¡Mamá, estoy aquí!
Hace algunos meses atrás la señora ... había visto desencarnar a su
única hija de catorce años, objeto de toda su ternura y muy digna de
sus lamentos por las cualidades que prometían hacer de ella una
mujer cabal. Esta joven había sucumbido a una larga y dolorosa
enfermedad. La madre, inconsolable ante esta pérdida, veía que su
salud se alteraba a cada día y repetía sin cesar que pronto ella iría a
reunirse con su hija. Informada de la posibilidad de comunicarse con
los seres del Más Allá, la señora ... resolvió buscar, en una
conversación con su hija, un alivio a su pena. Una dama de su
conocimiento era médium; pero al ser una y otra poco
experimentadas para semejantes evocaciones, sobre todo en una
circunstancia tan solemne, me pidieron para que yo asistiera a la
misma. Éramos tres: la madre, la médium y yo. He aquí el
resultado de esta primera sesión.
LA MADRE –En el nombre de Dios Todopoderoso, Espíritu Julie
..., mi hija querida, te ruego que vengas si Dios lo permite.
JULIE –¡Mamá, estoy aquí!
LA MADRE –¿Sos realmente vos, hija mía, que me responde?
¿Cómo puedo saber que sos vos?
JULIE –Lili.
(Era un sobrenombre familiar dado a la joven en su infancia; no
era conocido ni por la médium ni por mí, puesto que desde varios
años sólo se la llamaba por su nombre de Julie. Ante esta señal, la
identidad era evidente; la madre no pudo dominar su emoción y
estalló en sollozos.)
JULIE –¡Mamá! ¿Por qué te afligís? Soy feliz, muy feliz; no sufro
más y te veo siempre.
LA MADRE –Pero yo no te veo. ¿Dónde estás?
JULIE –Aquí, a tu lado, mi mano está sobre la señora ... (la
médium) para hacerla escribir lo que te digo. Mirá mi escritura. (En
efecto, la escritura era la de su hija.)
LA MADRE –Vos decís: mi mano; ¿Entonces tenés un cuerpo?
JULIE –No tengo más ese cuerpo que me hacía sufrir tanto; pero
tengo su apariencia. ¿No estás contenta de que yo no sufra más, ya
que puedo conversar con vos?
LA MADRE –Entonces, ¿si te viera, te reconocería?
JULIE –Sí, sin duda, y a menudo ya me viste en tus sueños.
LA MADRE –Realmente, te vi en mis sueños, pero creí que era un
efecto de mi imaginación, un recuerdo.
JULIE –No; era yo la que siempre estaba con vos, buscando
consolarte; fui yo que te inspiré la idea de evocarme. Tengo muchas
cosas para decirte. Desconfiá del señor ...; él no es sincero.
(Ese señor, conocido únicamente por la madre y nombrado tan
espontáneamente, era una nueva prueba de la identidad del Espíritu
que se manifestaba.)
LA MADRE –¿Qué puede, pues, hacer contra mí el señor ...?
JULIE –No puedo decírtelo; esto me está vedado. Solamente
puedo advertirte que desconfíes de él.
LA MADRE –¿Estás entre los ángeles?
JULIE –¡Oh, todavía no! No soy lo bastante perfecta.
LA MADRE –Sin embargo, no te conocí ningún defecto; eras buena, dulce, amorosa y benévola para con todo el mundo; ¿esto no es suficiente?
JULIE –Para vos, mamá querida, yo no tenía ningún defecto; ¡y me lo creía, porque frecuentemente me lo decías! Pero ahora veo lo
que me falta para ser perfecta.
LA MADRE –¿Cómo vas a adquirir las cualidades que te faltan?
JULIE –En nuevas existencias que serán cada vez más felices.
LA MADRE –¿Será en la Tierra que tendrás esas nuevas
existencias?
JULIE –No lo sé.
LA MADRE –Puesto que no habías hecho mal alguno durante tu vida, ¿por qué sufriste tanto?
JULIE –¡Pruebas! ¡Pruebas! Las he soportado con paciencia por mi confianza en Dios; soy muy feliz hoy. ¡Hasta pronto, mamá querida!
En presencia de semejantes hechos, ¿quién osaría hablar de la
nada después de la tumba, cuando la vida futura se nos revela –por
así decirlo– tan palpable? Esta madre, minada por la tristeza, siente
hoy una felicidad inefable al poder conversar con su hija; entre ellas
no existe más la separación; sus almas se entrelazan y se expanden
en el seno de una y de otra por el intercambio de sus pensamientos.
A pesar del velo con el cual hemos rodeado este relato, no nos
hubiéramos permitido publicarlo, si no estuviésemos formalmente
autorizados para ello. Nos decía esta madre: ¡Si todos los que han visto partir de la Tierra a
sus afectos, pudiesen sentir el mismo consuelo que yo!
Por nuestra parte, solamente agregaremos una palabra dirigida a
los que niegan la existencia de los buenos Espíritus: les
preguntaremos cómo podrían probar que esta joven, en Espíritu, era
un demonio maléfico.
Una conversión
Aunque desde otro punto de vista, la siguiente evocación no
ofrece un menor interés.
Un señor, al que designaremos con el nombre de Georges,
farmacéutico en una ciudad del Sur, hacía poco había visto
desencarnar a su padre, objeto de toda su ternura y de una profunda
veneración. El Sr. Georges padre unía a una sólida instrucción todas
las cualidades que hacen al hombre de bien, aunque profesaba
opiniones muy materialistas. Al respecto, su hijo compartía e incluso
sobrepasaba las ideas de su padre; dudaba de todo: de Dios, del
alma, de la vida futura. El Espiritismo no podía concordar con tales
pensamientos. Sin embargo, la lectura de El Libro de los Espíritus
le produjo una cierta reacción, corroborada por una conversación
directa que hemos tenido con él. «Si mi padre pudiese responderme
–decía–, yo no dudaría más.» Fue entonces que tuvo lugar la
evocación que vamos a narrar, y en la cual encontraremos más de
una enseñanza.
–En el nombre del Todopoderoso ruego a mi padre, en Espíritu,
que se manifieste. ¿Estáis cerca de mí? «Sí.» –¿Por qué no os
manifestáis a mí directamente, ya que nos hemos amado tanto?
«Más adelante.» –¿Podremos reencontrarnos un día? «Sí, pronto.» –
¿Nos amaremos como en esta vida? «Más.» –¿En qué estado os
halláis? «Soy feliz.» –¿Estáis reencarnado o errante? «Errante por
poco tiempo.»
–¿Qué sensación habéis tenido cuando dejasteis vuestra envoltura
corporal? «Turbación.» –¿Cuánto tiempo ha durado esa turbación?
«Poco para mí, mucho para ti.» –¿Podéis apreciar la duración de esa
turbación, según nuestra manera de contar? «Diez años para ti, diez
minutos para mí.» –Pero no ha transcurrido todo ese tiempo desde
que os he perdido, puesto que no han pasado más que cuatro meses.
«Si tú, que estás encarnado, estuvieses en mi lugar, hubieras sentido
ese tiempo.»
–¿Creéis ahora en un Dios justo y bueno? «Sí.» –¿Y creíais en Él
en vuestra vida en la Tierra? «Lo presentía, pero no creía en Él.» –
¿Dios es Todopoderoso? «No me he elevado hasta Él para medir su
poder; sólo Él conoce los límites de su poder, porque sólo Él es su igual.» –¿Se ocupa Él con los hombres? «Sí.» –
¿Seremos punidos o recompensados según nuestros actos? «Si haces
el mal, sufrirás por ello.» –¿Seré recompensado si hago el bien?
«Avanzarás en tu senda.» –¿Estoy en la buena senda? «Haz el bien
y lo estarás.» –Creo ser bueno, pero yo sería mejor si como
recompensa pudiese un día encontraros. «¡Que este pensamiento te
sostenga y te dé coraje!» –¿Mi hijo será tan bueno como su abuelo?
«Desarrolla sus virtudes, sofoca sus vicios.»
–Esto me parece tan maravilloso que no puedo creer que nos
comuniquemos así en este momento. «¿De dónde viene tu duda?» –
De que por compartir vuestras opiniones filosóficas, me incliné a
atribuir todo a la materia. «¿Ves a la noche lo que ves de día?» –
¡Oh, padre mío! ¿Estoy, entonces, en la noche? «Sí.» –¿Qué veis de
más maravilloso? «Explícate mejor.» –¿Habéis encontrado a mi
madre, a mi hermana, y a Ana, la querida Ana? «Las he vuelto a
ver.» –¿Las veis cuando queréis? «Sí.»
–¿Os es penoso o agradable que me comunique con vos? «Es una
felicidad para mí si puedo llevarte hacia el bien.» –Al regresar a
casa, ¿cómo podría hacer para comunicarme con vos, lo que me
vuelve tan feliz? Eso serviría para conducirme y ayudarme mejor a
educar a mis hijos. «Cada vez que un movimiento te lleve hacia el
bien, síguelo; seré yo quien te ha de inspirar.»
–Me callo por temor a importunaros. «Habla más, si quieres.» –Ya
que me lo permitís, os haré todavía algunas preguntas. ¿De qué
afección habéis muerto? «Mi prueba había llegado a su término.» –
¿Dónde habíais contraído el absceso pulmonar que se hubo
producido? «Poco importa; el cuerpo no es nada, el Espíritu lo es
todo.» –¿De qué naturaleza es la enfermedad que me despierta tan a
menudo de noche? «Lo sabrás más adelante.» –Creo que mi
afección es grave y quisiera vivir aún para mis hijos. «No es nada; el
corazón del hombre es una máquina de vida; deja actuar a la
Naturaleza.»
–Ya que estáis aquí presente, ¿con qué forma lo estáis? «Con la
apariencia de mi forma corporal.» –¿Estáis en un lugar determinado?
«Sí, detrás de Ermance» (la médium). 18 –¿Podríais aparecernos
visiblemente? «¿Para qué? Tendríais miedo.»
–¿Nos veis a todos aquí reunidos? «Sí.» –¿Tenéis una opinión
sobre cada uno de los aquí presentes? «Sí.» –¿Quisierais decir algo a
cada uno de nosotros? «¿En qué sentido me haces esta pregunta?» –
Desde el punto de vista moral. «En otra ocasión; por hoy ha sido
suficiente.»
El efecto que esta comunicación produjo en el Sr. Georges fue
inmenso, y una luz totalmente nueva parecía ya aclarar sus ideas; en
una sesión que tuvo lugar al día siguiente en la casa de la señora
Roger, sonámbula, acabó de disipar las pocas dudas que pudieron
haber quedado. He aquí un extracto de la carta que nos ha escrito al respecto. «Esta dama ha entrado espontáneamente
conmigo en detalles muy precisos en lo que atañe a mi padre, a mi
madre, a mis hijos y a mi salud; ha descrito con tal exactitud todas
las circunstancias de mi vida, incluso recordando hechos que habían
escapado hacía mucho tiempo de mi memoria; en una palabra, ella
me ha dado pruebas tan patentes de esta maravillosa facultad de la
que están dotados los sonámbulos lúcidos, que la reacción de las
ideas en mí ha sido completa desde ese momento. En la evocación,
mi padre me había revelado su presencia; en la sesión sonambúlica,
yo era –por así decirlo– el testigo ocular de la vida extracorpórea, de
la vida del alma. Para describir con tanta minuciosidad y exactitud, y
a doscientas leguas de distancia, lo que sólo era conocido por mí, era
algo digno de ser visto; ahora bien, ya que no podía hacerlo con los
ojos del cuerpo, había por lo tanto un lazo misterioso e invisible que
unía a la sonámbula con las personas y las cosas ausentes, a las que
nunca había visto; por consecuencia, había algo fuera de la materia.
¿Qué podía ser ese algo, si no es lo que se llama alma, el ser
inteligente del cual el cuerpo es sólo la envoltura, pero cuya acción
se extiende mucho más allá de nuestra esfera de actividad?»
Hoy el Sr. Georges no sólo ha dejado de ser materialista, sino que
es uno de los adeptos más fervientes y activos del Espiritismo, por lo
que es doblemente feliz, por la confianza que ahora le inspira el
porvenir y por el placer motivado que encuentra en hacer el bien.
Esta evocación, muy simple al principio, no es menos notable en
más de un aspecto. El carácter del Sr. Georges padre se refleja en
sus respuestas breves y sentenciosas que le eran habituales; hablaba
poco y jamás decía una palabra inútil; pero el que habla, ya no es
más el escéptico: reconoce su error; su Espíritu es más libre, más
clarividente, y describe la unidad y el poder de Dios con estas
admirables palabras: Sólo Él es su igual; antes, cuando estaba
encarnado, él atribuía todo a la materia; ahora dice: El cuerpo no es
nada, el Espíritu lo es todo; y esta otra frase sublime: ¿Ves a la
noche lo que ves de día? Para el observador atento, todo tiene un
alcance, y es así que encuentra a cada paso la confirmación de las
grandes verdades enseñadas por los Espíritus.