En la propagación del Espiritismo sucede un fenómeno digno de
señalar. Hace apenas algunos años que –resucitado de las creencias
antiguas– ha hecho su reaparición entre nosotros, no más como
antiguamente a la sombra de los misterios, sino en plena luz y a la
vista de todo el mundo. Para unos ha sido objeto de curiosidad
pasajera, un entretenimiento que se lo deja como a un juguete para
tomar otro; en muchos, no ha encontrado más que la indiferencia; en
la mayoría, la incredulidad, a pesar de la opinión de los filósofos
cuyos nombres se invocan a cada instante como autoridad. Esto no
tiene nada de sorprendente: el propio Jesús ¿convenció a todo el
pueblo judío con sus milagros? Su bondad y la sublimidad de su
doctrina, ¿le hicieron encontrar la gracia ante sus jueces? ¿No ha
sido tratado de embustero y de impostor? Y si no le han aplicado el
epíteto de charlatán fue porque, por entonces, no se conocía ese
término de nuestra civilización moderna. Sin embargo, hombres
serios han visto en los fenómenos que suceden en nuestros días otra
cosa más que un objeto de frivolidad; ellos han estudiado, han
profundizado con los ojos del observador concienzudo y han
encontrado la clave de una multitud de misterios hasta entonces
incomprendidos; esto ha sido para ellos un rayo de luz, y he aquí que
de esos hechos ha surgido toda una doctrina, toda una filosofía y,
podemos decir, toda una ciencia, al inicio divergente según el punto
de vista o la opinión personal del observador, pero poco a poco
tendiente a la unidad de principios. A pesar de la oposición
interesada de algunos y sistemática de aquellos que creen que la luz
sólo puede salir de sus cerebros, esta doctrina encuentra numerosos
adeptos porque esclarece al hombre sobre sus verdaderos intereses
presentes y futuros, porque responde a sus aspiraciones en cuanto al porvenir, vuelto de cierto modo
palpable; en fin, porque a la vez satisface a su razón y a sus
esperanzas, y disipa las dudas que degeneraban en una absoluta
incredulidad. Ahora bien, con el Espiritismo, todas las filosofías
materialistas o panteístas caen por sí mismas; la duda no es más
posible con respecto a la Divinidad, a la existencia del alma, a su
individualidad, a su inmortalidad; su futuro se nos aparece como la
luz del día, y sabemos que este futuro –que siempre deja una puerta
abierta a la esperanza– depende de nuestra voluntad y de los
esfuerzos que hagamos para el bien.
En cuanto se vio en el Espiritismo solamente fenómenos
materiales, no se interesaron por el mismo sino como por un
espectáculo, porque se dirigía a los ojos; pero desde el momento en
que se ha elevado a la categoría de ciencia moral, ha sido tomado en
serio, porque ha hablado al corazón y a la inteligencia, y porque
cada uno ha encontrado en Él la solución de aquello que buscaba
vagamente en sí mismo; una confianza basada en la evidencia ha
reemplazado a la incertidumbre punzante; del punto de vista tan
elevado en que nos ubica, las cosas de la Tierra aparecen tan
pequeñas y tan mezquinas que las vicisitudes de este mundo no son
más que incidentes pasajeros que soportamos con paciencia y
resignación; la vida corporal es sólo una corta parada en la vida del
alma, y para servirnos de la expresión de nuestro sabio y espiritual
compañero –el Sr. Jobard–, no es más que un mal albergue, donde
no vale la pena deshacer las maletas.Con la Doctrina Espírita
todo es definido, todo está claro, todo habla a la razón; en una
palabra, todo se explica, y aquellos que la han profundizado en su
esencia obtienen en la misma una satisfacción interior a la cual no
quieren renunciar más. He aquí por qué ha encontrado en tan poco
tiempo numerosas simpatías, y estas simpatías no son reclutadas en
el círculo restricto de una localidad, sino en el mundo entero. Si los
hechos no estuvieran ahí para probarlo, lo juzgaríamos por nuestra
Revista que sólo tiene algunos meses de existencia, cuyos
suscriptores –aunque no se cuenten todavía por millares– están
esparcidos por todos los puntos del globo. Además de los abonados
de París y de sus Departamentos, nosotros los tenemos en Inglaterra,
Escocia, Holanda, Bélgica, Prusia, San Petersburgo, Moscú,
Nápoles, Florencia, Milán, Génova, Turín, Ginebra, Madrid,
Shangai –en China–, Batavia, Cayena, México, Canadá, Estados
Unidos, etc. No lo decimos por fanfarronería, si no como un hecho
característico. Para que un periódico que recién nace, especializado,
sea desde hoy solicitado en regiones tan diversas y tan distantes, es
preciso que el objeto de que trate encuentre allí adeptos; de otro
modo, no lo suscribirían por simple curiosidad desde varias millares
de leguas, aunque fuese del mejor escritor. Por lo tanto, es su objeto
el que interesa y no su modesto redactor; a los ojos de sus lectores, su objeto es por lo
tanto serio. Resulta así evidente que el Espiritismo tiene raíces en
todas las partes del mundo y, desde este punto de vista, veinte
suscriptores repartidos en veinte países diferentes probarían más que
cien concentrados en una sola localidad, porque no se lo podría
suponer como la obra de una camarilla.
La manera con la cual se ha propagado el Espiritismo, hasta este
día, no merece una atención menos seria. Si la prensa hubiese hecho
resonar su voz a su favor, si lo hubiera ensalzado; en una palabra, si
el mundo estuviese harto de oír hablar de Él, se podría decir que se
ha propagado como todas las cosas que encuentran consumo gracias
a una reputación ficticia y con la cual se quiere experimentar,
aunque no fuese más que por curiosidad. Pero nada de esto ha tenido
lugar: la prensa, en general, no le ha prestado voluntariamente
ningún apoyo; ella lo ha desdeñado, o si, en raros intervalos, de Él
habló, ha sido para ponerlo en ridículo y para enviar a sus adeptos a
los manicomios, cosa poco animadora para los que hubiesen
tenido la veleidad de iniciarse. Apenas el propio Sr. Home ha tenido
los honores de algunas menciones medio serias, mientras que los
acontecimientos más vulgares encuentran en la misma un amplio
espacio. Además es fácil percibir, en el lenguaje de los adversarios,
que éstos hablan de la Doctrina Espírita como los ciegos de los
colores, sin conocimiento de causa, sin examen serio y profundo, y
únicamente bajo una primera impresión; también sus argumentos se
limitan a una negación pura y simple, porque nosotros no honramos
con el nombre de argumentos a los chistes groseros; las bromas, por
más espirituosas que sean, no son razones. Sin embargo, no es
preciso acusar de indiferencia o de mala voluntad a todo el personal
de la prensa. Individualmente el Espiritismo cuenta en ella con
adeptos sinceros, y conocemos a más de uno entre los más
distinguidos hombres de letras. ¿Por qué entonces guardan silencio?
Es que a la par de la cuestión de creencia está la de la personalidad
todopoderosa de este siglo. La creencia –entre ellos como entre
muchos otros– es concentrada y no expansiva; además, están
obligados a seguir los procedimientos rutinarios de su periódico, y
tal periodista teme perder suscriptores enarbolando francamente una
bandera cuyo color podría desagradar a algunos de éstos. ¿Durará
este estado de cosas? No; pronto sucederá con el Espiritismo lo que
ocurrió con el Magnetismo, del cual antes sólo se hablaba en voz
baja, y que hoy nadie más teme reconocer.208 Ninguna idea nueva,
por más bella y justa que sea, se implanta instantáneamente en el
espíritu de las masas, y aquella que no encontrase oposición sería un
fenómeno completamente insólito. ¿Por qué el Espiritismo sería la
excepción a la regla? A las ideas –como a las frutas– es preciso el
tiempo para madurar; pero la liviandad humana hace conque se las juzgue antes de su madurez o sin tomarse el
trabajo de sondar sus cualidades íntimas. Esto nos recuerda la
espirituosa fábula de La Joven Mona, el Mono y la Nuez. Esta
joven mona, como se sabe, recogió una nuez con su cáscara verde; al
llevarla a los dientes, hizo una mueca y la arrojó, admirándose de
que se crea buena a una cosa tan amarga; pero un viejo mono, menos
superficial y sin duda profundo pensador de su especie, recogió la
nuez, la partió, la limpió, la comió y la encontró deliciosa. Esto se
acompaña de una bella moraleja dirigida a todas las personas que
juzgan las cosas nuevas por las apariencias.
Por lo tanto, el Espiritismo ha debido marchar sin el apoyo de
ninguna ayuda extraña, y he aquí que en cinco o seis años se divulgó
con una rapidez prodigiosa. ¿De dónde ha sacado esta fuerza, si no
de sí mismo? Por lo tanto, es preciso que haya en sus principios algo
muy poderoso para haberse así propagado sin los medios
sobreexcitantes de la publicidad. Es que, como lo hemos dicho
anteriormente, cualquiera que se tome el trabajo de profundizarlo,
encuentra en Él lo que buscaba, lo que su razón le hacía entrever:
una verdad consoladora, y al final de cuentas extrae del mismo la
esperanza y un verdadero gozo. También las convicciones
adquiridas son serias y durables; de ninguna manera son esas
opiniones ligeras que un soplo hace nacer y otro desaparecer.
Últimamente alguien nos decía: «–Encuentro en el Espiritismo una
tan suave esperanza, y extraigo de Él tan dulces y tan grandes
consuelos, que todo pensamiento contrario me haría muy infeliz, y
siento que mi mejor amigo se me volvería odioso si intentara
alejarme de esta creencia». Cuando una idea no tiene raíces, puede
lanzar un resplandor pasajero, como esas flores que se las hace
brotar a la fuerza; pero pronto, a falta de sustento, mueren y de ellas
no se habla más. Al contrario, aquellas que tienen una base seria,
crecen y persisten: terminan por identificarse de tal modo con los
hábitos que más adelante nos admiramos por jamás habernos podido
privar de ellas.
Si el Espiritismo no ha sido secundado por la prensa de Europa, se
dirá que no sucedió lo mismo con la de América. Esto es verdad
hasta un cierto punto. Existe en América, como en todas partes, la
prensa general y la prensa especializada. Sin duda, la primera se
ocupó de Él mucho más que entre nosotros, aunque menos de lo que
se piensa; también ella tiene sus órganos hostiles. La prensa
especializada cuenta, solamente en los Estados Unidos, con
dieciocho periódicos espíritas, de los cuales diez son semanales y
varios de formato grande. Vemos que todavía estamos bien a la zaga
en este aspecto; pero allá, como aquí, los periódicos especializados
se dirigen a las personas especializadas; es evidente que una gaceta
médica, por ejemplo, no será buscada de
preferencia ni por arquitectos, ni por los hombres de ley; del mismo
modo, un periódico espírita no es leído, salvo algunas excepciones,
sino por los adeptos del Espiritismo. El gran número de periódicos
americanos que trata de esta materia prueba una cosa: que para
mantener a los mismos hay bastantes lectores. Sin duda, ellos han
hecho mucho; pero, en general, su influencia es puramente local; la
mayoría son desconocidos por el público europeo, y los nuestros no
les han hecho más que muy raras transcripciones. Al decir que el
Espiritismo se ha propagado sin el apoyo de la prensa, hemos
querido referirnos a la prensa general que se dirige a todo el mundo,
aquella cuya voz alcanza a millones de oídos a cada día y que
penetra en los lugares más ocultos; a aquella con la cual el
anacoreta, en el fondo del desierto, puede estar al corriente de lo que
sucede, tanto como el habitante de la ciudad; en fin, a la que siembra
ideas a manos llenas. ¿Cuál es el periódico espírita que puede
jactarse de hacer resonar así los ecos del mundo? Ése habla a las
personas convencidas; no llama la atención de los indiferentes. Por
lo tanto, estamos en lo cierto al decir que el Espiritismo ha sido
librado a sus propias fuerzas; si por sí mismo ha dado tan grandes
pasos, ¡qué será cuando pueda disponer de la poderosa palanca de la
amplia publicidad! A la espera de ese momento, por todas partes Él
planta jalones; por todas partes sus ramas han de encontrar puntos de
apoyo; en fin, por todas partes encontrará voces cuya autoridad
habrá de imponer silencio a sus detractores.
La cualidad de los adeptos del Espiritismo merece una atención
particular. ¿Son encontrados en los bajos estratos de la sociedad,
entre las personas iletradas? No; éstos se ocupan de Él poco o nada;
apenas han oído hablar del mismo. Incluso las mesas giratorias han
encontrado entre ellos pocos practicantes. Hasta el presente sus
prosélitos están en los primeros estratos de la sociedad, entre las
personas esclarecidas, entre los hombres de saber y de raciocinio; y
una cosa notable: los médicos que han hecho durante tanto tiempo
una guerra encarnizada al Magnetismo, adhieren sin dificultad a la
Doctrina Espírita; nosotros contamos con un gran número de ellos,
tanto en Francia como en el extranjero, entre nuestros suscriptores,
en cuyo número también se encuentran –en su gran mayoría–
hombres superiores en todos los aspectos, notabilidades científicas y
literarias, altos dignatarios, funcionarios públicos, oficiales
generales, comerciantes, eclesiásticos, magistrados, etc., todas
personas demasiado serias como para tomar a título de pasatiempo
un periódico que, como el nuestro, no presume de ser divertido y
menos aún en el que se crea encontrar fantasías. La Sociedad
Parisiense de Estudios Espíritas no es una prueba menos evidente
de esta verdad, por la elección de las personas que reúne; sus
sesiones son seguidas con un sostenido interés, con una atención
religiosa, inclusive podemos decir con gran anhelo, y sin embargo
sólo se ocupa de estudios
graves, serios, a menudo muy abstractos y no de experiencias
propias para suscitar la curiosidad. Hablamos de lo que sucede ante
nuestros ojos, pero podemos decir lo mismo de todos los Centros
que se ocupan del Espiritismo desde el mismo punto de vista, porque
casi por todas partes (como los Espíritus lo habían anunciado) el
período de curiosidad llega a su declinación. Estos fenómenos nos
hacen entrar en un orden de cosas tan grandes, tan sublimes, que
ante esas graves cuestiones un mueble que gira o que golpea es un
juguete de niño: es el abecé de la ciencia.
Además, sabemos a qué atenernos ahora sobre la cualidad de los
Espíritus golpeadores y, en general, de los que producen efectos
materiales. Ellos han sido justamente llamados los saltimbanquis
del mundo espírita; es por eso que nos vinculamos menos a ellos que
con aquellos que pueden esclarecernos.
Podemos asignar a la propagación del Espiritismo cuatro fases o
períodos distintos:
1º) El de la curiosidad, en el cual los Espíritus golpeadores han
desempeñado un papel principal para llamar la atención y preparar
los caminos.
2º) El de la observación, en el cual entramos, y que también
podemos llamar período filosófico. El Espiritismo es profundizado y
se depura; tiende a la unidad de Doctrina y se constituye en ciencia.
Vendrán después:
3º) El período de la admisión, donde el Espiritismo ha de ocupar
un lugar oficial entre las creencias universalmente reconocidas.
4º) El período de influencia sobre el orden social. Será entonces
que la Humanidad, bajo la influencia de estas ideas, ha de entrar en
un nuevo camino moral. Esta influencia, desde hoy, es individual;
más adelante, actuará sobre las masas para el bien general.
Así, por un lado, he aquí a una creencia que se esparce en el
mundo entero por sí misma y poco a poco, y sin ninguno de los
medios usuales de propaganda forzada; por otro lado, esta misma
creencia echa raíces, no en los bajos estratos de la sociedad, sino en
su parte más esclarecida. ¿No existe en ese doble hecho algo muy
característico y que debe llevar a la reflexión a todos aquellos que
aún tratan al Espiritismo de cosa fútil? Contrariamente a muchas
otras ideas que parten de abajo –deformadas o desnaturalizadas– y
que no penetran sino a la larga en los altos estratos donde se
depuran, el Espiritismo parte de lo alto y solamente llegará a las
masas cuando esté liberado de las ideas falsas, inseparables de las
cosas nuevas.
Sin embargo, es preciso concordar que todavía entre muchos
adeptos no hay más que una creencia latente; en unos el miedo al
ridículo, en otros el temor a herir –en su perjuicio– ciertas
susceptibilidades, los impiden
de expresar francamente sus opiniones; sin duda, esto es pueril, y no
obstante lo comprendemos; no se puede pedir a ciertos hombres lo
que la Naturaleza no les ha dado: el coraje de enfrentar el qué dirán;
pero cuando el Espiritismo esté en todas las bocas –y ese tiempo no
está lejos–, ese coraje vendrá a los más tímidos. En este aspecto, un
cambio notable ya se ha operado desde hace algún tiempo: se habla
más abiertamente de Él; ya se arriesgan, y esto hace abrir los ojos a
los propios antagonistas que se preguntan si es prudente –en el
interés de su propia reputación– criticar severamente una creencia
que, quiérase o no, se infiltra en todas partes y encuentra apoyo en
lo alto de la sociedad. También el epíteto de locos, tan largamente
prodigado a los adeptos, comienza a ser ridículo; este argumento
usado ya se ha vuelto trivial, porque pronto los locos serán más
numerosos que las personas sensatas, y ya más de un crítico se ha
alistado a su lado; además, es el cumplimiento de lo que han
anunciado los Espíritus, al decir que: los mayores adversarios del
Espiritismo se convertirán en sus más fervientes partidarios y en sus
más ardientes propagadores.