El aparecido de mademoiselle Clairon *
Esta historia tuvo una gran repercusión en su tiempo, por la
posición de la heroína y por el gran número de personas que
atestiguó lo ocurrido. A pesar de su singularidad, ya sería
probablemente olvidada si mademoiselle Clairon no la hubiese
consignado en sus Memorias, de donde nosotros hemos extraído el
relato que vamos a hacer. La analogía que ella presenta con
algunos de los hechos que pasan hoy en día le da un lugar natural en
esta Compilación.
Mademoiselle Clairon, como se sabe, era tan notable por su
belleza como por su talento de cantante y de actriz trágica; ella había
inspirado a un joven bretón, el Sr. S..., una de esas pasiones que
frecuentemente deciden una vida, cuando no se tiene la suficiente
fuerza de carácter para vencerla.
Mademoiselle Clairon no
correspondió sino con la amistad; sin embargo, las asiduidades del
Sr. S... se volvieron tan inoportunas que ella decidió romper toda
relación con él. La tristeza que él sintió le causó una larga
enfermedad de la cual falleció. El hecho sucedió en 1743. Dejemos
ahora hablar a mademoiselle Clairon.
«Dos años y medio habían pasado desde que nos conocimos hasta
su muerte. Envió a alguien para rogarme que yo le concediera la
dulzura de verlo en sus últimos momentos; mis allegados me
impidieron acceder a esa solicitud. Murió en la sola presencia de sus
criados y de una dama anciana, que era la única compañía que tenía
desde hacía mucho tiempo. En aquel entonces él vivía cerca de La
Chaussée d'Antin, próximo a las murallas que comenzaban a ser
construidas; yo, en la rue de Bussy, cerca de la rue de Seine (calle
del Sena) y de la abadía Saint-Germain (San Germán). Yo estaba
con mi madre y con varios amigos que vinieron a cenar conmigo...
Había terminado de cantar algunas bellas melodías pastorales que hubieron encantado a mis amigos, cuando al sonar las
once horas se produjo un grito muy agudo. Su modulación sombría y
su duración causaron espanto a todos; me sentí desfallecer y estuve
casi un cuarto de hora sin conocimiento...
«Toda mi gente, mis amigos, mis vecinos, incluso la policía, han
escuchado ese mismo grito, siempre a la misma hora, saliendo
siempre por debajo de mis ventanas y pareciendo surgir de la
vaguedad del aire... Raramente yo cenaba en la ciudad, pero cuando
lo hacía no se escuchaba nada, y varias veces, al preguntar a mi
madre y a mi gente sobre si había alguna novedad, cuando entraba
en mi cuarto el grito surgía entre nosotros. Una vez, el presidente
B..., en cuya casa había cenado, quiso llevarme a mi hogar para
asegurarse que nada me sucedería en el camino. En el momento en
que se despedía en mi puerta, el grito surgió entre él y yo. Así como
toda París, él sabía de esta historia: no obstante, lo recondujeron a su
carroza más muerto que vivo.
«En otra oportunidad le pedí a mi amigo Rosely que me
acompañase a la rue Saint-Honoré (calle San Honorato) para elegir
algunas telas. El único asunto de nuestra conversación era mi
aparecido (así se lo llamaba). Este joven, lleno de espíritu, no creía
en nada; sin embargo, había quedado impresionado con mi aventura
y me urgía a evocar el fantasma, prometiéndome creer en él si me
contestase. Ya sea por debilidad o por audacia, hice lo que me pedía:
el grito se escuchó tres veces y fue terrible por su estallido y rapidez.
A nuestro regreso, fue necesario el socorro de todos para sacarnos
del carruaje donde ambos estábamos desvanecidos. Después de esta
escena permanecí algunos meses sin escuchar nada. Creí haberme
liberado para siempre, pero estaba equivocada.
«Todos los espectáculos habían sido transferidos a Versalles para
el casamiento del Delfín. Me habían reservado un cuarto en la
avenue de Saint-Cloud (avenida San Cloud), que ocupé con la
señora Grandval. A las tres horas de la madrugada, le dije: Estamos
en el fin del mundo; sería muy difícil que el grito nos buscara aquí...
¡Y éste se hizo escuchar! La señora Grandval creyó que el infierno
entero estaba en el cuarto; corrió en camisón de arriba a abajo de la
casa, donde nadie pudo dormir esa noche; por lo menos, ésa ha sido
la última vez que el grito surgió.
«Siete u ocho días después, mientras conversaba con mis
compañías habituales, la campanada de las once horas se hizo seguir
de un tiro de fusil disparado en una de mis ventanas. Todos
escuchamos el tiro; todos vimos el fogonazo; la ventana no
presentaba ningún tipo de daño. Dedujimos que lo que se quería era
mi vida, que habían errado el blanco y que era necesario tomar
precauciones para el futuro. El Sr. Marville, que en aquel entonces
era teniente de policía, hizo inspeccionar todas las casas ubicadas
enfrente de la mía; en mi calle fueron apostados todos los espías
posibles; pero, por más cuidados que se hubieron tomado, durante tres meses seguidos
ese tiro fue visto y escuchado, siendo disparado siempre a la misma
hora y en la misma ventana, sin que nadie haya podido nunca ver de
qué lugar partía. De este hecho ha quedado constancia en los
registros de la policía.
«Acostumbrada a mi aparecido, al que yo no consideraba una
mala persona, ya que se limitaba a hacerme jugarretas, no me di
cuenta de la hora que era –puesto que hacía mucho calor– y abrí la
ventana en cuestión, apoyándonos el administrador y yo sobre el
balcón. Al sonar las once horas el tiro disparó y nos arrojó a ambos
al centro del cuarto, donde caímos como muertos. Cuando nos
recuperamos, fuimos a ver si no teníamos nada, y nos echamos a reír
como locos cuando constatamos que cada uno había recibido la más
terrible bofetada que jamás nos hayan dado, a él en la mejilla
izquierda y a mí en la derecha.
«Dos días después, al ser invitada por mademoiselle Dumesnil a
asistir a una pequeña fiesta nocturna que ella daba en su casa de
Barrière Blanche (Barrera Blanca), tomé un fiacre a las once
horas con mi criada. Bajo un bello claro de luna fuimos conducidas
por los bulevares que comenzaban a poblarse de casas. Mi criada me
dijo: ¿No fue aquí que murió el Sr. S...? –Según las informaciones
que he recibido, debe ser ahí, le dije, indicándole con mi dedo a una
de las dos casas que teníamos delante nuestro. Y de una de las dos se
disparó el mismo tiro de fusil que me perseguía: atravesó nuestro
carruaje e hizo conque el cochero redoblase la velocidad, creyéndose
que estaba siendo atacado por ladrones. Llegamos a la fiesta estando
apenas recompuestas y, por mi parte, presa de un terror que –
confieso– he conservado por mucho tiempo; pero esta proeza ha sido
la última con armas de fuego.
«A la explosión siguió un palmoteo, que repetía un determinado
compás. Ese ruido, al cual la bondad del público me había
acostumbrado, no me ha dejado hacer ningunas observaciones
durante largo tiempo; mis amigos las hicieron por mí. Hemos
espiado –me han dicho– y es a las once horas que se produce, casi
bajo vuestra puerta; nosotros lo hemos escuchado, pero no vimos a
nadie; esto no puede ser otra cosa que la continuidad de lo que
habéis pasado. Como este ruido no tenía nada de terrible, no
conservé el tiempo de su duración. Tampoco presté atención a los
sonidos melodiosos que después se hicieron escuchar; parecía que
una voz celestial recitase un aria noble y conmovedora que iba a ser
cantada; esta voz comenzaba en el carrefour de Bussy (cruce Bussy)
y finalizaba en mi puerta; al igual que como había sucedido con
todos los sonidos anteriores, éstos se escuchaban pero no se veía
nada. En fin, todo cesó después de un poco más de dos años y
medio.»
Posteriormente, mademoiselle Clairon se enteró a través de la
dama anciana que había sido la única amiga devota del Sr. S..., el relato de sus últimos
momentos.
«Él contaba –decía la anciana– todos los minutos, cuando a las
diez y media su lacayo vino a decirle que, decididamente, vos no
vendríais. Después de un momento de silencio, tomó mi mano con
una desesperación creciente que me asustó y dijo: ¡Insensible!... No
ganará nada con eso; ¡la perseguiré después de mi muerte tanto
como la he perseguido durante mi vida!... Quise tratar de calmarlo,
pero había muerto.»
En la edición que nosotros tenemos a la vista, este relato es
precedido por la siguiente nota sin firma:
«He aquí una anécdota muy singular que sin duda ha suscitado y
suscitará los más diferentes juicios. Se adora lo maravilloso, incluso
sin creer en ello: mademoiselle Clairon parece convencida de la
realidad de los hechos que cuenta. Nos contentaremos en hacer notar
que en el tiempo en que fue o se creyó atormentada por su
aparecido, ella tenía de veintidós años y medio a veinticinco; ésta es
la edad de la imaginación, y esa facultad era continuamente ejercida
y exaltada en ella por el género de vida que llevaba en el teatro y
fuera del mismo. Recordemos que dijo, en el comienzo de sus
Memorias que, en su infancia, solamente le contaban aventuras de
aparecidos y de hechiceros, que le aseguraban que se trataba de
historias verdaderas.»
Al no conocer el hecho sino por el relato de mademoiselle
Clairon, sólo podemos juzgar por inducción; ahora bien, he aquí
nuestro razonamiento. Este acontecimiento, descrito en sus más
mínimos detalles por la propia mademoiselle Clairon, tiene más
autenticidad que si hubiera sido narrado por un tercero. Agreguemos
que cuando ella escribió la carta en la que se encuentra el relato tenía
aproximadamente sesenta años, y que había pasado la edad de la
credulidad de que habla el autor de la nota. Este autor no pone en
duda la buena fe de mademoiselle Clairon sobre su aventura;
únicamente piensa que ella ha podido ser el juguete de una ilusión.
Que lo haya sido una vez, no sería nada sorprendente; pero que lo
haya sido durante dos años y medio, esto nos parece más difícil, y
más difícil aún es suponer que esta ilusión haya sido compartida por
tantas personas, testigos oculares y auriculares de los hechos, y hasta
por la propia policía. Para nosotros, que conocemos lo que puede
ocurrir en las manifestaciones espíritas, la aventura no tiene nada
que pueda sorprendernos, y la damos como probable. En esta
hipótesis, no tenemos dudas en pensar que el autor de todas esas
malas pasadas no era otro que el alma o el Espíritu S..., sobre todo si
observamos la coincidencia de sus últimas palabras con la duración
de los fenómenos. Él había dicho: La perseguiré después de mi
muerte tanto como la he perseguido durante mi vida. Ahora bien,
sus relaciones con mademoiselle Clairon habían durado dos años y medio, exactamente el mismo tiempo que duraron las
manifestaciones después de su muerte.
Algunas palabras aún sobre la naturaleza de este Espíritu. No era
malo, y mademoiselle Clairon está con la razón cuando no lo califica
como una mala persona; pero tampoco se puede decir que era la
bondad en persona. La pasión violenta a la cual sucumbía como
hombre, prueba que en él las ideas terrestres eran predominantes.
Los trazos profundos de esta pasión –que sobrevivió a la destrucción
del cuerpo– prueban que, como Espíritu, estaba todavía bajo la
influencia de la materia. Su venganza, por inofensiva que haya sido,
denota sentimientos poco elevados. Por lo tanto, si nos remitimos a
nuestro cuadro de la clasificación de los Espíritus, no será difícil
asignarle su rango; la ausencia de maldad real lo aparta naturalmente
de la última clase, la de los Espíritus impuros; pero evidentemente se
encuadra en las otras clases del mismo orden; nada en él podría
justificar un rango superior.
Algo digno de ser señalado es la sucesión de los diferentes modos
por los cuales ha manifestado su presencia. Ha sido en el mismo día
y en el momento de su muerte que se hace oír por primera vez, y
esto sucede en medio de una cena jovial. Cuando estaba encarnado,
veía a mademoiselle Clairon en pensamiento, rodeada con un halo
que la imaginación presta al objeto de una ardiente pasión; pero una
vez que el alma se ha despojado de su velo material, la ilusión da
lugar a la realidad. Él está ahí, a su lado, la ve rodeada de amigos,
debiendo por completo incitar sus celos; su alegría y su canto
parecen insultar a su desesperación, y ésta se manifiesta a través de
un grito de rabia que repite cada día a la misma hora, como para
reprocharle el haberse rehusado a consolarlo en sus últimos
momentos. A los gritos suceden los tiros de fusil, inofensivos –es
cierto–, pero que no por eso denotan menos una impotente rabia y el
deseo de perturbar su reposo. Posteriormente, su desesperación
reviste un carácter más calmo; influido, sin duda, por ideas más
sanas, parece haberse resignado; sólo le queda el recuerdo de los
aplausos de que ella era objeto, y los repite. En fin, más tarde le dice
adiós, haciéndola escuchar sonidos que parecían como el eco de esa
voz melodiosa que tanto lo había encantado cuando estaba
encarnado.
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* Mademoiselle Clairon nació en 1723 y falleció en 1803. Debutó en la
Compañía Italiana a la edad de 13 años y en la Comédie Française en 1743. Se retiró del
teatro en 1765, a la edad de 42 años. [Nota de Allan Kardec.]