Para llegar al bosque de Dodona, pasemos por la rue Lamartine y detengámonos un instante en la casa del Sr. B..., donde hemos
visto un mueble dócil presentarnos un nuevo problema de estática.
En un número cualquiera, los asistentes se colocan alrededor de la
mesa en cuestión y en un orden igualmente indistinto, ya que no hay
allí ni números ni lugares cabalísticos; ellos tienen las manos
apoyadas sobre el borde de la misma; ya sea mentalmente o en voz
alta, hacen un llamado a los Espíritus que tienen la costumbre de
aceptar su invitación. Nuestra opinión sobre ese género de Espíritus
es conocida, por lo que los tratamos casi sin ceremonia. Apenas
cuatro o cinco minutos hubieron transcurrido cuando un ruido claro
de toc, toc se hace escuchar en la mesa, lo suficientemente fuerte
como para ser escuchado en la habitación vecina, y se repite durante
todo el tiempo y con la frecuencia que se desee. La vibración se hace
sentir en los dedos, y al poner el oído en la mesa se reconoce sin
error que el ruido tiene su fuente en la propia substancia de la
madera, porque toda la mesa vibra, desde sus patas hasta la
superficie.
¿Cuál es la causa de este ruido? ¿Es la madera que cruje o es –
como dicen– un Espíritu? Para comenzar, apartemos toda idea de
superchería; estamos en la casa de gente demasiado seria y muy bien
relacionada como para divertirse a costa de los que han consentido
en invitar; además, esta casa no es de manera alguna privilegiada;
los mismos hechos se producen en otras cien igualmente honorables.
A la espera de la respuesta, permitid una pequeña digresión.
Un joven candidato a bachiller estaba en su cuarto, ocupado en
repasar su examen de Retórica; llaman a la puerta. Pienso que
admitiréis que puede distinguirse la naturaleza del ruido y sobre todo
su repetición, si es causado por un crujido de la madera, por la
agitación del viento o por cualquier otra causa fortuita, o si es
alguien que golpea para entrar. En este último caso el ruido tiene un
carácter intencional que es inconfundible; esto es lo que dice nuestro
estudiante. Sin embargo, para no distraerse inútilmente, quiso
asegurarse poniendo al visitante a prueba. Si es alguien –dijo–, dad
uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis golpes; golpead arriba, abajo, a la
derecha y a la izquierda; llevad el compás, tocad la llamada militar,
etcétera, y a cada una de estas órdenes el ruido obedecía con la más
perfecta puntualidad. Seguramente –pensó– no puede tratarse del
crujido de la madera, ni del viento, ni tampoco de un gato, por más
inteligentes que se lo suponga. He aquí un hecho; veamos a qué
consecuencia nos conducirán los
argumentos silogísticos. Entonces hizo el siguiente razonamiento:
Escucho ruidos; por lo tanto, algo los produce. Este ruido obedece a
mis órdenes; por lo tanto, la causa que lo produce me comprende.
Ahora bien, lo que comprende tiene inteligencia; por lo tanto, la
causa de ese ruido es inteligente. Si es inteligente, no es ni la madera
ni el viento; por lo tanto, si no es ni la madera ni el viento, es
alguien. Entonces fue a abrir la puerta. Puede verse que no es
necesario ser un doctor para sacar esta conclusión, y consideramos a
nuestro aprendiz de bachiller lo suficientemente firme en sus
principios como para obtener la siguiente: Supongamos que al abrir
la puerta no encuentre a nadie y que el ruido continúe exactamente
de la misma manera; él proseguirá su sorites: «Acabo de probar sin
réplicas que el ruido es producido por un ser inteligente, ya que
responde a mi pensamiento. Siempre escucho este ruido delante de
mí y es cierto que no soy yo quien golpea; por lo tanto, es otro;
ahora bien, a este otro yo no lo veo: por lo tanto, es invisible. Los
seres corporales que pertenecen a la Humanidad son perfectamente
visibles; ahora bien, el que golpea, siendo invisible, no es un ser
humano corporal. Ahora bien, ya que llamamos Espíritus a los seres
incorpóreos, el que golpea –no siendo un ser corporal– es, por lo
tanto, un Espíritu.»
Consideramos rigurosamente lógicas las conclusiones de nuestro
estudiante; sólo que lo que hemos dado como una suposición es una
realidad, en lo que respecta a las experiencias que se hacían en la
casa del Sr. B... Hemos de agregar que no había necesidad de la
imposición de las manos y que todos los fenómenos se producían
igualmente cuando la mesa estaba aislada de cualquier contacto. De
este modo, según el deseo expresado, los golpes eran dados en la
mesa, en la pared, en la puerta y en el lugar designado verbal o
mentalmente; indicaban la hora y el número de las personas
presentes; ejecutaban el toque de tambores, la llamada militar y el
ritmo de un aria conocida; imitaban el trabajo del tonelero, el
chirrido de una sierra, el eco, los fuegos graneados o de pelotones y
muchos otros efectos demasiado extensos de describir. Se nos ha
dicho haber escuchado en ciertos Círculos imitar el silbido del
viento, el murmullo de las hojas, el fragor del trueno, el embate de
las olas, lo que nada tiene de sorprendente. La inteligencia de la
causa se volvía patente cuando, por medio de esos mismos golpes,
se obtenían respuestas categóricas a ciertas preguntas; ahora bien, es
a esta causa inteligente que nosotros llamamos o, mejor dicho, que a
sí misma se ha llamado Espíritu. Cuando este Espíritu quería hacer
una comunicación más desarrollada, indicaba por un signo particular
que quería escribir; entonces, el médium psicógrafo tomaba el lápiz
y transmitía su pensamiento por escrito.
Entre los asistentes –no hablamos de aquellos que estaban
alrededor de la mesa, sino de todas las personas que llenaban el
salón– había los incrédulos genuinos, los medio creyentes y los fervientes adeptos,
mezcla poco favorable, como sabemos. A los primeros, los dejamos
de buen grado, esperando que la luz se haga para ellos. Nosotros
respetamos todas las creencias, incluso hasta la incredulidad que
también es una especie de creencia, cuando a sí misma se respeta lo
suficientemente como para no herir las opiniones contrarias. Por lo
tanto, no hablaríamos de esto si no nos proporcionara una
observación útil. Su razonamiento, mucho menos prolijo que el de
nuestro estudiante, se resume generalmente así: Yo no creo en los
Espíritus; por lo tanto, no deben ser Espíritus. Ya que no son
Espíritus, debe tratarse de una prestidigitación. Naturalmente, esta
conclusión nos lleva a suponer que la mesa estaba trucada a la
manera de Robert Houdin.45 Nuestra respuesta a esto es bien simple:
en primer lugar, sería necesario que todas las mesas y todos los
muebles estuviesen trucados, puesto que no los hay privilegiados; en
segundo lugar, no conocemos ningún mecanismo lo suficientemente
ingenioso para producir a voluntad todos los efectos que hemos
descrito; en tercer lugar, sería necesario que el Sr. B... hubiese
trucado las paredes y las puertas de su residencia, lo que es muy
poco probable; finalmente, en cuarto lugar, sería necesario que se
hubiera hecho trucar del mismo modo las mesas, las puertas y las
paredes de todas las casas donde diariamente se producen
fenómenos semejantes, lo que no es muy presumible, porque se
conocería al hábil constructor de tantas maravillas.
Los medio creyentes admiten todos los fenómenos, pero están
indecisos sobre la causa de los mismos. A éstos los remitimos a los
argumentos de nuestro futuro bachiller.
Los creyentes presentan tres matices bien característicos: los que
sólo ven en esas experiencias una diversión y un pasatiempo, y cuya
admiración se expresa en estas palabras u otras análogas: ¡Es
asombroso! ¡Es singular! ¡Es muy divertido! Pero no van más allá
de eso. Luego vienen las personas serias, instruidas y observadoras,
a las cuales no se les escapa ningún detalle y para quienes las
mínimas cosas son objeto de estudio. Y finalmente se encuentran los
ultracreyentes –por así decirlo– o, mejor dicho, los creyentes ciegos,
a los cuales se les puede reprochar un exceso de credulidad, cuya fe
no lo suficientemente esclarecida les da una confianza tal en los
Espíritus, que les adjudican todos los conocimientos y
principalmente la presciencia. Además, es con la mejor fe del
mundo que piden noticias de todos sus asuntos, sin pensar que por
dos centavos habrían sabido lo mismo del primer echador de la
buenaventura. Para ellos, la mesa parlante no es un objeto de estudio
y de observación: es un oráculo. No tiene en su contra sino su forma
trivial y sus usos demasiado vulgares; pero si la madera de la que
está hecha, en lugar de ser
utilizada para las necesidades domésticas, estuviese de pie, tendríais
un árbol parlante; si fuese tallada como estatua, tendríais un ídolo
ante el cual los pueblos crédulos vendrían a postrarse.
Ahora crucemos los mares y veinticinco siglos, transportándonos
al pie del monte Tomaros en el Epiro; allí encontraremos el bosque
sagrado, cuyas encinas daban oráculos; añadid ahí el prestigio del
culto y la pompa de las ceremonias religiosas, y fácilmente os
explicaréis la veneración de un pueblo ignorante y crédulo que no
podía ver la realidad a través de tantos medios de fascinación.
La madera no es la única substancia que puede servir de vehículo
a las manifestaciones de los Espíritus golpeadores. Nosotros las
hemos visto producirse en la pared y, por consecuencia, en la piedra.
Por lo tanto, tenemos también las piedras parlantes. Si estas piedras
representasen un personaje sagrado, tendremos la estatua de
Memnón, o la de Júpiter Ammón, dando oráculos como los árboles
de Dodona.
Es cierto que la Historia no nos dice que esos oráculos eran dados
por golpes, como lo vemos en nuestros días. En el bosque de
Dodona, era por el silbido del viento a través de los árboles, por el
murmullo de las hojas o el susurro de la fuente que brotaba al pie de
la encina consagrada a Júpiter. Se dice que la estatua de Memnón
emitía sonidos melodiosos con los primeros rayos de sol. Pero la
Historia también nos dice –como tendremos ocasión de
demostrarlo– que los Antiguos conocían perfectamente los
fenómenos atribuidos a los Espíritus golpeadores. No hay ninguna
duda de que éste es el principio de su creencia en la existencia de
seres animados en los árboles, en las piedras, en las aguas, etc. Pero
desde que este género de manifestaciones fue explotado, los golpes
ya no eran más suficientes; los visitantes eran demasiado numerosos
como para darles una sesión particular a cada uno; además, esto
hubiera sido una cosa bastante sencilla: era necesario el prestigio, y
desde el momento en que enriquecían el templo con sus ofrendas,
era necesario retribuir su dinero convenientemente. Lo esencial era
que el objeto fuese visto como sagrado y habitado por una divinidad;
desde ese momento, se podía hacerle decir todo lo que se quisiera,
sin tomar tantas precauciones.
Los sacerdotes de Memnón usaban –dicen– la superchería; la
estatua era hueca, y los sonidos que emitía eran producidos por
algún medio acústico. Esto es posible y hasta probable. Los Espíritus
–incluso los simples golpeadores, que en general son menos
escrupulosos que los otros– no están siempre a la disposición del
primero que llegue, como ya lo hemos dicho; tienen su voluntad,
sus ocupaciones, sus susceptibilidades y ni a unos ni a otros les
gusta ser explotados por la codicia. ¡Qué descrédito para los
sacerdotes si no hubieran podido hacer hablar a su ídolo en esa
ocasión! Era preciso
suplir su silencio y, en caso de necesidad, ayudarlo; además, era
mucho más cómodo no tener tanto trabajo, al poder formular la
respuesta según las circunstancias. Lo que vemos en nuestros días
no prueba menos que las creencias antiguas tenían como principio el
conocimiento de las manifestaciones espíritas, y es con razón que
hemos dicho que el Espiritismo moderno es el despertar de la
Antigüedad, pero de la Antigüedad esclarecida por las luces de la
civilización y de la realidad.