Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Antes de entrar en los pormenores de las revelaciones que los Espíritus nos han hecho sobre el estado de los diferentes mundos, veamos a qué consecuencia lógica podremos llegar por nosotros mismos y únicamente mediante el razonamiento. Quiérase ahora remitirse a la Escala espírita que hemos dado en el número anterior; a las personas que deseen seriamente profundizarse en esta nueva ciencia, les pedimos que estudien con cuidado ese cuadro, compenetrándose bien del mismo; allí encontrarán la clave de más de un misterio.

El mundo de los Espíritus está compuesto por almas de todos los humanos de esta Tierra y de otras esferas, despojadas de los lazos corporales; de la misma manera, todos los humanos están animados por los Espíritus encarnados en ellos. Por lo tanto, hay solidaridad entre estos dos mundos: los hombres tendrán las cualidades y las imperfecciones de los Espíritus a los cuales están unidos; los Espíritus serán más o menos buenos o malos según los progresos que hayan hecho durante su existencia corporal. Estas pocas palabras resumen toda la Doctrina. Como los actos de los hombres son el producto de su libre albedrío, llevan el sello de la perfección o de la imperfección del Espíritu que los practique. Por lo tanto, nos será muy fácil hacernos una idea del estado moral de cualquier mundo, según la naturaleza de los Espíritus que lo habiten; de cierto modo, podríamos describir su legislación, trazar el cuadro de sus usos, costumbres y de sus relaciones sociales.

Supongamos, pues, un globo exclusivamente habitado por Espíritus de la novena clase: por Espíritus impuros, y transportémonos hacia allá a través del pensamiento. Allí veremos todas las pasiones desencadenadas y sin freno; el estado moral en el último grado de embrutecimiento; la vida animal en toda su brutalidad; ausencia de lazos sociales, porque cada uno vive y obra solamente para sí mismo y para satisfacer sus apetitos groseros; allí reina el egoísmo como soberano absoluto, llevando en su séquito el odio, la envidia, los celos, la codicia y el crimen.

Pasemos ahora a otra esfera, donde se encuentran Espíritus de todas las clases del tercer orden: Espíritus impuros, Espíritus ligeros, Espíritus pseudosabios, Espíritus neutros. Sabemos que en todas las clases de este orden el mal predomina; pero sin tener el pensamiento del bien, el del mal decrece a medida que se aleja del último rango. El egoísmo es siempre el móvil principal de las acciones, pero las costumbres son más suaves, la inteligencia más desarrollada; el mal se encuentra un poco enmascarado, adornado y maquillado. Estas mismas cualidades negativas engendran otro defecto: el orgullo; porque las clases más elevadas son bastante esclarecidas como para tener conciencia de su superioridad, pero no lo suficiente como para comprender lo que les falta; de ahí su tendencia a la esclavitud de las clases inferiores o de las razas más débiles que tienen bajo su yugo. Al no tener el sentimiento del bien, sólo poseen el instinto del yo y ponen su inteligencia al servicio de la satisfacción de sus pasiones. En una sociedad de ese tipo, si domina el elemento impuro aplastará al otro; en el caso contrario, los menos malos buscarán destruir a sus adversarios; en todos los casos, habrá lucha, lucha sangrienta, lucha de exterminio, porque son dos elementos que tienen intereses opuestos. Para proteger los bienes y las personas, han de necesitarse leyes; pero estas leyes serán dictadas por el interés personal y no por la justicia; es el fuerte que las hará en detrimento del débil.

Ahora supongamos un mundo donde, entre los elementos malos que acabamos de ver, se encuentren algunos del segundo orden; entonces, en medio de la perversidad veremos aparecer algunas virtudes. Si los buenos están en minoría, serán víctimas de los malos; pero a medida que aumente su preponderancia, la legislación será más humana, más equitativa y la caridad cristiana no será para todos una letra muerta. De esta misma situación ha de nacer otro vicio. A pesar de la guerra que los malos declaren sin cesar a los buenos, aquellos no pueden dejar de estimarlos en su fuero interno; al ver el ascendiente de la virtud sobre el vicio, y al no tener la fuerza ni la voluntad de practicarla, tratarán de parodiarla, de ponerse la máscara, surgiendo de ahí los hipócritas, tan numerosos en toda sociedad donde la civilización es imperfecta.

Continuemos nuestro recorrido a través de los mundos, y detengámonos en éste, que nos dará un poco de reposo del triste espectáculo que acabamos de ver. Solamente está habitado por Espíritus del segundo orden. ¡Qué diferencia! El grado de depuración al que han llegado excluye entre ellos todo pensamiento del mal, y sólo esto nos da la idea del estado moral de este lugar dichoso. Ahí la legislación es muy simple, porque los hombres no tienen que defenderse unos de otros; nadie quiere el mal para su prójimo; nadie se apodera de lo que no le pertenece; nadie busca vivir en detrimento de su vecino. Todo refleja benevolencia y amor; como los hombres no buscan de forma alguna perjudicarse, no existe el odio; el egoísmo es desconocido, y la hipocresía no tendría objeto. Sin embargo, allí no reina la igualdad absoluta, porque la igualdad absoluta supone una perfecta identidad entre el desarrollo intelectual y el moral; ahora bien, a través de la escala espírita vemos que el segundo orden comprende varios grados de desarrollo; por lo tanto, habrá en ese mundo desigualdades, porque unos serán más avanzados que otros; pero como entre ellos sólo existe el pensamiento del bien, los más elevados no concebirán el orgullo, ni los otros los celos. El inferior comprende el ascendente del superior y a él se somete, porque este ascendente es puramente moral y nadie lo utiliza para oprimir.

Las consecuencias que extraemos de este cuadro, aunque presentadas de una manera hipotética, no dejan de ser perfectamente racionales, y cada uno puede deducir el estado social de cualquier mundo según la proporción de los elementos morales del que se supone compuesto. Abstracción hecha de la revelación de los Espíritus, hemos visto que todas las probabilidades son para la pluralidad de los mundos; ahora bien, no es menos racional pensar que no todos están en el mismo grado de perfección y que, por eso mismo, nuestras suposiciones pueden muy bien ser realidades. Nosotros no conocemos sino uno de manera efectiva: el nuestro. ¿Qué rango ocupa el mismo en esta jerarquía? ¡Ay! Basta considerar lo que aquí pasa para ver que está lejos de merecer el primer rango, y estamos convencidos de que al leer estas líneas ya se le ha marcado su lugar. Cuando los Espíritus nos dicen que nuestro mundo se encuentra, si bien no en la última categoría, por lo menos entre las últimas, el simple buen sentido nos dice que desgraciadamente ellos no se equivocan; tenemos mucho que hacer para elevarlo al rango del que hemos descrito en último lugar, y teníamos mucha necesidad de que el Cristo viniera a mostrarnos el camino.

En cuanto a la aplicación que podemos hacer de nuestro razonamiento con referencia a los diferentes globos de nuestro torbellino planetario, tenemos la enseñanza de los Espíritus; ahora bien, para el que sólo admite pruebas palpables, seguramente que su aserción, en este aspecto, no tiene la certeza de la experimentación directa. Sin embargo, ¿no aceptamos con confianza todos los días las descripciones que los viajeros nos hacen de regiones que nosotros nunca hemos visto? Si sólo debiésemos creer en lo que vemos, no creeríamos gran cosa. Lo que aquí da un cierto peso a lo que dicen los Espíritus, es la correlación que existe entre ellos, por lo menos en cuanto a los puntos principales. Para nosotros, que hemos sido cien veces testigos de esas comunicaciones, que hemos podido apreciarlas en sus mínimos detalles, que hemos escrutado al fuerte y al débil, y observado las similitudes y las contradicciones, encontramos allí todos los caracteres de la probabilidad; sin embargo, solamente las damos con la reserva de verificación ulterior y a título de información, para las cuales cada uno será libre de dar la importancia que juzgue conveniente.

Según los Espíritus, el planeta Marte estaría aún menos adelantado que la Tierra; los Espíritus allí encarnados parecerían pertenecer casi exclusivamente a la novena clase, a la de los Espíritus impuros, de modo que el primer cuadro que hemos dado más arriba sería la imagen de este mundo. Varios otros pequeños globos están, con diferencia de algunos matices, en la misma categoría. Luego vendría la Tierra; la mayoría de sus habitantes pertenece indiscutiblemente a todas las clases del tercer orden, y una parte muy reducida a las últimas clases del segundo orden. Los Espíritus superiores –de la segunda y de la tercera clase– cumplen algunas veces aquí una misión de civilización y progreso, en donde son excepciones. Mercurio y Saturno vienen después de la Tierra. La superioridad numérica de los Espíritus buenos les da la preponderancia sobre los Espíritus inferiores, de donde resulta un orden social más perfecto, con relaciones menos egoístas y, por consecuencia, con una condición de existencia más feliz. La Luna y Venus son más o menos del mismo grado y, en todos los aspectos, más adelantados que Mercurio y Saturno. Juno y Urano serían aún superiores a estos últimos. Ha de suponerse que los elementos morales de estos dos planetas están formados por las primeras clases del tercer orden y en gran mayoría por Espíritus del segundo orden. Los hombres son allí infinitamente más felices que en la Tierra, en razón de que no tienen que sostener las mismas luchas, ni soportar las mismas tribulaciones, y no están expuestos a las mismas vicisitudes físicas y morales.

De todos los planetas, el más adelantado en todos los aspectos es Júpiter. Allí, es el reino exclusivo del bien y de la justicia, porque sólo existen Espíritus buenos. Puede hacerse una idea del estado feliz de sus habitantes por el cuadro que hemos dado de un mundo enteramente habitado por Espíritus del segundo orden.

La superioridad de Júpiter no está solamente en el estado moral de sus habitantes; está también en su constitución física. He aquí la descripción que nos ha sido dada de ese mundo privilegiado, donde encontramos a la mayoría de los hombres de bien que han honrado nuestra Tierra por sus virtudes y talentos.

La conformación del cuerpo es aproximadamente la misma que en la Tierra, pero menos material, menos denso y de un peso específico más bajo. Mientras que aquí nos arrastramos penosamente, el habitante de Júpiter se transporta de un lugar a otro deslizándose por la superficie del suelo, casi sin fatiga, como el pájaro en el aire o el pez en el agua. Como la materia que forma su cuerpo es más depurada, se disipa después de la muerte sin ser sometida a la descomposición pútrida. Allí no se conoce la mayoría de las enfermedades que nos afligen, sobre todo las que tienen su origen en los excesos de todos los géneros y en la devastación de las pasiones. La alimentación está en relación con ese organismo etéreo; no sería lo suficientemente substancial para nuestros estómagos groseros, y la nuestra sería demasiado pesada para ellos; se compone de frutas y de plantas, y además extraen de algún modo la mayor parte en el medio ambiente del cual aspiran las emanaciones nutritivas. La duración de su existencia es proporcionalmente mucho mayor que en la Tierra; el promedio equivale a alrededor de cinco de nuestros siglos. El desarrollo es también allí mucho más rápido, y la infancia dura apenas algunos de nuestros meses.

Bajo esta leve envoltura los Espíritus se desprenden fácilmente y entran en comunicación recíproca a través del pensamiento, sin excluir, no obstante, el lenguaje articulado; también la segunda vista es para la mayoría una facultad permanente; su estado normal puede ser comparado al de nuestros sonámbulos lúcidos; es por eso que se manifiestan a nosotros más fácilmente que aquellos que están encarnados en mundos más groseros y más materiales. La intuición que tienen de su futuro y la seguridad que les da una conciencia exenta de remordimientos hacen que la muerte no les cause ninguna aprehensión; la ven llegar sin temor y como una simple transformación.

Los animales no están excluidos de este estado progresivo, sin por ello aproximarse al del hombre, incluso bajo el aspecto físico; su cuerpo, más material, se mantiene en el suelo, como nosotros en la Tierra. Su inteligencia es más desarrollada que la de los nuestros; la estructura de sus miembros se ajusta a todas las exigencias del trabajo; son los encargados de la ejecución de las labores manuales; son los servidores y los peones: las ocupaciones de los hombres son puramente intelectuales. El hombre es para ellos una divinidad, pero una divinidad tutelar que no abusa de su poder para oprimirlos.

Los Espíritus que habitan en Júpiter, generalmente se complacen bastante cuando consienten en comunicarse con nosotros sobre la descripción de su planeta, y cuando les preguntamos la razón, ellos responden que es para inspirarnos el amor al bien en la esperanza de ir allá un día. Es con ese objetivo que uno de ellos, que ha venido a la Tierra con el nombre de Bernard Palissy –el célebre alfarero del siglo XVI–, ha emprendido espontáneamente, y sin haber sido solicitado a ello, una serie de dibujos tan notables por su singularidad como por el talento de ejecución, y destinado a hacernos conocer, hasta en los más mínimos detalles, ese mundo tan extraño y tan nuevo para nosotros. Algunos retratan personajes, animales, escenas de la vida privada; pero los más notables son aquellos que representan viviendas, verdaderas obras maestras de las que no existe en la Tierra algo que podría darnos una idea, porque no se parecen a nada de lo que conocemos; es un género de arquitectura indescriptible, tan original y armonioso, de una ornamentación tan rica y graciosa, que desafía a la más fecunda imaginación. El Sr. Victorien Sardou, joven literato de nuestra amistad, lleno de talento y de futuro, pero de ninguna manera dibujante, le ha servido de intermediario. Palissy nos ha prometido la continuación que, de algún modo, nos dará la monografía ilustrada de ese mundo maravilloso. Esperemos que esa curiosa e interesante compilación, sobre la cual volveremos en un artículo especial dedicado a los médiums dibujantes, pueda un día ser entregada al público.

A pesar del cuadro atrayente que nos ha sido dado, el planeta Júpiter no es el más perfecto entre los mundos. Existen otros – desconocidos para nosotros– que son muy superiores en lo físico y en lo moral, y cuyos habitantes gozan de una felicidad aún más perfecta; allá es la morada de los Espíritus más elevados, cuya envoltura etérea no tiene nada de las propiedades conocidas de la materia.

Se nos ha preguntado varias veces si pensamos que la condición del hombre en este mundo es un obstáculo absoluto para que él pueda pasar de la Tierra a Júpiter sin intermediación. A todas las cuestiones que se relacionen con la Doctrina Espírita, nunca responderemos según nuestras propias ideas, ante las cuales estamos siempre precavidos. Nos limitamos a transmitir la enseñanza que nos ha sido dada, enseñanza que de ninguna manera aceptamos a la ligera o con un entusiasmo irreflexivo. A la cuestión anterior responderemos claramente, porque ése es el sentido formal de nuestras instrucciones y el resultado de nuestras propias observaciones: SÍ, al dejar la Tierra el hombre puede ir inmediatamente a Júpiter, o a un mundo análogo, porque no es el único de esta categoría. ¿Puede tener la certeza de esto? NO. Él puede ir allí, porque existen en la Tierra –aunque en pequeño número– Espíritus lo suficientemente buenos y desmaterializados como para no ser desplazados a un mundo donde el mal no tiene ningún acceso. No tiene la certeza, porque puede hacerse ilusiones sobre su mérito personal y porque puede, además, tener otra misión que cumplir. Los que pueden esperar este favor no son seguramente los egoístas, ni los ambiciosos, avaros, ingratos, celosos, orgullosos, vanidosos, hipócritas, ni los sensualistas, ni ninguno de los que están dominados por el amor a los bienes terrestres; a ésos aún serán necesarias, quizás, largas y duras pruebas. Esto depende de su voluntad.