envoltura material
–por más frágil que sea– no requiere solamente alimentación y
vestimenta, sino también una residencia o al menos un lugar de
reposo, por consiguiente una morada. En efecto, es esto lo que nos
han dicho. Como nosotros, y mejor que nosotros, los habitantes de
Júpiter tienen sus hogares comunes y sus familias, grupos
armoniosos de Espíritus simpáticos, unidos en el triunfo después de
haberlo estado en la lucha: es por esto que a esas moradas tan
espaciosas se les puede dar el justo nombre de palacios. También
como nosotros, esos Espíritus tienen sus fiestas, sus ceremonias, sus
reuniones públicas: de ahí que ciertos edificios sean especialmente
destinados a estos usos. En fin, es preciso esperar en esas regiones
superiores el encuentro con toda una Humanidad activa y laboriosa
como la nuestra, sujeta como nosotros a sus leyes, a sus necesidades,
a sus deberes, pero con la diferencia de que el progreso –rebelde a
nuestros esfuerzos– se vuelve una conquista fácil para los Espíritus
liberados de nuestros vicios terrestres, como ellos lo están.
No debería ocuparme aquí sino de la arquitectura de sus
viviendas, pero para mejor comprensión de los siguientes detalles,
una palabra explicativa no será inútil. Si sólo los Espíritus buenos
pueden acceder a Júpiter, no resulta de esto que sus habitantes sean
todos excelentes en el mismo grado: entre la bondad del simple y la
del hombre de genio, pueden contarse muchos matices. Ahora bien,
toda la organización social de ese mundo superior reposa
precisamente sobre esa variedad de inteligencias y de aptitudes; y,
por efecto de leyes armoniosas que sería demasiado largo explicar
aquí, es a los Espíritus más elevados –a los más depurados– que
pertenece la alta dirección de su planeta. Esta supremacía no se
detiene allí; se extiende hasta los mundos inferiores, donde esos
Espíritus, por sus influencias, favorecen y activan sin cesar el
progreso religioso, que engendra todos los otros. Es necesario
agregar que para esos Espíritus depurados no sería sino cuestión de
trabajos de inteligencia, ya que sus actividades sólo se ejercen en la
esfera del pensamiento al haber conquistado bastante dominio sobre
la materia, siendo apenas entorpecidos débilmente por ésta en el
libre ejercicio de su voluntad. El cuerpo de todos esos Espíritus, y
además de todos los Espíritus que viven en Júpiter, es de una
densidad tan leve que solamente puede encontrar término de
comparación con la de los fluidos imponderables: un poco mayor
que el nuestro, del cual reproduce exactamente la forma –pero más
pura y más bella–, él se presentaría a nosotros bajo la apariencia de
un vapor (empleo a disgusto esta palabra que designa una substancia
aún demasiado grosera), de un vapor –decía yo– muy etéreo y
luminoso... sobre todo luminoso en los contornos del rostro y de la
cabeza, porque aquí la inteligencia y la vida irradian como un foco
ardiente; y efectivamente es este resplandor magnético el
vislumbrado por los visionarios cristianos y que nuestros pintores
han traducido por el nimbo o aureola de los santos.
Se concibe que tal cuerpo no dificulte sino débilmente las
comunicaciones extramundanas de esos Espíritus, y que les permite
en su propio planeta un desplazamiento rápido y fácil. Él se sustrae
tan fácilmente a la atracción planetaria, y su densidad difiere tan
poco con la de la atmósfera, que puede allí moverse, ir y venir, subir
o bajar, al capricho del Espíritu y sin otro esfuerzo que el de su
voluntad. También algunos personajes que Palissy ha tenido a bien
hacerme dibujar son representados rasando el suelo, la superficie de
las aguas o muy elevados en el aire, con toda la libertad de acción y
de movimientos que atribuimos a nuestros ángeles. Esta locomoción
es más fácil para el Espíritu que es más depurado, y esto se
comprende sin dificultad; también nada es más fácil a los habitantes
del planeta que conocer a primera vista el valor de un Espíritu que
pasa; dos señales hablarán por sí: la altura de su vuelo y la luz más o
menos brillante de su aureola.
En Júpiter, como en todas partes, aquellos que vuelan más alto son
los más raros; por debajo de ellos es preciso contar varias clases de
Espíritus inferiores, en virtud como en poder, pero naturalmente
libres de igualarlos un día a través del perfeccionamiento.
Escalonados y clasificados según sus méritos, éstos son consagrados
más particularmente a los trabajos que interesan al propio planeta, y
no ejercen sobre nuestros mundos inferiores la autoridad
todopoderosa de los primeros. Es verdad que responden a una
evocación con revelaciones sabias y buenas; pero por la prontitud
que tienen en dejarnos, y por el laconismo de sus palabras, es fácil
comprender que tienen mucho que hacer en otra parte, y que todavía
no están lo suficientemente liberados como para irradiar a la vez en
dos puntos tan distantes uno del otro. En fin, después de estos
Espíritus menos perfectos, pero separados de ellos por un abismo,
vienen los animales que, como únicos servidores y únicos obreros
del planeta, merecen una mención enteramente especial.
Si designamos con el nombre de animales a esos seres singulares
que ocupan la parte más baja de la escala, es porque los propios
Espíritus lo han puesto en uso y, además, nuestra lengua no tiene un
término mejor para ofrecernos. Esta designación los rebaja
demasiado, pero llamarlos hombres sería hacerles demasiado honor;
en efecto, son Espíritus consagrados a la animalidad, quizá durante
mucho tiempo, quizá para siempre, ya que no todos los Espíritus
están de acuerdo sobre este punto, y la solución del problema parece
pertenecer a los mundos más elevados que Júpiter; pero cualquiera
que sea su futuro, no hay que equivocarse sobre su pasado. Antes de
ir hacia allá, esos Espíritus han emigrado sucesivamente en nuestros
mundos inferiores, del cuerpo de un animal al de otro, a través de
una escala de perfeccionamiento totalmente gradual. El estudio
atento de nuestros animales terrestres, sus costumbres, sus caracteres
individuales, su ferocidad lejos del hombre y su domesticación lenta
pero siempre posible, todo esto testimonia suficientemente la
realidad de esta ascensión animal.
Así, de cualquier lado que se lo mire, la armonía del Universo se
resume siempre en una sola ley: el progreso por todas partes y para
todos, para el animal como para la planta, para la planta como para
el mineral; al principio, un progreso puramente material en las
moléculas insensibles del metal o de la piedra, y cada vez más
inteligente a medida que nos remontamos a la escala de los seres y al
paso que la individualidad tiende a liberarse de la masa, a afirmarse,
a conocerse. –Pensamiento elevado y consolador como jamás lo
hubo, porque prueba que nada se sacrifica, que la recompensa es
siempre proporcional al progreso realizado: por ejemplo, que la
devoción del perro que muere por su dueño no es estéril para su
Espíritu, porque tendrá su justo salario más allá de este mundo.
Es el caso de los Espíritus animales que pueblan Júpiter; ellos se
perfeccionaron al mismo tiempo que nosotros, con nosotros y con
nuestra ayuda. La ley es aún más admirable: hace tan bien de su
devoción al hombre la primera condición de su ascensión planetaria,
que la voluntad de un Espíritu de Júpiter puede llamar para sí a todo
animal que, en una de sus vidas anteriores, le haya dado pruebas de
afecto. Esas simpatías, que allá en lo alto forman familias de
Espíritus, también agrupan alrededor de las familias todo un cortejo
de animales consagrados. Por consecuencia, el vínculo que tenemos
con un animal en este mundo, el cuidado que ponemos en
domesticarlo y en humanizarlo, todo tiene su razón de ser, todo será
pagado: es un buen servidor que formamos con anticipación para un
mundo mejor.
Ha de ser también un obrero, porque a sus iguales les está
reservado todo el trabajo material y todo el esfuerzo corporal: carga
o construcción, siembra o cosecha. Y para todo esto la Inteligencia
Suprema ha provisto un cuerpo que a la vez tiene las ventajas de la
bestia y las del hombre. Eso podemos juzgarlo por un croquis de
Palissy, que representa algunos de estos animales jugando a las
bochas con mucha atención. La mejor comparación que podría hacer
sería con los faunos y con los sátiros de la Fábula; entretanto, el
cuerpo ligeramente peludo es erguido como el nuestro; en algunos,
las patas han desaparecido para dar lugar a ciertas piernas que
recuerdan todavía la forma primitiva, al igual que los dos brazos
robustos, singularmente ligados y terminados en verdaderas manos,
si consideramos la oposición de los pulgares. Una cosa peculiar: ¡la
cabeza no está tan perfeccionada como el resto! De esta manera, la
fisonomía bien refleja algo de humano, pero el cráneo, las
mandíbulas y sobre todo las orejas, en nada difieren sensiblemente
del animal terrestre; por lo tanto, es fácil distinguirlos entre sí: éste
es un perro, aquél un león. Apropiadamente vestidos con blusas y
ropas bastante semejantes a las nuestras, sólo les falta la palabra para
recordarnos de muy cerca algunos hombres de este mundo; pero he
aquí precisamente lo que les falta y lo que no podrían hacer. Hábiles
para comprenderse entre sí por un lenguaje que no tiene nada que
ver con el nuestro, no se engañan más sobre las intenciones de los
Espíritus que los dirigen: una mirada, un gesto bastan. A ciertos
impulsos magnéticos, cuyo secreto nuestros domadores de animales
ya saben, el animal adivina y obedece sin murmurar, y lo que es
más: de buen grado, porque está bajo su encanto. Es así que se le
impone toda la tarea pesada, y con su ayuda todo funciona
normalmente de un extremo al otro de la escala social: el Espíritu
elevado piensa, delibera; el Espíritu inferior aplica con su propia
iniciativa, y el animal ejecuta. De este modo la concepción, la puesta
en obra y el hecho se unen en una misma armonía y llevan todas las
cosas a su debida finalidad, por los medios más simples y más
seguros.
Pido disculpas por esta digresión: era indispensable para el tema
que ahora puedo abordar.
Mientras esperamos los mapas prometidos, que facilitarán
singularmente el estudio de todo el planeta, podemos –por las
descripciones escritas de los Espíritus– hacernos una idea de su gran
ciudad, de la ciudad por excelencia, de ese foco de luz y de actividad
que concuerdan extrañamente en designar con el nombre latino de
Julnius.
«En el mayor de nuestros continentes –dice Palissy–, en un valle
de setecientas a ochocientas leguas de ancho, para contar como
vosotros, un río magnífico desciende de las montañas del norte y,
aumentado por una multitud de torrentes y afluentes, forma en su
recorrido siete u ocho lagos, de los cuales el menor merecería entre
vosotros el nombre de mar. Ha sido sobre la ribera del mayor de
esos lagos, bautizado por nosotros con el nombre de La Perla, que
nuestros antepasados han puesto los primeros cimientos de Julnius.
Esta ciudad primitiva todavía existe, venerada y guardada como una
preciosa reliquia. Su arquitectura difiere mucho de la vuestra. Todo
esto te lo explicaré a su tiempo: debes saber solamente que la ciudad
moderna está a unos cientos de metros más abajo que la antigua. El
lago, situado en las montañas altas, se vierte en el valle en ocho
cataratas enormes que forman otras tantas corrientes aisladas y
dispersas en todos los sentidos. Con la ayuda de estas corrientes
nosotros mismos hemos cavado en la llanura una multitud de
arroyos, canales y estanques, reservando la tierra firme sólo para
nuestras casas y nuestros jardines. De esto resulta una especie de
ciudad anfibia, como vuestra Venecia, y de la cual no se podría
decir, a primera vista, si está construida en la tierra o en el agua.
Hoy nada te digo sobre los cuatro edificios sagrados construidos en
la propia vertiente de las cataratas, de manera que el agua brota a
raudales de sus pórticos: son éstas las obras que os parecerían
increíbles por su grandeza y audacia.
«Es la ciudad terrestre que describo aquí, la ciudad de cierto
modo material, la de las ocupaciones planetarias, en fin, la que
llamamos Ciudad Baja. Ésta tiene sus calles o, mejor dicho, sus
caminos trazados hacia el servicio interior; tiene sus plazas públicas,
sus pórticos y sus puentes tendidos sobre los canales para el pasaje
de los servidores. Pero la ciudad inteligente –la ciudad espiritual–,
en fin, la verdadera Julnius, no está en el suelo, sino que es necesario
buscarla en el aire.
«El cuerpo material de nuestros animales, incapaces de
volar, * precisa de tierra firme; pero lo que nuestro cuerpo fluídico y luminoso requiere
es una vivienda aérea como él, casi impalpable y móvil a merced de
nuestra voluntad. Nuestra habilidad ha resuelto ese problema con la
ayuda del tiempo y de las condiciones privilegiadas que el Gran
Arquitecto nos había dado. Bien comprendes que esta conquista de
los aires era indispensable a Espíritus como los nuestros. Nuestro día
es de cinco horas, y la noche también de cinco horas; pero todo es
relativo, y para seres prontos a pensar y a obrar como nosotros, para
Espíritus que se comprenden por el lenguaje de los ojos y que se
saben comunicar magnéticamente a la distancia, nuestro día de cinco
horas ya igualaría en actividad a una de vuestras semanas. Esto era
aún muy poco en nuestra opinión; y la inmovilidad de la morada, el
punto fijo del hogar era una traba para todas nuestras grandes obras.
Hoy, por el fácil desplazamiento de esas moradas de pájaros, por la
posibilidad de transportarnos –a nosotros y a los nuestros– a
cualquier lugar del planeta y a cualquier hora del día que nos plazca,
nuestra existencia está por lo menos duplicada, y con ella todo lo
que puede producir de útil y de grande.
«En ciertas épocas del año –agrega el Espíritu –, en algunas
fiestas, por ejemplo, verías aquí el cielo oscurecido por la nube de
viviendas que vienen de todos los puntos del horizonte. Es un
curioso conjunto de moradas esbeltas, graciosas y leves, de todas las
formas, de todos los colores, equilibradas en las alturas y
continuamente a camino de la Ciudad Baja hacia la Ciudad
Celestial. Algunos días después, el vacío se hace poco a poco y
todos esos pájaros vuelan.»
«Nada falta a esas moradas flotantes, ni siquiera el encanto del
verdor y de las flores. Hablo de una vegetación inaudita entre
vosotros, de plantas, incluso de arbustos que, por la naturaleza de
sus órganos, respiran, se alimentan, viven y se reproducen en el aire.
«Nosotros tenemos –dice el mismo Espíritu– esas matas de flores
enormes, de las cuales vosotros no podríais imaginar las formas ni
los matices, y con una fineza de textura que las vuelve casi
transparentes. Balanceadas en el aire –donde anchas hojas las
sostienen– y dotadas de zarcillos parecidos a los de la vid, se reúnen
en nubes de mil tonos o se dispersan al capricho del viento,
preparando un espectáculo encantador a los transeúntes de la Ciudad
Baja... ¡Imagina la gracia de esas balsas de verdor, de esos jardines
flotantes que nuestra voluntad puede hacer o deshacer y que algunas
veces duran toda una estación! Amplios conjuntos de lianas y de
ramas floridas se destacan de esas alturas y penden hasta el suelo;
enormes racimos se agitan expandiendo sus perfumes y sus pétalos
que se deshojan... Los Espíritus que atraviesan el aire se detienen a
su paso: es un lugar de reposo y de reencuentro y, si se quiere, un
medio de transporte para terminar el viaje sin fatiga y en compañía.»
Otro Espíritu estaba sentado sobre una de esas flores en el
momento en que yo lo evoqué.
«En este momento –me dijo él– es de noche en Julnius y estoy
sentado en un lugar apartado sobre una de esas flores del aire que
aquí sólo se abren a la claridad de nuestras lunas. Bajo mis pies toda
la Ciudad Baja duerme; pero sobre mi cabeza y a mi alrededor,
hasta donde la vista se pierde, sólo hay movimiento y alegría en el
espacio. Nosotros dormimos poco: nuestra alma está demasiado
desprendida como para que las necesidades del cuerpo sean
tiránicas; y la noche es más bien hecha para nuestros servidores que
para nosotros. Es la hora de las visitas y de las largas charlas, de los
paseos solitarios, de los ensueños y de la música. Sólo veo moradas
aéreas resplandecientes de luz o balsas de hojas y de flores que
llevan a grupos alegres... La primera de nuestras lunas ilumina toda
la Ciudad Baja: es una luz suave comparada con la de vuestros
claros de luna; pero, al lado del lago, la segunda se eleva, y tiene
reflejos verdosos que dan a todo el río el aspecto de un gran
césped...»
Es sobre la ribera derecha de este río, «cuya agua –dice el
Espíritu– te ofrecería la consistencia de un leve vapor», ** que está
construida la Casa de Mozart, que Palissy ha tenido a bien
hacerme dibujar en cobre. Solamente doy aquí la fachada sur. La
entrada grande está a la izquierda, sobre la llanura; a la derecha está
el río; al norte y al sur están los jardines. He preguntado a Mozart
quiénes eran sus vecinos. «–Arriba y abajo, ha dicho él, hay dos
Espíritus que tú no conoces; pero a la izquierda, sólo estoy separado
por una pradera grande del jardín de Cervantes».
Por lo tanto, la casa tiene cuatro lados como las nuestras; sin
embargo, sería un error hacer una regla general. Ella está construida
con una cierta piedra que los animales sacan de las canteras del
norte, cuyo color el Espíritu compara con esos tonos verdosos que a
menudo toma el azul del cielo en el momento en que el Sol se pone.
En cuanto a su dureza, podemos hacernos una idea por esta
observación de Palissy: que ella se disolvería tan rápidamente bajo
nuestros dedos humanos como si fuese un copo de nieve; mientras
tanto, ¡ésta es una de las materias más resistentes del planeta! Sobre
sus paredes los Espíritus han esculpido o incrustado los extraños
arabescos que el dibujo busca reproducir. Estos son ornamentos
grabados en piedra y luego coloreados, o incrustaciones
reproducidas en la solidez de la piedra verde a través de un
procedimiento que ahora es de gran estima y que conserva en los
vegetales toda la gracia de sus contornos, toda la fineza de sus
tejidos y toda la riqueza de su colorido. «Un descubrimiento –agrega el Espíritu– que haréis
algún día y que entre vosotros cambiará muchas cosas.»
La gran ventana de la derecha presenta un ejemplo de ese género
de ornamentación: uno de sus bordes no es otra cosa que una enorme
caña de la cual se han conservado las hojas. Sucede lo mismo con el
coronamiento de la ventana principal, que toma la forma de claves
de sol: son plantas sarmentosas enlazadas y petrificadas. Es a través
de este procedimiento que ellos obtienen la mayoría de los
coronamientos de edificios, rejas, balaústres, etc. A menudo,
inclusive, la planta está ubicada en la pared, con sus raíces y en
condiciones de crecer libremente. Ésta crece, se desarrolla; sus
flores se abren al azar y el artista no las fija en el lugar sino cuando
han adquirido todo el desarrollo deseado para la ornamentación del
edificio: la Casa de Palissy está casi enteramente decorada de esta
manera.
Destinado en principio sólo a los muebles, después a los marcos
de las puertas y de las ventanas, este género de ornamentos se ha
perfeccionado poco a poco y ha terminado por invadir toda la
arquitectura. Hoy no son solamente las flores y los arbustos que se
petrifican de este modo, sino el propio árbol, de la raíz hasta la copa;
y los palacios, como los edificios, casi no tienen otras columnas.
Una petrificación de la misma naturaleza sirve también para la
decoración de las ventanas. Flores u hojas muy grandes son
hábilmente despojadas de su parte carnosa: sólo queda la nerviación
de las fibras, tan fina como la más fina muselina. Son cristalizadas, y
de esas hojas unidas con arte se construye toda una ventana, que
sólo deja filtrar hacia el interior una luz muy tenue: o bien se las
recubre con una especie de vidrio líquido y coloreado con todos los
matices, que se endurece en el aire y que transforma a la hoja en una
especie de cristal. ¡De la unión de esas hojas en las ventanas resultan
encantadores ramilletes transparentes y luminosos!
En cuanto a las propias dimensiones de esas aberturas y a mil
otros detalles que en un primer momento pueden sorprender, me veo
obligado a posponer la explicación: la historia de la arquitectura en
Júpiter exigiría un volumen entero. Igualmente dejo de hablar del
moblaje, para no detenerme aquí más que en la disposición general
de las viviendas.
Después de todo lo anteriormente dicho, el lector debe haber
comprendido que la casa del continente no debe ser para el Espíritu
sino una especie de vivienda de paso. La Ciudad Baja solamente es
frecuentada por los Espíritus de segundo orden, encargados de los
intereses planetarios, por ejemplo, de la agricultura o de los
intercambios y del buen orden a ser mantenido entre los servidores.
También todas las casas que están en el suelo, generalmente sólo
tienen planta baja y primer piso: uno destinado a los Espíritus que
obran bajo la dirección de su señor,
y accesible a los animales; el otro, reservado únicamente al Espíritu,
que allí sólo vive ocasionalmente. Esto es lo que explica el por qué
vemos en varias casas de Júpiter –por ejemplo en ésta y en la de
Zoroastro– una escalera e incluso una rampa. Aquel que pasa
rasando el agua como una golondrina y que puede correr sobre los
tallos de trigo sin curvarlos, prescinde muy bien de la escalera y de
la rampa para entrar en su casa; pero los Espíritus inferiores no
tienen el vuelo tan fácil: ellos sólo se elevan por sacudidas, y la
rampa no siempre les es inútil. En fin, la escalera es de absoluta
necesidad para los animales servidores, que caminan como nosotros.
Estos últimos también tienen sus habitaciones, y además muy
elegantes, que hacen parte de todas las grandes residencias; pero sus
funciones los llaman constantemente a la casa del señor: es preciso
facilitarles la entrada y el trayecto interno. De ahí esas
construcciones singulares que, por su base, se parecen a nuestros
edificios terrestres y de los cuales difieren absolutamente en la parte
superior.
Ésta se distingue sobre todo por una originalidad que seríamos
incapaces de imitar. Es una especie de flecha aérea que se balancea
sobre lo alto del edificio, por encima de la gran ventana y de su
singular coronamiento. Esta frágil gavia, fácil de desplazar, está
entretanto destinada –en el pensamiento del artista– a no salir del
lugar que se le ha designado, porque sin reposar sobre nada en lo
alto, completa la decoración, y lamento que la dimensión de la
plancha no le haya permitido encontrar lugar en la misma. En cuanto
a la morada aérea de Mozart, apenas he de constatar aquí su
existencia: los límites de este artículo no me permiten extenderme
sobre el asunto.
Sin embargo, no terminaré sin explicar, de paso, el género de
ornamentos que el gran artista ha elegido para su morada. Es fácil
reconocer en ellos el recuerdo de nuestra música terrestre: la clave
de sol está allí frecuentemente repetida y, cosa singular, ¡nunca la
clave de fa! En la decoración de la planta baja, encontramos un arco
de violín, una especie de tiorba o mandolina, una lira y un
pentagrama musical. Más arriba se encuentra una ventana grande
que vagamente recuerda la forma de un órgano; las otras tienen la
apariencia de notas grandes, y las notas pequeñas abundan en toda la
fachada.
Sería un error deducir que la música de Júpiter sea comparable a
la nuestra, y que se escriba con los mismos signos: Mozart se ha
explicado sobre ella de manera que no deja ninguna duda al
respecto; pero, en la decoración de sus casas, los Espíritus recuerdan
de buen grado la misión terrestre que les ha merecido la encarnación
en Júpiter y que mejor resume el carácter de su inteligencia. Así, en
la Casa de Zoroastro, son los astros y el fuego que componen la
decoración.
Hay más: parece que ese simbolismo tiene sus reglas y sus
secretos. Todos esos ornamentos no están dispuestos al azar: ellos
tienen su orden lógico y su significado preciso; pero éste es un arte
que los Espíritus de Júpiter se abstienen en hacernos comprender –al
menos hasta ahora– y sobre el cual no dan explicaciones de buen
grado. Nuestros viejos arquitectos también empleaban el simbolismo
en la decoración de sus catedrales; la Torre de Saint-Jacques no es
nada menos que un poema hermético, si uno cree en la tradición. Por
lo tanto, nada hay de qué sorprendernos en la singular decoración
arquitectónica en Júpiter: si ésta contradice nuestras ideas sobre el
arte humano, es porque, en efecto, hay todo un abismo entre una
arquitectura que vive y que habla, y una construcción como la
nuestra, que nada muestra. En esto, como en otras cosas, la
prudencia nos preserva de ese error de lo relativo que quiere reducir
todo a las proporciones y a los hábitos del hombre terrestre. Si los
habitantes de Júpiter tuviesen residencias como las nuestras, si
comiesen, viviesen, durmiesen y caminasen como nosotros, no
habría gran provecho en subir hacia allá. ¡Es porque su planeta
difiere absolutamente del nuestro que anhelamos conocerlo y que
soñamos con él como nuestra futura morada!
Por mi parte, no habré perdido el tiempo –y sería muy feliz que
los Espíritus me hayan elegido como su intérprete– si sus dibujos y
sus descripciones inspiraren a un solo creyente el deseo de subir más
rápidamente a Julnius, y el coraje de hacer todo para lograrlo.
VICTORIEN SARDOU
_______
El autor de esta interesante descripción es uno de esos adeptos
fervorosos y esclarecidos que no temen en reconocer abiertamente sus
creencias, y que se ponen por encima de la crítica de las personas que no creen
en nada de aquello que salga del círculo de sus ideas. Vincular su nombre a
una nueva Doctrina, arrostrando sarcasmos, es de un coraje que no es dado a
todo el mundo, y felicitamos al Sr. V. Sardou por tenerlo. Su trabajo revela al
escritor distinguido que, aunque joven todavía, ya ha conquistado un lugar
honorable en la literatura, y une al talento de escribir, los profundos
conocimientos del sabio; ésta es una nueva prueba de que el Espiritismo no se
encuentra entre los tontos y los ignorantes. Hacemos votos para que el Sr.
Sardou complete, lo más pronto posible, su trabajo tan felizmente comenzado.
Si por sus eméritas investigaciones los astrónomos nos revelan el mecanismo
del Universo, los Espíritus, por sus revelaciones, nos hacen conocer el estado
moral, y es –como ellos dicen– con el objetivo de inclinarnos al bien para
merecer una existencia mejor.
ALLAN KARDEC
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* Es preciso, sin embargo, exceptuar a ciertos animales provistos de alas y
reservados para el servicio aéreo y para los trabajos que entre nosotros exigirían el
empleo de carpinteros. Son una transformación del ave, como los animales descriptos
anteriormente son una transformación de los cuadrúpedos. [Nota del Espíritu Palissy, a
través del médium Victorien Sardou.]
** Al ser de 0,23 la densidad de Júpiter, es decir, un poco menos de un cuarto que
la de la Tierra, el Espíritu nada ha dicho aquí que no sea muy verosímil. Se concibe que
todo es relativo y que en ese globo etéreo, todo sea etéreo como él. [Nota de Allan
Kardec.]