(19 y 26 de enero de 1858)
I
Un soberbio poseía algunos acres de buena tierra; estaba
envanecido con las pesadas espigas que cubrían su campo, y sólo
tenía una mirada de desdén para con el campo estéril del humilde.
Éste se levantaba con el canto del gallo y pasaba todo el día curvado
sobre el suelo ingrato; recogía pacientemente las piedras y las
arrojaba al borde del camino; removía profundamente la tierra y
extirpaba penosamente las zarzas que la cubrían. Ahora bien, su
sudor fecundó el campo, que se convirtió en un puro trigal.
Entretanto, la cizaña crecía en el campo del soberbio y sofocaba al
trigo, mientras que el dueño se vanagloriaba de su fecundidad y
miraba con ojos de piedad los esfuerzos silenciosos del humilde.
En verdad os digo que el orgullo es semejante a la cizaña que
sofoca al buen grano. Aquel de vosotros que se crea más que su
hermano y que se vanaglorie de sí mismo es insensato; pero es sabio
el que trabaja en sí mismo como el humilde en su campo, sin
envanecerse de su obra.
II
Había un hombre rico y poderoso que tenía el favor del príncipe;
vivía en el palacio, y numerosos sirvientes se apresuraban en sus
pasos para satisfacer sus deseos.
Un día en que su jauría asechaba a un ciervo en las profundidades
de un bosque, percibió a un pobre leñador que caminaba
penosamente bajo el peso de un haz de leña; lo llamó y le dijo:
–¡Vil esclavo! ¿Por qué caminas sin inclinarte ante mí? Soy igual
a tu señor: mi voz decide en los consejos de paz o de guerra, y los
grandes del reino se curvan ante mí. Debes saber que soy sabio entre
los sabios, poderoso entre los poderosos, grande entre los grandes, y
mi rango es obra de mis manos.
–¡Señor! –respondió el pobre hombre–, tuve recelo que mi
humilde saludo fuese una ofensa para vos. Soy pobre y el único bien
que tengo son mis brazos, pero no deseo vuestras engañosas
grandezas. Duermo mi propio sueño, y no temo como vos que el
placer del señor me haga caer en mi oscuridad.
Ahora bien, el príncipe se cansó del orgullo del soberbio; los
grandes humillados se irguieron sobre él, y fue precipitado de lo alto
de su poder, como la hoja seca que el viento barre de la cima de una
montaña; pero el humilde continuó pacíficamente su rudo trabajo,
sin acongojarse por el día de mañana.
III
¡Soberbio, humíllate, porque la mano del Señor doblegará tu
orgullo hasta el polvo!
¡Escucha! Has nacido donde el destino te ha colocado; has salido
débil y desnudo del seno de tu madre, como el último de los
hombres. Entonces, ¿por qué levantas tu frente más alto que la de tus
semejantes, tú, que has nacido como ellos para el dolor y para la
muerte?
¡Escucha! Tus riquezas y grandezas –vanidades de la nada–
escaparán de tus manos cuando llegue el gran día, como las aguas
impetuosas del torrente que el sol seca. No llevarás de tu riqueza
sino las tablas del ataúd, y los títulos grabados en tu lápida sepulcral
serán palabras sin sentido.
¡Escucha! El perro del sepulturero jugará con tus huesos, que
serán mezclados con los del mendigo, y tu polvo se confundirá con
el suyo, porque un día ambos seréis polvo. Entonces maldecirás los
dones que has recibido, viendo al mendigo revestirse de su gloria, y
llorarás tu orgullo.
Humíllate, soberbio, porque la mano del Señor doblegará tu
orgullo hasta el polvo.
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–San Luis, ¿por qué nos hablas por parábolas? –Resp. El Espíritu
humano ama el misterio; la lección se graba mejor en el corazón
cuando se la ha buscado.
–Parecería que hoy la instrucción nos debe ser dada de una
manera más directa, y sin que haya necesidad de alegoría. –Resp. La
encontraréis en el desarrollo. Deseo ser leído, y la moral tiene
necesidad de estar disfrazada bajo el atractivo del placer.