Hemos extraído los siguientes pasajes de un nuevo opúsculo
alemán, publicado en 1853 por el Sr. Blanck, redactor del Journal
de Bergzabern (Periódico de Bergzabern), sobre el Espíritu
golpeador del cual hemos hablado en nuestro número del mes de
mayo.
Los fenómenos extraordinarios que están allí relatados, y
cuya autenticidad no podría ser puesta en duda, prueban que
nosotros no tenemos nada que envidiar, en ese aspecto, a los de
América. Se ha de notar en este relato el minucioso cuidado con el
cual los hechos han sido observados. Sería de desear que siempre se
aplicase, en casos semejantes, la misma atención y la misma
prudencia. Hoy se sabe que los fenómenos de este género no son de
manera alguna el resultado de un estado patológico, sino que
siempre denotan –entre aquellos en que se manifiestan– una
sensibilidad fácil de sobreexcitar. El estado patológico no es la causa
eficiente, pero puede ser consecutiva. En casos análogos, la manía
de experimentación ha causado más de una vez accidentes graves
que de modo alguno habrían tenido lugar si se hubiese dejado a la
Naturaleza obrar por sí misma. En nuestras Instrucciones Prácticas
sobre las Manifestaciones Espíritas 159 se encuentran los consejos
necesarios a este efecto. Sigamos al Sr. Blanck en su informe.
"Los lectores de nuestro opúsculo intitulado Los Espíritus
golpeadores han visto que las manifestaciones de Philippine Senger
tienen un carácter enigmático y extraordinario. Hemos relatado esos
hechos maravillosos desde su comienzo hasta el momento en que la
niña fue conducida al médico real del cantón. Ahora vamos a
examinar lo que ha sucedido desde ese día.
Cuando la niña dejó la residencia del Dr. Bentner para entrar en la
casa paterna, los golpes y las raspaduras recomenzaron en el hogar
de los Senger; hasta esa hora, e incluso desde la cura completa
de la jovencita, las manifestaciones han sido más marcadas y han
cambiado de naturaleza.XII En ese mes de noviembre (1852), el
Espíritu comenzó a silbar; luego se oyó un ruido comparable al de la
rueda de una carretilla girando sobre su eje seco y oxidado; pero lo
más extraordinario de todo, son sin duda los muebles derribados en
el cuarto de Philippine, desorden que duró quince días. Una sucinta
descripción del lugar me parece necesaria. Este cuarto tiene
aproximadamente 18 pies de largo por 8 de ancho; se llega al
mismo a través de un cuarto común. La puerta que comunica esas
dos piezas se abre a la derecha. La cama de la niña estaba ubicada a
la derecha; en el medio se encontraba un armario, y en el rincón a la
izquierda la mesa de trabajo del Sr. Senger, en la cual había dos
cavidades circulares cubiertas por tapas.
La noche en que comenzó el tumulto, la Sra. Senger y su hija
mayor Francisque se encontraban sentadas en el primer cuarto, cerca
de una mesa, y estaban ocupadas en desvainar habas; de repente un
pequeño huso de hilar, lanzado desde el dormitorio, cayó cerca de
ellas. Se asustaron mucho más al saber que solamente Philippine,
sumergida en sueño, estaba en el cuarto; además, el pequeño huso
había sido lanzado del lado izquierdo, mientras que se encontraba
sobre el estante de un pequeño mueble ubicado a la derecha. Si
hubiera salido de la cama, habría debido encontrar la puerta y allí
hubiese parado; por lo tanto, era evidente que la niña no estaba para
nada en este hecho. Mientras que la familia Senger expresaba su
sorpresa por este acontecimiento, alguna cosa cayó de la mesa al
suelo: era un pedazo de paño que antes estaba de remojo en una
cubeta llena de agua. Al lado del huso yacía también una cabeza de
pipa; la otra mitad había quedado en la mesa. Lo que volvía la
cuestión aún más incomprensible era que la puerta del armario
donde estaba el huso –antes de ser lanzado– se encontraba cerrada,
el agua de la cubeta no estaba agitada y ninguna gota había sido
derramada sobre la mesa. De repente la niña, siempre adormecida,
gritó desde su cama: ¡Padre, vete, él va arrojar! ¡Salgan, él
también arrojará en ustedes! Ellos obedecieron a esta exhortación;
y apenas llegaron al primer cuarto, la cabeza de pipa fue lanzada con
una gran fuerza, pero sin romperse. Una regla que Philippine usaba
en la escuela siguió el mismo camino. El padre, la madre y la hija
mayor se miraban asustados y, mientras pensaban qué decisión
tomar, un cepillo grande del Sr. Senger y un pedazo muy grueso de
madera fueron lanzados desde su mesa de sastre hacia el otro cuarto.
En su mesa de trabajo, las tapas estaban en
XII Tendremos ocasión de hablar de la indisposición de la niña, puesto que después
de su cura los mismos efectos se han producido; esto es una prueba evidente de que ellos
eran independientes de su estado de salud. [Nota de Allan Kardec.]
su lugar y, a pesar de esto, los objetos cubiertos por las mismas
también habían sido arrojados lejos. En esa misma noche, las
almohadas de la cama fueron lanzadas sobre un armario y la cobija
contra la puerta.
Otro día habían puesto a los pies de la niña, debajo de la cobija,
una plancha de alrededor de seis libras de peso; luego ésta fue
arrojada a la primera pieza; el asa había sido arrancada y fue
encontrada sobre una silla del dormitorio.
Nosotros hemos sido testigo de que las sillas ubicadas
aproximadamente a tres pies de la cama fueron derribadas, y que las
ventanas hubieron sido abiertas, aunque antes estaban cerradas, y
esto sucedió ni bien dimos la espalda para entrar en la primera pieza.
En otra ocasión, dos sillas fueron transportadas para encima de la
cama, sin desarmar la cobija. El 7 de octubre se había cerrado
fuertemente la ventana y tendido delante de la misma un paño
blanco. Desde que dejamos el cuarto, se han dado golpes redoblados
con tanta violencia que todo fue sacudido, y las personas que
pasaban por la calle huían espantadas. Acudimos al cuarto: la
ventana estaba abierta, el paño arrojado sobre el pequeño armario
que se encontraba al lado, la cobija de la cama y las almohadas por
el suelo, las sillas volcadas y la niña en la cama, abrigada solamente
por su camisa. Durante catorce días la Sra. Senger no se ocupó sino
de hacer la cama.
Una vez habían dejado una armónica sobre un asiento: sonidos se
hicieron escuchar; al entrar precipitadamente en el cuarto, la niña se
encontraba –como siempre– tranquila en su cama; dicho instrumento
estaba sobre la silla, pero no sonaba más. Una noche, el Sr. Senger
salía del cuarto de su hija cuando recibió en la espalda el almohadón
de un asiento. Otra vez, eran un par de viejas pantuflas, zapatos que
estaban debajo de la cama o zuecos que venían a su encuentro.
También muchas veces la vela encendida, que estaba en su mesa de
trabajo, era soplada. Los golpes y las raspaduras se alternaban con
esa demostración del moblaje. La cama parecía ser puesta en
movimiento por una mano invisible. A la orden de: «Balancead la
cama» o «Meced a la niña», la cama iba y venía con ruido, a lo
largo y a lo ancho; a la orden de: «¡Alto!», se detenía. Podemos
afirmar que hemos visto a cuatro hombres que se sentaron en la
cama e incluso sobre la misma fueron suspendidos sin poder detener
el movimiento; ellos fueron levantados con el mueble. Al cabo de
catorce días el alboroto del moblaje cesó, y a esas manifestaciones
se sucedieron otras.
El 26 de octubre a la noche, entre otras personas se encontraban
en el cuarto los Sres. Louis Soëhnée, licenciado en Derecho, el
capitán Simon –ambos de Wissembourg–, así como el Sr. Sievert, de
Bergzabern. Philippine
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Senger estaba en ese momento sumergida en sueño magnético. El
Sr. Sievert presentó a ésta un papel que contenía cabellos, para ver
lo que ella haría. Entretanto, ella abrió el papel sin poner los cabellos
al descubierto, los aplicó sobre sus párpados cerrados, después los
alejó como para examinarlos a distancia y dijo: «Consiento en saber
lo que contiene este papel... Son los cabellos de una dama que no
conozco... Si ella quiere venir, que venga... No puedo invitarla, no la
conozco.» A las preguntas que le dirigía el Sr. Sievert, ella no
respondía; pero al haber colocado el papel en la palma de la mano, la
extendía y la daba vuelta, quedando éste allí suspendido. Luego ella
lo colocó en la punta del índice e hizo describir a su mano, durante
bastante tiempo, un semicírculo, diciendo: «No caigas», y el papel
permanecía en la punta del dedo; después, a la orden de: «Ahora
cae», él se desprendió sin que ella hiciera el menor movimiento para
determinar la caída. De repente, volviéndose hacia el lado de la
pared, dijo: «Ahora quiero fijarte en la pared»; y aplicó el papel allí,
que permaneció fijo alrededor de 5 a 6 minutos, retirándolo después.
Un examen minucioso del papel y de la pared no permitió descubrir
ninguna causa de adherencia. Creemos un deber señalar que el
cuarto estaba perfectamente iluminado, lo que nos permitió darnos
cuenta exacta de todas estas particularidades.
Al día siguiente, a la noche, le dieron otros objetos: llaves,
monedas, cigarreras, relojes de bolsillo, anillos de oro y de plata; y
todos –sin excepción– quedaban suspendidos de su mano. Se notó
que la plata se le adhería más que las otras sustancias, porque hubo
dificultad en retirarle las monedas, y esta operación le causó dolor.
Uno de los hechos más curiosos de este género es el siguiente: El
sábado 11 de noviembre, un oficial que estaba presente le dio su
sable con el talabarte, y todo eso pesaba 4 libras; fue constatado que
los mismos permanecieron suspendidos del dedo medio de
Philippine, balanceándose por bastante tiempo. Lo que no es menos
singular es que todos los objetos, cualquiera que fuere la sustancia,
también quedaban suspendidos. Esta propiedad magnética se
comunicaba por el simple contacto de las manos a las personas
susceptibles de la transmisión del fluido; de esto hemos tenido
varios ejemplos.
Un capitán, el caballero Zentner, acuartelado en esa época en
Bergzabern y testigo de estos fenómenos, tuvo la idea de poner una
brújula cerca de la niña para observar sus variaciones. En el primer
ensayo la aguja
XIII Una sonámbula de París había sido puesta en contacto con la joven Philippine y,
desde entonces, ésta caía espontáneamente en sonambulismo. En esta ocasión han
sucedido hechos notables que relataremos en otra oportunidad. (Nota del Traductor
francés.)
se desvió 15 grados, pero en los siguientes permaneció inmóvil, pese
a que la niña la sostuviera en una de sus manos y la tocase con la
otra. Esta experiencia nos ha probado que estos fenómenos no
podrían explicarse por la acción del fluido mineral, ya que la
atracción magnética no se ejerce indiferentemente sobre todos los
cuerpos.
Habitualmente, cuando la pequeña sonámbula se disponía a
comenzar sus sesiones, llamaba a su cuarto a todas las personas que
se encontraban allí. Ella decía simplemente: «¡Venid! ¡Venid!» O
bien: «¡Dad! ¡Dad!» A menudo sólo se quedaba tranquila cuando
todos, sin excepción, estaban cerca de su cama. Entonces pedía con
prontitud e impaciencia un objeto cualquiera; ni bien se lo daban,
quedaba adherido a sus dedos. Frecuentemente sucedía que diez,
doce o más personas estaban presentes, y que cada una de ellas le
entregaba varios objetos. Durante la sesión no admitía que le
tomasen ninguno de ellos; sobre todo, parecía preferir los relojes de
bolsillo; los abría con una gran destreza, examinaba el movimiento,
los cerraba de nuevo y después los ponía cerca suyo para examinar
otra cosa. Al finalizar, devolvía a cada uno lo que a ella se le había
confiado; examinaba los objetos con los ojos cerrados y jamás se
equivocaba de dueño. Si alguien extendía la mano para tomar lo que
no le pertenecía, ella lo repelía. ¿Cómo explicar esta múltiple
distribución sin errores a un número tan grande de personas? En
vano se habría de intentar que hiciera lo mismo con los ojos
abiertos. Terminada la sesión y habiendo partido los individuos, los
golpes y las raspaduras, momentáneamente interrumpidos,
recomenzaron. Es preciso agregar que la niña no quería que nadie
quedase al pie de su cama cerca del armario, lo que dejaba entre
ambos muebles un espacio de alrededor de un pie. Si alguien allí se
metía, ella lo echaba por intermedio de gestos. Si se rehusaba a salir,
mostraba una gran inquietud y ordenaba con gestos imperiosos que
dejase el lugar. Una vez advirtió a los asistentes que nunca ocupasen
el lugar vedado, porque ella no quería –decía– que le sucediese una
desgracia a alguien. Esta advertencia era tan convincente, que nadie
la olvidó en el futuro.
Después de algún tiempo, a los ruidos y a las raspaduras se agregó
un zumbido que se puede comparar al sonido producido por una
cuerda gruesa de contrabajo; un cierto silbido se mezclaba con ese
zumbido. Si alguien pedía una marcha o una danza, su deseo era
satisfecho: el músico invisible se mostraba muy complaciente. Con
la ayuda de las raspaduras, él llamaba nominalmente a las personas
de la casa o a los extraños presentes; éstos comprendían fácilmente a
quién se dirigía. Al ser llamada por las raspaduras, la persona
designada respondía sí, para dar a entender que sabía que se trataba
de ella: entonces, él ejecutaba en su honor un fragmento
musical que a veces daba lugar a escenas agradables. Si otra
persona, que no fuese la llamada, respondía sí, las raspaduras le
hacían comprender por un no –expresado a su manera– que nada
tenía que decirle por el momento. Estos hechos se han producido por
primera vez en la noche del 10 de noviembre, y continuaron
manifestándose hasta este día.
Ahora, he aquí cómo el Espíritu golpeador procedía para designar
a las personas. Después de varias noches, se había notado que a las
diversas invitaciones para hacer tal o cual cosa, él respondía con un
golpe seco o con raspaduras prolongadas. Luego que el golpe seco
era dado, el golpeador comenzaba a ejecutar lo que se deseaba de él;
al contrario, cuando raspaba, no satisfacía el pedido. Entonces, un
médico tuvo la idea de tomar por un sí el primer ruido y por un no el
segundo, y desde entonces esta interpretación siempre ha sido
confirmada. También se notó que por una serie de raspaduras más o
menos fuertes, el Espíritu exigía ciertas cosas de las personas
presentes. De tanto prestar atención, y observando el modo por el
cual el ruido se producía, se pudo comprender la intención del
golpeador. Así, por ejemplo, el Sr. Senger ha contado que por la
mañana, al amanecer, escuchaba ruidos modulados de una cierta
manera; sin encontrarles al principio ningún sentido, notó que ellos
sólo cesaban cuando estaba fuera de la cama, de donde comprendió
que significaban: «Levántate». Ha sido así que poco a poco se
familiarizó con ese lenguaje, y que por ciertos signos las personas
designadas pudieron reconocerse.
Al llegar el aniversario del día en que el Espíritu golpeador se
hubo manifestado por primera vez, numerosos cambios se operaron
en el estado de Philippine Senger. Los golpes, las raspaduras y el
zumbido continuaron, pero a todas estas manifestaciones se sumó un
grito particular que se parecía al de un ganso, otras veces al de un
loro y otras al de un ave grande; al mismo tiempo se escuchaba una
especie de picoteo contra la pared, parecido al ruido que haría un
pájaro picoteando. En esta época Philippine Senger hablaba mucho
durante el sueño, y sobre todo parecía preocupada con un cierto
animal que se asemejaba a un loro y que permanecía al pie de la
cama, gritando y dando picotazos contra la pared. Al deseo de
escuchar gritar al loro, éste lanzaba gritos agudos. Se le hicieron
diversas preguntas a las cuales respondió con gritos del mismo
género; varias personas le ordenaron decir: Cacatúa, y se escuchó
muy claramente la palabra Cacatúa como si hubiese sido
pronunciada por la propia ave. Pasaremos por alto los hechos menos
interesantes y nos limitaremos a relatar lo que hubo de más notable
en el aspecto de los cambios ocurridos en el estado corporal de la
niña.
Poco antes de la Navidad, las manifestaciones se renovaron con
más energía; los golpes y las raspaduras se volvieron más violentos
y duraron por más tiempo. Philippine, más agitada que de
costumbre, frecuentemente pedía para no acostarse más en su cama,
sino en la de sus padres; ella se movía en la suya gritando: «No
puedo más quedarme aquí; me estoy sofocando: ellos me van a
poner en la pared; ¡socorro!» Y solamente se calmaba cuando era
transportada a la otra cama. Ni bien allí llegó, golpes muy fuertes se
hicieron escuchar en lo alto; parecían partir del desván, como si un
carpintero hubiera golpeado en las vigas; incluso a veces eran tan
vigorosos que la casa se estremecía, las ventanas vibraban y las
personas presentes sentían temblar el piso bajo sus pies; golpes
similares eran igualmente dados contra la pared, cerca de la cama. A
las preguntas efectuadas, los mismos golpes respondían como de
costumbre, alternándose siempre con las raspaduras. Los siguientes
hechos, no menos curiosos, se reprodujeron muchas veces.
Cuando hubo cesado el ruido y la niña reposaba tranquilamente en
su pequeña cama, de repente se la vio postrarse y unir las manos, de
ojos cerrados; después giró la cabeza hacia todos los lados, tanto a la
derecha como a la izquierda, como si algo extraordinario hubiera
llamado su atención. Entonces, una amable sonrisa se dibujó en sus
labios; se diría que estaba dirigiéndose a alguien; tendió sus manos,
y con este gesto se deducía que estrechaba las de algunos amigos o
conocidos. Después de esas escenas fue también vista retomando su
primera actitud suplicante al unir nuevamente las manos, inclinando
la cabeza hasta tocar la cobija, para después erguirse y derramar
lágrimas. Entonces suspiraba y parecía orar con un gran fervor. En
esos momentos su rostro se transformaba; estaba pálida y tenía la
expresión de una mujer de 24 a 25 años. Este estado duraba
frecuentemente más de media hora, estado durante el cual sólo
pronunciaba: ¡ah, ah! Los golpes, las raspaduras, el zumbido y los
gritos cesaban hasta el momento del despertar; entonces, el
golpeador se hacía escuchar de nuevo, buscando la ejecución de
arias alegres para disipar la penosa impresión producida sobre los
asistentes. Al despertar, la niña estaba muy abatida; apenas podía
levantar los brazos, y los objetos que se le presentaban no quedaban
más suspendidos de sus dedos.
Curiosos por conocer lo que ella había sentido, la interrogaron
varias veces. No fue sino bajo reiteradas instancias que se decidió a
decir que había visto conducir y crucificar al Cristo en el Gólgota;
que el dolor de las santas mujeres postradas al pie de la cruz y la
crucifixión habían producido en ella una impresión que no podía
describir. Había visto también a una multitud de mujeres y de
jóvenes vírgenes con vestidos negros, y a personas
jóvenes con largos vestidos blancos recorriendo en procesión las
calles de una bella ciudad, y por último se vio transportada a una
gran iglesia donde asistió a un servicio fúnebre.
En poco tiempo el estado de Philippine Senger cambió de tal
modo que causó preocupaciones sobre su salud, porque en el estado
de vigilia divagaba y soñaba en voz alta; no reconocía a su padre, ni
a su madre, ni a su hermana, ni a ninguna otra persona e incluso este
estado vino a agravarse con una sordera completa que persistió
durante quince días. No podemos pasar por alto lo que tuvo lugar en
este lapso de tiempo.
La sordera de Philippine se manifestaba desde el mediodía hasta
las quince horas, y ella misma declaró que permanecería sorda por
un cierto tiempo y que caería enferma. Lo que hay de singular es que
a veces recobraba la audición durante media hora, con lo que se
mostraba feliz. Ella misma predijo el momento en que la sordera
tenía que tomarla y dejarla. Una vez, entre otras, anunció que a las
ocho y media de la noche escucharía claramente durante media hora;
en efecto, a la hora predicha, su audición había vuelto y esto duró
hasta las nueve horas.
Durante la sordera sus facciones estaban cambiadas; su rostro
tomaba una expresión de estupidez, que perdía luego que volvía a su
estado normal. Entonces, nada le causaba impresión; permanecía
sentada mirando fijamente a las personas presentes, pero sin
reconocerlas. Uno podía hacerse comprender solamente por medio
de señales, a las cuales la mayoría de las veces ella no respondía,
limitándose a fijar los ojos sobre aquel que le dirigía la palabra. En
una ocasión, de repente agarró del brazo a una de las personas
presentes y le dijo, empujándola: ¿Quién eres tú? A veces, en esta
situación, se quedaba inmóvil más de una hora y media en su cama.
Sus ojos estaban medio abiertos y fijos en un punto cualquiera; de
vez en cuando se movían a la derecha y a la izquierda, volviendo
después al mismo lugar. Entonces, toda la sensibilidad parecía
embotada en ella; su pulso apenas latía, y cuando se le colocaba una
luz ante sus ojos, ningún movimiento hacía: se diría que estaba
muerta.
Durante su sordera sucedió que una noche, estando acostada, pidió
una pizarra y una tiza, y luego escribió: «A las once diré algo, pero
exijo que se queden tranquilos y silenciosos.» Después de estas
palabras agregó cinco signos que se parecían con la escritura latina,
pero que ninguno de los asistentes pudo descifrar. Se escribió en la
pizarra que no se comprendían esos signos. En respuesta a esta
observación, ella escribió: «¡Claro que no podéis leerlo!» Y más
abajo: «No es alemán, es una lengua extranjera». Enseguida, dando
vuelta la pizarra, escribió del otro lado: «Francisque (su hermana
mayor) se sentará a la mesa y escribirá lo que le voy a dictar.» Acompañó estas palabras
con cinco signos similares a los primeros y devolvió la pizarra.
Notando que esos signos no habían sido todavía comprendidos,
volvió a pedir la pizarra y agregó: «Son órdenes particulares».
Un poco antes de las once horas, dijo: «Quedaos tranquilos; ¡que
todos se sienten y que presten atención!» Y al dar las once, se dio
vuelta en la cama y cayó en su sueño magnético habitual. Algunos
instantes después se puso a hablar, lo que duró media hora sin
interrupción. Entre otras cosas, declaró que en el corriente año se
producirían hechos que nadie podría comprender, y que todas las
tentativas hechas para explicarlos serían infructuosas.
Durante la sordera de la jovencita Senger, varias veces se
repitieron el alboroto del moblaje, la abertura inexplicada de las
ventanas y el apagar de las luces sobre la mesa de trabajo. Ocurrió
una noche que dos gorros colgados en una percha del dormitorio
fueron lanzados sobre la mesa del otro cuarto, volcando una taza
llena de leche que se derramó en el suelo. Los golpes dados contra la
cama eran tan violentos que ese mueble fue desplazado; incluso
algunas veces era desarreglada con estruendos, sin que los golpes se
hicieran escuchar.
Como todavía allí había personas incrédulas o que atribuían esas
singularidades a un juego de la niña, que –según las mismas–
golpeaba o raspaba con sus pies o sus manos, el capitán Zentner
imaginó un medio de convencerlas, a pesar de que los hechos
hubiesen sido constatados por más de cien testigos y de que fuera
comprobado que la jovencita tenía los brazos extendidos sobre la
cobija, mientras que los ruidos se producían. Hizo traer del cuartel
dos cobijas muy gruesas que puso una sobre la otra, y con ellas
envolvió el colchón y las sábanas de la cama; aquéllas eran
afelpadas, de manera que era imposible producir el menor ruido por
fricción. Vestida con una simple camisa y con un camisón,
Philippine fue puesta bajo dichas cobijas; apenas ubicada, las
raspaduras y los golpes tuvieron lugar como antes, ya sea contra la
madera de la cama o contra el armario vecino, según el deseo que
era expresado.
Sucede a menudo que cuando alguien tararea o silba cualquier
aria, el golpeador lo acompaña, y los sonidos que se perciben
parecen provenir de dos, tres o cuatro instrumentos: se escucha
raspar, golpear, silbar y murmurar al mismo tiempo, siguiendo el
ritmo del aria cantada. Frecuentemente también el golpeador pide a
uno de los asistentes para cantar una canción; lo designa a través del
procedimiento que conocemos, y cuando éste ha comprendido que
es a él que el Espíritu se dirige, le pregunta a su turno si
debe cantar tal o cual aria; y él responde por sí o por no. Al cantarse
el aria indicada, se escucha un acompañamiento de zumbidos y
silbidos perfectamente al compás. Después de un aria alegre, el
Espíritu pedía a menudo el aria: Gran Dios, nosotros te alabamos, o
la canción de Napoleón I. Si se le decía que tocara solamente esta
última canción o cualquier otra, la hacía escuchar desde el principio
hasta el fin.
Las cosas siguieron así en la casa del Sr. Senger, ya sea de día o
de noche, durante el sueño o en el estado de vigilia de la niña, hasta
el 4 de marzo de 1853, época en que las manifestaciones entraron en
otra fase. Ese día fue marcado por un hecho aún más extraordinario
que los precedentes."
(Continúa en el próximo número.)
Nota – Sin duda nuestros lectores no llevarán a mal la extensión
que hemos dado a esos curiosos detalles, y pensamos que han de leer
la continuación con no menos interés. Hacemos notar que esos
hechos no nos llegan de países transatlánticos, cuya distancia, no
obstante, es un gran argumento para ciertos escépticos; ellos nos
llegan del otro lado del Rin, porque han sucedido en nuestras
fronteras y casi bajo nuestros ojos, puesto que ocurrieron hace
apenas seis años.
Como se ve, Philippine Senger era una médium natural muy
compleja; más allá de la influencia que ejercía sobre los fenómenos
bien conocidos de los ruidos y de los movimientos, era una
sonámbula extática. Conversaba con los seres incorpóreos que ella
veía; al mismo tiempo veía a los asistentes y les dirigía la palabra,
pero no siempre les respondía, lo que prueba que en ciertos
momentos estaba aislada. Para aquellos que conocen los efectos de
la emancipación del alma, las visiones que hemos descrito nada
tienen que no pueda ser explicado fácilmente; en esos momentos de
éxtasis es probable que la niña, en Espíritu, se encontrase
transportada a alguna región lejana, donde asistía –tal vez en
recuerdo– a una ceremonia religiosa. Uno puede admirarse de la
memoria que tenía al despertar; pero este hecho de ningún modo es
insólito; además, puede notarse que el recuerdo era confuso y que
era preciso insistir mucho para provocarlo.
Si se observa atentamente lo que sucedía durante su sordera, se ha
de reconocer allí, sin dificultad, un estado cataléptico. Ya que la
sordera era temporaria, es evidente que de forma alguna se debía a la
alteración de los órganos del oído. Ocurría lo mismo con la
obnubilación momentánea de las facultades mentales, obnubilación
que no tenía nada de patológico, puesto que, en un instante
dado, todo volvía a su estado normal. Esta especie de estupidez
aparente se debía a un desprendimiento más completo del alma,
cuyas excursiones se hacían con más libertad, no dejando a los
sentidos más que su vida orgánica. ¡Que se juzgue, por lo tanto, el
efecto desastroso que hubiera podido producir un tratamiento
terapéutico en semejantes circunstancias! Fenómenos del mismo
género pueden producirse a cada instante; en este caso, no podemos
dejar de recomendar sino más circunspección; una imprudencia
puede comprometer la salud e incluso la vida.