Fácilmente se conciben la influencia moral de los Espíritus y las
relaciones que pueden tener con nuestra alma o Espíritu encarnado.
Se comprende que dos seres de la misma naturaleza puedan
comunicarse por el pensamiento –que es uno de sus atributos– sin la
ayuda de los órganos de la palabra; pero lo que es más difícil de
darse cuenta son los efectos físicos que ellos pueden producir, tales
como los ruidos, el movimiento de los cuerpos sólidos, las
apariciones y, sobre todo, las apariciones tangibles. Vamos a intentar
dar la explicación de los mismos según los propios Espíritus y según
la observación de los hechos.
La idea que se forma de la naturaleza de los Espíritus vuelve, a
primera vista, esos fenómenos incomprensibles. Se dice que el
Espíritu es la ausencia de toda materia, y que por lo tanto no puede
obrar materialmente; ahora bien, ahí está el error. Al interrogarse los
Espíritus sobre la cuestión de saber si ellos son inmateriales, han
respondido esto: «Inmaterial no es la palabra, porque el Espíritu es
algo; de otro modo no sería nada. Es, si lo queréis, de una materia,
pero de una materia de tal modo etérea que para vos es como si no
existiese.» De esta manera, el Espíritu no es, como algunos lo
creen, una abstracción; es un ser, pero cuya naturaleza íntima escapa
a nuestros sentidos groseros.
Este Espíritu encarnado en el cuerpo constituye el alma; cuando lo
deja con la muerte, no sale despojado de toda envoltura. Todos nos
dicen que conservan la forma que tenían cuando estaban encarnados
y, en efecto, cuando se nos aparecen, es generalmente bajo la que
nosotros los conocíamos.
Observémoslos atentamente en el momento en que acaban de
dejar la existencia; están en un estado de turbación; todo es confuso
a su alrededor;
ven a su cuerpo sano o mutilado, según su género de muerte; por
otro lado, se ven y se sienten vivos; algo les dice que aquél es su
cuerpo, y no comprenden que de él estén separados: el lazo que los
unía todavía no está, por lo tanto, completamente desatado.
Al disiparse ese primer momento de turbación, el cuerpo se vuelve
para ellos como una vieja vestimenta de la que se han despojado sin
lamentos, pero continúan viéndose con su forma primitiva; ahora
bien, esto no es de manera alguna un sistema: es el resultado de
observaciones hechas con innumerables sensitivos. Quiérase ahora
remitirse a lo que hemos relatado sobre ciertas manifestaciones
producidas por el Sr. Home y por otros médiums de ese género: el
aparecimiento de manos que tienen todas las propiedades de manos
vivas, que tocamos, que nos aprietan y que de repente se
desvanecen. ¿Qué debemos sacar en conclusión de eso? Que el
alma no deja todo en el sepulcro y que lleva algo consigo.
De este modo, habría en nosotros dos especies de materia: una
grosera, que constituye la envoltura exterior; la otra sutil e
indestructible. La muerte es la destrucción o, mejor dicho, la
disgregación de la primera, de aquella que el alma abandona; la otra
se desprende y sigue al alma que, de esta manera, se encuentra
siempre teniendo una envoltura; es la que nosotros llamamos
periespíritu. Esta materia sutil, desatada –por así decirlo– de todas
las partes del cuerpo al cual estuvo ligada durante la vida, conserva
de él su impresión; ahora bien, he aquí por qué los Espíritus son
vistos y por qué se nos aparecen tal cual eran cuando estaban
encarnados. Pero esta materia sutil no tiene la tenacidad ni la rigidez
de la materia compacta del cuerpo; es, si podemos expresarnos así,
flexible y expansible; es porque la forma que toma, aunque calcada
sobre la del cuerpo, no es absoluta; se ajusta a la voluntad del
Espíritu que puede darle tal o cual apariencia según lo desee,
mientras que la envoltura sólida le ofrece una resistencia
insuperable; al desembarazarse de esta traba que lo comprimía, el
periespíritu se extiende o se contrae, se transforma, en una palabra,
se presta a todas las metamorfosis, según la voluntad que obre sobre
él.
La observación prueba –e insistimos en la palabra observación,
porque toda nuestra teoría es la consecuencia de hechos estudiados–
que la materia sutil que constituye la segunda envoltura del Espíritu,
solamente se desprende poco a poco y no instantáneamente del
cuerpo. De esta manera, los lazos que unen el alma y el cuerpo no se
rompen súbitamente por la muerte; ahora bien, el estado de
turbación que hemos observado se mantiene durante todo el tiempo
en que se opera el desprendimiento; el Espíritu sólo recobra la entera
libertad de sus facultades y la conciencia neta de sí mismo cuando
este desprendimiento está completo.
La experiencia prueba, aún, que la duración de este
desprendimiento varía
según los individuos. En algunos se opera en tres o cuatro días,
mientras que en otros no se completa sino al cabo de varios meses.
De este modo, la destrucción del cuerpo, la descomposición pútrida
no son suficientes para operar la separación; es por eso que ciertos
Espíritus dicen: Siento que me roen los gusanos.
En algunas personas la separación comienza antes de la muerte;
son aquellas que, cuando encarnadas, se elevaron por el pensamiento
y la pureza de sus sentimientos por encima de las cosas materiales;
la muerte no encuentra más que débiles lazos entre el alma y el
cuerpo, y estos lazos se desatan casi instantáneamente. Cuanto más
el hombre hubo vivido materialmente, cuanto más dejó absorber sus
pensamientos en los goces y en las preocupaciones de la
personalidad, más tenaces son esos lazos; parece que la materia sutil
está identificada con la materia compacta y que hay entre ellas una
cohesión molecular; he aquí por qué sólo se separan lenta y
difícilmente.
En los primeros instantes que siguen a la muerte, cuando todavía
hay unión entre el cuerpo y el periespíritu, éste conserva mucho
mejor la impresión de la forma corporal, de la cual refleja –por así
decirlo– todos los matices e incluso todos los accidentes. He aquí
por qué un ajusticiado nos decía, pocos días después de su
ejecución: Si pudierais verme, me veríais con la cabeza separada del
tronco. Un hombre que había muerto asesinado nos decía: Ved la
herida que me han hecho en el corazón. Él creía que nosotros
podíamos verla.
Estas consideraciones nos conducirían a examinar la interesante
cuestión de la sensación de los Espíritus y de sus sufrimientos; lo
haremos en otro artículo, queriendo limitarnos aquí al estudio de
las manifestaciones físicas.
Por lo tanto, observemos al Espíritu revestido de su envoltura
semimaterial o periespíritu, teniendo la forma o apariencia que tenía
cuando estaba encarnado. Incluso algunos se sirven de esta
expresión para designarse; ellos dicen: Mi apariencia está en tal
lugar. Evidentemente están ahí los manes de los Antiguos. La
materia de esta envoltura es lo bastante sutil como para escapar a
nuestra vista en su estado normal; pero no es por esto absolutamente
invisible. Para comenzar, digamos que la vemos con los ojos del
alma, en las visiones que se producen durante los sueños; pero no es
de eso que nos vamos a ocupar. En esa materia etérea puede suceder
tal modificación, que el propio Espíritu puede hacerla pasar por una
especie de condensación que la vuelva perceptible a los ojos del
cuerpo; esto es lo que ha tenido lugar en las apariciones vaporosas.
La sutileza de esta materia le permite atravesar los cuerpos sólidos;
he aquí por qué estas apariciones no encuentran obstáculos, y por
qué se desvanecen frecuentemente a través de las paredes. La
condensación puede llegar al punto de producir la resistencia y la tangibilidad; es el caso de las manos que se ven y se tocan; pero esta
condensación (es la única palabra de que podemos servirnos para
expresar nuestro pensamiento, aunque la expresión no sea
perfectamente exacta), esta condensación –decíamos– o, mejor
dicho, esta solidificación de la materia etérea, al no estar en su
estado normal, es temporaria o accidental; he aquí por qué esas
apariciones tangibles, en un momento dado, nos escapan como una
sombra. Así, del mismo modo que vemos un cuerpo presentársenos
en estado sólido, líquido o gaseoso, según su grado de condensación,
del mismo modo la materia etérea del periespíritu puede
presentársenos en estado sólido, vaporoso visible o vaporoso
invisible. A continuación, veremos cómo se opera esta modificación.
Al ser tangible, la mano aparente ofrece una resistencia; ejerce una
presión y deja marcas; opera una tracción en los objetos que
agarramos; por lo tanto, hay en ella una fuerza. Ahora bien, estos
hechos, que no son hipótesis, pueden ponernos en camino de las
manifestaciones físicas.
Al principio notemos que esta mano obedece a una inteligencia,
puesto que obra espontáneamente, da signos inequívocos de
voluntad y obedece al pensamiento; por lo tanto, pertenece a un ser
completo que no nos muestra sino esa parte de sí mismo, y lo que lo
prueba es que produce impresiones con las partes invisibles, al dejar
marcas con los dientes sobre la piel y al hacer sentir dolor.
Entre las diferentes manifestaciones, una de las más interesantes
es indiscutiblemente la ejecución espontánea de instrumentos de
música. A este efecto, los pianos y los acordeones parecen ser los
instrumentos de predilección. Este fenómeno se explica de forma
muy natural por lo dicho anteriormente. La mano que tiene la fuerza
de agarrar un objeto puede muy bien tenerla para presionar las teclas
y hacer sonar el instrumento; además, se han visto varias veces los
dedos de la mano en acción, y cuando no se ve la mano se ven las
teclas moverse y el fuelle abrirse y cerrarse. Esas teclas sólo pueden
ser movidas por una mano invisible, la cual da prueba de
inteligencia al hacer escuchar, no sonidos incoherentes, sino arias
absolutamente rítmicas.
Puesto que esta mano puede clavarnos sus uñas en la carne,
pellizcarnos y arrancarnos lo que está entre nuestros dedos; puesto
que la vemos agarrar y llevar un objeto como lo haríamos nosotros
mismos, ella también puede dar golpes, levantar y volcar una mesa,
hacer sonar una campanilla, correr las cortinas e incluso dar una
bofetada oculta.
Sin duda ha de preguntarse cómo esa mano puede tener la misma
fuerza en el estado vaporoso invisible que en el estado tangible. ¿Y
por qué no?
¿Vemos el aire que derriba los edificios, el gas que lanza un
proyectil, la electricidad que transmite señales o el fluido del imán
que levanta las masas? ¿Por qué la materia etérea del periespíritu
sería menos poderosa? Pero no vamos a querer someterla a nuestras
experiencias de laboratorio y a nuestras fórmulas algebraicas; no
vamos, sobre todo, porque al tomar los gases como término de
comparación, no les asignaremos propiedades idénticas ni
calcularemos sus fuerzas como computamos las del vapor. Hasta el
presente, ella escapa a todos nuestros instrumentos; es una nueva
orden de ideas que no es de la incumbencia de las Ciencias exactas;
he aquí por qué dichas Ciencias no dan una aptitud especial para
apreciarlas.
Solamente damos esta teoría del movimiento de los cuerpos
sólidos bajo la influencia de los Espíritus para mostrar la cuestión en
todos sus aspectos y para probar que, sin salir mucho de las ideas
recibidas, se puede comprender la acción de los Espíritus sobre la
materia inerte; pero hay otra, de un alto alcance filosófico, dada por
los propios Espíritus, y que derrama sobre esta cuestión una luz
enteramente nueva; se ha de comprenderla mejor después de
habérsela leído; además, es útil conocer todos los sistemas, a fin de
poder comparar.
Por lo tanto, queda ahora por explicar cómo se opera esta
modificación de la sustancia etérea del periespíritu; por cuál proceso
el Espíritu opera y, como consecuencia, el papel de los médiums de
efectos físicos en la producción de esos fenómenos; lo que sucede
con ellos en esta circunstancia, la causa y la naturaleza de su
facultad, etc. Es lo que haremos en un próximo artículo.