El movimiento impreso a los cuerpos inertes por medio de la
voluntad es hoy tan conocido que sería casi pueril relatar hechos
de este género; no es lo mismo cuando este movimiento es
acompañado de ciertos fenómenos menos comunes, tales como, por
ejemplo, el de la suspensión en el espacio. Aunque los anales del
Espiritismo citen numerosos ejemplos sobre el particular, este
fenómeno presenta una derogación tal de las leyes de la gravedad
que la duda parece tan natural para cualquiera que no haya sido
testigo de los mismos. Por más habituados que estamos a las cosas
extraordinarias, nosotros mismo –lo reconocemos– hemos quedado
muy contento en poder constatar su realidad. Los hechos que vamos
a relatar han sucedido varias veces ante nuestros ojos en las
reuniones que tuvieron lugar en otros tiempos en la casa del Sr.
B…, rue Lamartine, y sabemos que muchas veces se han
producido en otros lugares; por lo tanto, podemos certificarlos como
indiscutibles. He aquí cómo las cosas han ocurrido.
Ocho o diez personas, entre las cuales algunas se encontraban
dotadas de un poder especial, sin ser no obstante médiums
reconocidos, se colocaban alrededor de una mesa de salón pesada y
maciza, con las manos apoyadas sobre el borde de la misma y todas
unidas en la intención y en la voluntad. Al cabo de un tiempo más o
menos largo –diez minutos o un cuarto de hora, según las
disposiciones ambientales más o menos favorables–, la mesa se
ponía en movimiento a pesar de su peso de casi 100 kilos, se
deslizaba a la derecha o a la izquierda sobre el parqué y se trasladaba
a las distintas partes designadas del salón, levantándose después, ya
sea sobre una pata o sobre la otra, hasta formar un ángulo de 45
grados, balanceándose con rapidez e imitando el cabeceo y el vaivén
de un navío. Si en esta posición los asistentes redoblasen los
esfuerzos por medio de su voluntad, la mesa se levantaba
completamente del suelo, a 10 ó 20 centímetros de elevación y se
sostenía así en el espacio sin ningún punto de apoyo, durante
algunos segundos, cayendo después con todo su peso.
El movimiento de la mesa, su erguimiento sobre una pata y su
balanceo se producían casi a voluntad, a menudo varias veces en la
reunión y también frecuentemente sin ningún contacto de las manos;
sólo la voluntad era suficiente para que la mesa se dirigiera hacia el
lado indicado. El aislamiento completo era más difícil de obtenerse,
pero ha sido repetido bastante a menudo como para que no pudiese
ser considerado un hecho excepcional. Ahora bien, de ninguna
manera esto sucedía en la sola presencia de adeptos, a los que podría
creerse demasiado accesibles a la ilusión, sino delante de veinte o
treinta personas, entre las cuales se contaban algunas muy poco
simpáticas y que no dejaban de suponer alguna preparación secreta,
sin tener consideración para con los dueños de la casa, cuyo carácter
honorable debería alejar toda sospecha de superchería y para quienes
sería, además, un extraño placer pasar varias horas por semana
mistificando sin provecho a una asamblea.
Hemos relatado los hechos con toda su simplicidad, sin restricción
ni exageración. Por lo tanto, no diremos que hemos visto la mesa dar
vueltas en el aire como una pluma; pero tal como se presenta, este
hecho no demuestra menos la posibilidad del aislamiento de los
cuerpos pesados sin punto de apoyo, por medio de un poder hasta
ahora desconocido. Tampoco diremos que sea suficiente extender la
mano o hacer un signo cualquiera para que al instante la mesa se
mueva y se eleve como por encanto.
Al contrario, en verdad diremos que los primeros movimientos se
operaban siempre con una cierta lentitud y que no adquirían sino
gradualmente su máximo de intensidad. El erguimiento completo
sólo tuvo lugar después de varios movimientos preparatorios que
eran como ensayos y una especie de impulso. El poder actuante
parecía redoblar sus esfuerzos con el aliento de los asistentes, como
un hombre o un caballo que realizase una tarea pesada, y a los que
se incita con la voz y con el gesto. Una vez producido el efecto, todo
volvía a la calma y en algunos instantes no se obtenía nada, como si
este mismo poder hubiera tenido necesidad de reponer fuerzas.
A menudo tendremos ocasión de citar fenómenos de este género,
ya sea espontáneos o provocados, y efectuados en proporciones y en
circunstancias bien más extraordinarias; pero cuando hayamos sido
testigo de los mismos, los relataremos siempre de manera que evite
toda interpretación falsa o exagerada. Si en el hecho relatado más
arriba nos hubiésemos contentado con decir que habíamos visto una
mesa de 100 kilos levantarse al solo contacto de las manos,
seguramente mucha gente habría imaginado que se había levantado
hasta el techo y con extrema rapidez. Es así como las cosas más
simples se vuelven prodigios de acuerdo a las proporciones que le
presta la imaginación. ¡Qué decir cuando los hechos han atravesado
los siglos y pasado por boca de los poetas! Si se dijera que la
superstición es hija de la realidad, parecería que se quisiese caer en
una paradoja y, no obstante, nada es más verdadero; no hay
superstición que no repose en un fondo real; todo está en discernir
dónde termina una y dónde comienza la otra. El verdadero medio de
combatir las supersticiones no es rechazándolas de manera absoluta;
en el espíritu de ciertas personas hay ideas que no se desarraigan
fácilmente, porque siempre tienen hechos para citar en apoyo a su
opinión; por el contrario, hay que mostrar lo que existe de real;
entonces, sólo restará la exageración ridícula a la cual el buen
sentido hará justicia.