Antes de entrar en los pormenores de las revelaciones que los
Espíritus nos han hecho sobre el estado de los diferentes mundos,
veamos a qué consecuencia lógica podremos llegar por nosotros
mismos y únicamente mediante el razonamiento. Quiérase ahora
remitirse a la Escala espírita que hemos dado en el número anterior;
a las personas que deseen seriamente profundizarse en esta nueva
ciencia, les pedimos que estudien con cuidado ese cuadro,
compenetrándose bien del mismo; allí encontrarán la clave de más
de un misterio.
El mundo de los Espíritus está compuesto por almas de todos los
humanos de esta Tierra y de otras esferas, despojadas de los lazos
corporales; de la misma manera, todos los humanos están animados
por los Espíritus encarnados en ellos. Por lo tanto, hay solidaridad entre estos dos mundos: los hombres tendrán las
cualidades y las imperfecciones de los Espíritus a los cuales están
unidos; los Espíritus serán más o menos buenos o malos según los
progresos que hayan hecho durante su existencia corporal. Estas
pocas palabras resumen toda la Doctrina. Como los actos de los
hombres son el producto de su libre albedrío, llevan el sello de la
perfección o de la imperfección del Espíritu que los practique. Por lo
tanto, nos será muy fácil hacernos una idea del estado moral de
cualquier mundo, según la naturaleza de los Espíritus que lo habiten;
de cierto modo, podríamos describir su legislación, trazar el cuadro
de sus usos, costumbres y de sus relaciones sociales.
Supongamos, pues, un globo exclusivamente habitado por
Espíritus de la novena clase: por Espíritus impuros, y
transportémonos hacia allá a través del pensamiento. Allí veremos
todas las pasiones desencadenadas y sin freno; el estado moral en el
último grado de embrutecimiento; la vida animal en toda su
brutalidad; ausencia de lazos sociales, porque cada uno vive y obra
solamente para sí mismo y para satisfacer sus apetitos groseros; allí
reina el egoísmo como soberano absoluto, llevando en su séquito el
odio, la envidia, los celos, la codicia y el crimen.
Pasemos ahora a otra esfera, donde se encuentran Espíritus de
todas las clases del tercer orden: Espíritus impuros, Espíritus ligeros,
Espíritus pseudosabios, Espíritus neutros. Sabemos que en todas las
clases de este orden el mal predomina; pero sin tener el pensamiento
del bien, el del mal decrece a medida que se aleja del último rango.
El egoísmo es siempre el móvil principal de las acciones, pero las
costumbres son más suaves, la inteligencia más desarrollada; el mal
se encuentra un poco enmascarado, adornado y maquillado. Estas
mismas cualidades negativas engendran otro defecto: el orgullo;
porque las clases más elevadas son bastante esclarecidas como para
tener conciencia de su superioridad, pero no lo suficiente como para
comprender lo que les falta; de ahí su tendencia a la esclavitud de las
clases inferiores o de las razas más débiles que tienen bajo su yugo.
Al no tener el sentimiento del bien, sólo poseen el instinto del yo y
ponen su inteligencia al servicio de la satisfacción de sus pasiones.
En una sociedad de ese tipo, si domina el elemento impuro aplastará
al otro; en el caso contrario, los menos malos buscarán destruir a sus
adversarios; en todos los casos, habrá lucha, lucha sangrienta, lucha
de exterminio, porque son dos elementos que tienen intereses
opuestos. Para proteger los bienes y las personas, han de necesitarse
leyes; pero estas leyes serán dictadas por el interés personal y no por
la justicia; es el fuerte que las hará en detrimento del débil.
Ahora supongamos un mundo donde, entre los elementos malos
que acabamos de ver, se encuentren algunos del segundo orden;
entonces, en medio de la perversidad veremos aparecer algunas
virtudes. Si los buenos están en minoría, serán víctimas de los
malos; pero a medida que aumente su preponderancia, la legislación será más
humana, más equitativa y la caridad cristiana no será para todos una
letra muerta. De esta misma situación ha de nacer otro vicio. A pesar
de la guerra que los malos declaren sin cesar a los buenos, aquellos
no pueden dejar de estimarlos en su fuero interno; al ver el
ascendiente de la virtud sobre el vicio, y al no tener la fuerza ni la
voluntad de practicarla, tratarán de parodiarla, de ponerse la
máscara, surgiendo de ahí los hipócritas, tan numerosos en toda
sociedad donde la civilización es imperfecta.
Continuemos nuestro recorrido a través de los mundos, y
detengámonos en éste, que nos dará un poco de reposo del triste
espectáculo que acabamos de ver. Solamente está habitado por
Espíritus del segundo orden. ¡Qué diferencia! El grado de
depuración al que han llegado excluye entre ellos todo pensamiento
del mal, y sólo esto nos da la idea del estado moral de este lugar
dichoso. Ahí la legislación es muy simple, porque los hombres no
tienen que defenderse unos de otros; nadie quiere el mal para su
prójimo; nadie se apodera de lo que no le pertenece; nadie busca
vivir en detrimento de su vecino. Todo refleja benevolencia y amor;
como los hombres no buscan de forma alguna perjudicarse, no existe
el odio; el egoísmo es desconocido, y la hipocresía no tendría objeto.
Sin embargo, allí no reina la igualdad absoluta, porque la igualdad
absoluta supone una perfecta identidad entre el desarrollo intelectual
y el moral; ahora bien, a través de la escala espírita vemos que el
segundo orden comprende varios grados de desarrollo; por lo tanto,
habrá en ese mundo desigualdades, porque unos serán más
avanzados que otros; pero como entre ellos sólo existe el
pensamiento del bien, los más elevados no concebirán el orgullo, ni
los otros los celos. El inferior comprende el ascendente del superior
y a él se somete, porque este ascendente es puramente moral y nadie
lo utiliza para oprimir.
Las consecuencias que extraemos de este cuadro, aunque
presentadas de una manera hipotética, no dejan de ser perfectamente
racionales, y cada uno puede deducir el estado social de cualquier
mundo según la proporción de los elementos morales del que se
supone compuesto. Abstracción hecha de la revelación de los
Espíritus, hemos visto que todas las probabilidades son para la
pluralidad de los mundos; ahora bien, no es menos racional pensar
que no todos están en el mismo grado de perfección y que, por eso
mismo, nuestras suposiciones pueden muy bien ser realidades.
Nosotros no conocemos sino uno de manera efectiva: el nuestro.
¿Qué rango ocupa el mismo en esta jerarquía? ¡Ay! Basta considerar
lo que aquí pasa para ver que está lejos de merecer el primer rango,
y estamos convencidos de que al leer estas líneas ya se le ha
marcado su lugar. Cuando los Espíritus nos dicen que nuestro
mundo se encuentra, si bien no en la última categoría, por lo menos
entre las últimas, el simple buen sentido nos dice que
desgraciadamente ellos no se equivocan; tenemos mucho que hacer
para elevarlo al rango del que hemos descrito en último lugar, y teníamos mucha necesidad
de que el Cristo viniera a mostrarnos el camino.
En cuanto a la aplicación que podemos hacer de nuestro
razonamiento con referencia a los diferentes globos de nuestro
torbellino planetario, tenemos la enseñanza de los Espíritus; ahora
bien, para el que sólo admite pruebas palpables, seguramente que su
aserción, en este aspecto, no tiene la certeza de la experimentación
directa. Sin embargo, ¿no aceptamos con confianza todos los días las
descripciones que los viajeros nos hacen de regiones que nosotros
nunca hemos visto? Si sólo debiésemos creer en lo que vemos, no
creeríamos gran cosa. Lo que aquí da un cierto peso a lo que dicen
los Espíritus, es la correlación que existe entre ellos, por lo menos en
cuanto a los puntos principales. Para nosotros, que hemos sido cien
veces testigos de esas comunicaciones, que hemos podido
apreciarlas en sus mínimos detalles, que hemos escrutado al fuerte y
al débil, y observado las similitudes y las contradicciones,
encontramos allí todos los caracteres de la probabilidad; sin
embargo, solamente las damos con la reserva de verificación ulterior
y a título de información, para las cuales cada uno será libre de dar
la importancia que juzgue conveniente.
Según los Espíritus, el planeta Marte estaría aún menos
adelantado que la Tierra; los Espíritus allí encarnados parecerían
pertenecer casi exclusivamente a la novena clase, a la de los
Espíritus impuros, de modo que el primer cuadro que hemos dado
más arriba sería la imagen de este mundo. Varios otros pequeños
globos están, con diferencia de algunos matices, en la misma
categoría. Luego vendría la Tierra; la mayoría de sus habitantes
pertenece indiscutiblemente a todas las clases del tercer orden, y una
parte muy reducida a las últimas clases del segundo orden. Los
Espíritus superiores –de la segunda y de la tercera clase– cumplen
algunas veces aquí una misión de civilización y progreso, en donde
son excepciones. Mercurio y Saturno vienen después de la Tierra.
La superioridad numérica de los Espíritus buenos les da la
preponderancia sobre los Espíritus inferiores, de donde resulta un
orden social más perfecto, con relaciones menos egoístas y, por
consecuencia, con una condición de existencia más feliz. La Luna y
Venus son más o menos del mismo grado y, en todos los aspectos,
más adelantados que Mercurio y Saturno. Juno y Urano serían
aún superiores a estos últimos. Ha de suponerse que los elementos
morales de estos dos planetas están formados por las primeras clases
del tercer orden y en gran mayoría por Espíritus del segundo orden.
Los hombres son allí infinitamente más felices que en la Tierra, en
razón de que no tienen que sostener las mismas luchas, ni soportar
las mismas tribulaciones, y no están expuestos a las mismas
vicisitudes físicas y morales.
De todos los planetas, el más adelantado en todos los aspectos es
Júpiter. Allí, es el reino exclusivo del bien y de la justicia, porque
sólo existen Espíritus buenos. Puede hacerse una idea del estado
feliz de sus habitantes por el cuadro que hemos dado de un mundo enteramente
habitado por Espíritus del segundo orden.
La superioridad de Júpiter no está solamente en el estado moral de
sus habitantes; está también en su constitución física. He aquí la
descripción que nos ha sido dada de ese mundo privilegiado, donde
encontramos a la mayoría de los hombres de bien que han honrado
nuestra Tierra por sus virtudes y talentos.
La conformación del cuerpo es aproximadamente la misma que en
la Tierra, pero menos material, menos denso y de un peso
específico más bajo. Mientras que aquí nos arrastramos
penosamente, el habitante de Júpiter se transporta de un lugar a otro
deslizándose por la superficie del suelo, casi sin fatiga, como el
pájaro en el aire o el pez en el agua. Como la materia que forma su
cuerpo es más depurada, se disipa después de la muerte sin ser
sometida a la descomposición pútrida. Allí no se conoce la mayoría
de las enfermedades que nos afligen, sobre todo las que tienen su
origen en los excesos de todos los géneros y en la devastación de las
pasiones. La alimentación está en relación con ese organismo etéreo;
no sería lo suficientemente substancial para nuestros estómagos
groseros, y la nuestra sería demasiado pesada para ellos; se compone
de frutas y de plantas, y además extraen de algún modo la mayor
parte en el medio ambiente del cual aspiran las emanaciones
nutritivas. La duración de su existencia es proporcionalmente mucho
mayor que en la Tierra; el promedio equivale a alrededor de cinco de
nuestros siglos. El desarrollo es también allí mucho más rápido, y la
infancia dura apenas algunos de nuestros meses.
Bajo esta leve envoltura los Espíritus se desprenden fácilmente y
entran en comunicación recíproca a través del pensamiento, sin
excluir, no obstante, el lenguaje articulado; también la segunda vista
es para la mayoría una facultad permanente; su estado normal puede
ser comparado al de nuestros sonámbulos lúcidos; es por eso que se
manifiestan a nosotros más fácilmente que aquellos que están
encarnados en mundos más groseros y más materiales. La intuición
que tienen de su futuro y la seguridad que les da una conciencia
exenta de remordimientos hacen que la muerte no les cause ninguna
aprehensión; la ven llegar sin temor y como una simple
transformación.
Los animales no están excluidos de este estado progresivo, sin
por ello aproximarse al del hombre, incluso bajo el aspecto físico; su
cuerpo, más material, se mantiene en el suelo, como nosotros en la
Tierra. Su inteligencia es más desarrollada que la de los nuestros; la
estructura de sus miembros se ajusta a todas las exigencias del
trabajo; son los encargados de la ejecución de las labores manuales;
son los servidores y los peones: las ocupaciones de los hombres son
puramente intelectuales. El hombre es para ellos una divinidad, pero
una divinidad tutelar que no abusa de su poder para oprimirlos.
Los Espíritus que habitan en Júpiter, generalmente se complacen
bastante cuando consienten en comunicarse con nosotros sobre la
descripción de su planeta, y cuando les preguntamos la razón, ellos
responden que es para inspirarnos el amor al bien en la esperanza de
ir allá un día. Es con ese objetivo que uno de ellos, que ha venido a
la Tierra con el nombre de Bernard Palissy –el célebre alfarero del
siglo XVI–, ha emprendido espontáneamente, y sin haber sido
solicitado a ello, una serie de dibujos tan notables por su
singularidad como por el talento de ejecución, y destinado a
hacernos conocer, hasta en los más mínimos detalles, ese mundo tan
extraño y tan nuevo para nosotros. Algunos retratan personajes,
animales, escenas de la vida privada; pero los más notables son
aquellos que representan viviendas, verdaderas obras maestras de
las que no existe en la Tierra algo que podría darnos una idea,
porque no se parecen a nada de lo que conocemos; es un género de
arquitectura indescriptible, tan original y armonioso, de una
ornamentación tan rica y graciosa, que desafía a la más fecunda
imaginación. El Sr. Victorien Sardou, joven literato de nuestra
amistad, lleno de talento y de futuro, pero de ninguna manera
dibujante, le ha servido de intermediario. Palissy nos ha prometido
la continuación que, de algún modo, nos dará la monografía
ilustrada de ese mundo maravilloso. Esperemos que esa curiosa e
interesante compilación, sobre la cual volveremos en un artículo
especial dedicado a los médiums dibujantes, pueda un día ser
entregada al público.
A pesar del cuadro atrayente que nos ha sido dado, el planeta
Júpiter no es el más perfecto entre los mundos. Existen otros –
desconocidos para nosotros– que son muy superiores en lo físico y
en lo moral, y cuyos habitantes gozan de una felicidad aún más
perfecta; allá es la morada de los Espíritus más elevados, cuya
envoltura etérea no tiene nada de las propiedades conocidas de la
materia.
Se nos ha preguntado varias veces si pensamos que la condición
del hombre en este mundo es un obstáculo absoluto para que él
pueda pasar de la Tierra a Júpiter sin intermediación. A todas las
cuestiones que se relacionen con la Doctrina Espírita, nunca
responderemos según nuestras propias ideas, ante las cuales estamos
siempre precavidos. Nos limitamos a transmitir la enseñanza que nos
ha sido dada, enseñanza que de ninguna manera aceptamos a la
ligera o con un entusiasmo irreflexivo. A la cuestión anterior
responderemos claramente, porque ése es el sentido formal de
nuestras instrucciones y el resultado de nuestras propias
observaciones: SÍ, al dejar la Tierra el hombre puede ir
inmediatamente a Júpiter, o a un mundo análogo, porque no es el
único de esta categoría. ¿Puede tener la certeza de esto? NO. Él
puede ir allí, porque existen en la Tierra –aunque en pequeño
número– Espíritus lo suficientemente buenos y desmaterializados
como para no ser desplazados a un mundo donde el mal no tiene
ningún acceso. No tiene la certeza, porque puede hacerse ilusiones
sobre su mérito personal y porque puede, además, tener otra misión que cumplir. Los que pueden esperar este favor no son
seguramente los egoístas, ni los ambiciosos, avaros, ingratos,
celosos, orgullosos, vanidosos, hipócritas, ni los sensualistas, ni
ninguno de los que están dominados por el amor a los bienes
terrestres; a ésos aún serán necesarias, quizás, largas y duras
pruebas. Esto depende de su voluntad.