La explicación solicitada por el narrador que acabamos de citar es
fácil de dar; no hay sino una, y sólo la Doctrina Espírita puede
proporcionarla. Estos fenómenos no tienen nada de extraordinario
para quien esté familiarizado con aquellos a que nos han habituado
los Espíritus. Se sabe qué papel ciertas personas hacen jugar a la
imaginación; sin duda, si la niña solamente hubiese tenido visiones, los partidarios de la alucinación estarían en condiciones favorables;
pero aquí había efectos físicos de una naturaleza inequívoca que han
tenido un gran número de testigos, y sería preciso suponer que todos
eran alucinados al punto de creer que escuchaban lo que no
escuchaban, y que veían moverse muebles inmóviles; ahora bien,
habría allí un fenómeno aún más extraordinario. A los incrédulos
sólo les queda un recurso: el de negar; es más fácil, y así se evita
razonar.
Al examinar la cuestión desde el punto de vista espírita, es
evidente que el Espíritu que se ha manifestado era inferior al de la
niña, puesto que le obedecía; incluso estaba subordinado a los
asistentes, puesto que ellos también le daban órdenes. Si no
supiésemos por la Doctrina que los Espíritus llamados golpeadores
están en lo bajo de la escala, lo que sucedió sería una prueba. En
efecto, no se concebiría que un Espíritu elevado, como tampoco
nuestros sabios y nuestros filósofos, viniera a divertirse al tocar
marchas y valses o, en una palabra, a representar el papel de juglar,
ni a someterse a los caprichos de los seres humanos. Él se presenta
con los rasgos de un hombre de mal aspecto, circunstancia que no
hace más que corroborar esta opinión; en general, la moral se refleja
en la envoltura. Por lo tanto, para nosotros queda comprobado que el
golpeador de Bergzabern es un Espíritu inferior, de la clase de los
Espíritus ligeros, que se ha manifestado como tantos otros lo han
hecho y lo hacen todos los días.
Ahora, ¿con qué objetivo ha venido? La noticia no dice que haya
sido llamado; hoy, que se está más experimentado en estas cosas, no
se dejaría venir a un visitante tan extraño sin informarse lo que
quiere. Por lo tanto, no podemos sino establecer una conjetura. Es
cierto que él no ha hecho nada que develase maldad o mala
intención; la niña no ha sufrido ninguna perturbación, ni física ni
moral; sólo los hombres habrían podido perturbar su moral al
impresionar su imaginación con cuentos ridículos, y ella es feliz de
que no lo hayan hecho. Por muy inferior que fuese, este Espíritu no
era, pues, ni malo ni malévolo; era simplemente uno de esos
Espíritus tan numerosos de los cuales estamos rodeados sin cesar,
sin nosotros saberlo. Pudo haber obrado en esta circunstancia por un
simple efecto de su capricho, como también pudo hacerlo por
instigación de Espíritus elevados, con la finalidad de despertar la
atención de los hombres y convencerlos de la realidad de un poder
superior, fuera del mundo corporal.
En cuanto a la niña, es cierto que era una de esas médiums de
efectos físicos, dotadas –sin saberlo– de esta facultad, y que son para
los otros médiums lo que los sonámbulos naturales son para los
sonámbulos magnéticos. Esta facultad, dirigida con prudencia por un
hombre experimentado en esta nueva ciencia, hubiera podido
producir cosas más extraordinarias todavía y de naturaleza a
derramar una nueva luz sobre estos fenómenos, que sólo son
maravillosos porque no se los comprende.