El Sr. R..., corresponsal del Instituto de Francia y uno de los
miembros más eminentes de la Sociedad Parisiense de Estudios
Espíritas, ha desarrollado las siguientes consideraciones, en la
sesión del 14 de septiembre, como corolario de la teoría que acababa
de ser dada sobre el mal del miedo y que hemos relatado
anteriormente:
«De todas las comunicaciones que nos son dadas por los Espíritus
se deduce que ellos ejercen una influencia directa sobre nuestras
acciones, unos solicitándonos para el bien, otros para el mal. Acaba
de decirnos san Luis: “A los Espíritus maliciosos les gusta reír;
tened cuidado: aquel que cree que dice chistes agradables a las
personas que lo cercan, divirtiendo a
una sociedad con sus bromas o con sus acciones, a menudo se
equivoca –e incluso muy a menudo– cuando cree que todo eso viene
de sí mismo. Los Espíritus ligeros que lo rodean se identifican con él
y, a su turno, lo engañan frecuentemente con referencia a sus
propios pensamientos, así como a aquellos que lo escuchan”. De
esto resulta que lo que decimos no siempre viene de nosotros; que a
menudo, como los médiums psicofónicos, no somos más que los
intérpretes del pensamiento de un Espíritu extraño que se ha
identificado con el nuestro. Los hechos vienen en apoyo a esta teoría
y prueban que también muy frecuentemente nuestras acciones son la
consecuencia de este pensamiento que nos es sugerido. Por lo tanto,
el hombre que hace mal cede a una sugerencia cuando es lo bastante
débil para no resistir y cuando hace oídos sordos a la voz de la
conciencia, que puede ser la suya o la de un Espíritu bueno que, por
sus advertencias, combate en él la influencia de un Espíritu malo.
«Según la doctrina común, el hombre extraería de sí mismo todos
sus instintos; éstos provendrían de su organismo físico –del cual no
podría ser responsable– o de su propia naturaleza, en la cual puede
buscar una excusa ante sus propios ojos, alegando que no es por su
culpa que él haya sido creado así. La Doctrina Espírita es
evidentemente más moral; admite en el hombre el libre albedrío en
toda su plenitud; y al decirle que si hace mal cede a una mala
sugestión extraña, le deja toda la responsabilidad, puesto que le
reconoce el poder de resistir, cosa evidentemente más fácil que si
tuviera que luchar contra su propia naturaleza. De esta manera,
según la Doctrina Espírita, no hay arrastramiento irresistible: el
hombre siempre puede hacer oídos sordos a la voz oculta que lo
solicita al mal en su fuero interno, como puede negarse a escuchar la
voz material del que le habla; y lo puede en virtud de su voluntad,
pidiendo a Dios la fuerza necesaria y solicitando a este efecto la
asistencia de los Espíritus buenos. Es lo que Jesús nos enseña en el
ruego sublime de la Oración dominical, cuando nos hace decir: «Y
no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.»
Cuando tomamos para texto de una de nuestras cuestiones la
pequeña anécdota que hemos relatado, no esperábamos el desarrollo
en que iba a derivar. Estamos doblemente felices por las bellas
palabras que ella mereció de san Luis y de nuestro honorable colega.
Si desde hace mucho no supiésemos de la alta capacidad de este
último, y acerca de sus profundos conocimientos en materia de
Espiritismo, estaríamos tentados a creer que él mismo ha sido la
propia aplicación de su teoría y que san Luis se ha servido de él para
completar su enseñanza. A esto vamos a reunir nuestras propias
reflexiones:
Esta teoría de la causa incitante de nuestras acciones resalta
evidentemente de toda la enseñanza dada por los Espíritus; no sólo
es de sublime
moralidad, sino que –añadiremos– eleva al hombre ante sus propios
ojos; lo muestra libre de sacudir su yugo obsesor, como es libre de
cerrar las puertas de su casa a los inoportunos. Ya no es más una
máquina activada por un impulso independiente de su voluntad: es
un ser provisto de razón, que escucha, que juzga y que elige
libremente entre dos consejos. Agreguemos que, a pesar de esto, el
hombre no está en absoluto privado de su iniciativa; no deja por ello
de obrar por su propio accionar, puesto que en definitiva es un
Espíritu encarnado que conserva, bajo la envoltura corporal, las
cualidades y defectos que tenía como Espíritu. Por lo tanto, las faltas
que cometemos tienen su origen en la imperfección de nuestro
propio Espíritu, que todavía no ha alcanzado la superioridad moral
que tendrá un día, pero que no por eso tiene menos libre albedrío; la
vida corporal le ha sido concedida para que purgue sus
imperfecciones por medio de las pruebas que enfrenta, y son
precisamente esas imperfecciones que lo vuelven más débil y más
accesible a las sugerencias de otros Espíritus imperfectos, que
aprovechan para tratar de hacerlo sucumbir en la lucha que ha
emprendido. Si sale vencedor de esta lucha, se eleva; si fracasa,
sigue siendo lo que era: ni mejor, ni peor; es una prueba para
recomenzar, y esto puede así durar mucho tiempo. Cuanto más se
depura, más disminuyen sus puntos vulnerables y menos motivos da
a los que lo solicitan al mal; su fuerza moral crece en razón de su
elevación y los Espíritus malos se alejan de él.
¿Cuáles son, entonces, esos Espíritus malos? ¿Son aquellos a los
que se llama demonios? No son demonios en la acepción vulgar de
la palabra, porque se entiende por esto una clase de seres creados
para el mal y perpetuamente consagrados al mal. Ahora bien, los
Espíritus nos dicen que todos mejoran en un tiempo más o menos
largo, según su voluntad; pero en cuanto son imperfectos pueden
hacer el mal, como el agua que no está purificada puede esparcir
miasmas pútridos y mórbidos. En el estado de encarnación, ellos se
depuran si hacen lo necesario para eso; en el estado de Espíritu
sufren las consecuencias de lo que han hecho o de lo que no han
hecho para mejorarse, consecuencias que también sufren en la
Tierra, puesto que las vicisitudes de la vida son a la vez expiaciones
y pruebas. En mayor o en menor grado, todos los Espíritus
constituyen –cuando encarnados– la especie humana, y como
nuestra Tierra es uno de los mundos menos avanzados, hay en ella
más Espíritus malos que buenos: he aquí por qué vemos tanta
perversidad. Por lo tanto, hagamos todos nuestros esfuerzos para no
volver aquí después de esta estada y para merecer ir a vivir a un
mundo mejor, en uno de esos mundos privilegiados donde el bien
reina enteramente y donde recordaremos nuestro pasaje por la Tierra
como un mal sueño.