¿Sufren los Espíritus? ¿Qué sensaciones tienen? Tales las
preguntas que nos son naturalmente dirigidas y a las que vamos a
tratar de resolver. En principio, debemos decir que para esto no nos
hemos contentado con las respuestas de los Espíritus; a través de
numerosas observaciones, debemos tomar, en cierto modo, las
sensaciones basadas en un hecho.
En una de nuestras reuniones, y poco después de que san Luis nos
hubo dado la bella disertación sobre La avaricia, que hemos
incluido en nuestro número del mes de febrero, uno de los socios
contó el siguiente hecho, con referencia a esta misma disertación.
«Estábamos ocupados –dijo él– con evocaciones en una pequeña
reunión de amigos, cuando inesperadamente se presentó, y sin que lo
hubiésemos llamado, el Espíritu de un hombre que habíamos conocido mucho y que, cuando
encarnado, habría podido servir de modelo al retrato del avaro
trazado por san Luis; era uno de esos hombres que viven
miserablemente en medio de la fortuna, que se priva no por los
otros, sino para amontonar sin provecho para nadie. Era invierno y
estábamos cerca del fuego; de repente este Espíritu nos recordó su
nombre, en el cual de ninguna manera pensábamos, y nos pidió
permiso para venir durante tres días a calentarse en nuestro hogar de
leña, diciendo que sufría horriblemente el frío que él
voluntariamente había soportado durante su existencia, y que había
hecho soportar a los otros por su avaricia. Será un alivio que yo
tenga –agregó–, si consentís en concedérmelo.»
Este Espíritu experimentaba, pues, una penosa sensación de frío;
pero ¿cómo la sentía? Ahí estaba la dificultad. Al respecto,
dirigimos a san Luis las siguientes preguntas:
–¿Tendríais a bien decirnos cómo este Espíritu avaro, que no tenía
más el cuerpo material, podía sentir frío y pedir para calentarse? –
Resp. Puedes imaginarte los sufrimientos del Espíritu por sus
sufrimientos morales.
–Concebimos los sufrimientos morales, como los disgustos, los
remordimientos, la vergüenza; pero el calor y el frío, el dolor físico,
no son efectos morales; ¿experimentan los Espíritus estas especies
de sensaciones? –Resp. ¿Siente tu alma el frío? No; pero tiene la
conciencia de la sensación que actúa sobre el cuerpo.
–Parecería resultar de esto que ese Espíritu avaro no sentía un frío
efectivo; sino que tenía el recuerdo de la sensación del frío que había
soportado, y que ese recuerdo, siendo para él como una realidad, se
volvía un suplicio. –Resp. Es casi eso. Queda claro que hay una
distinción –que comprendéis perfectamente– entre el dolor físico y
el dolor moral; es preciso que no se confunda el efecto con la causa.
–Si comprendimos bien, en nuestra opinión se podría explicar la
cuestión de la siguiente manera:
El cuerpo es el instrumento del dolor; si no es la causa primera, al
menos es la causa inmediata. El alma tiene la percepción de ese
dolor: esta percepción es el efecto. El recuerdo que conserva de esto
puede ser tan penoso como la realidad, pero no puede tener una
acción física. Efectivamente, ni el frío ni el calor intensos pueden
desorganizar los tejidos del alma: ésta no puede helarse, ni
quemarse. ¿No vemos todos los días que el recuerdo o la aprensión
de un mal físico produce el efecto de la realidad, ocasionando
incluso la muerte? Todos saben que las personas amputadas sienten
dolor en el miembro que no existe más. Ciertamente que dicho
miembro de ningún modo es la sede del dolor, ni aun su punto de
partida. Es que el cerebro
ha conservado del mismo la impresión: he aquí todo. Se puede creer,
pues, que hay algo de análogo en el sufrimiento de los Espíritus
después de la muerte. ¿Son justas estas reflexiones?
–Resp. Sí; pero más adelante lo comprenderéis mejor todavía.
Esperad que nuevos hechos vengan a proporcionaros nuevos asuntos
de observación, y entonces podréis extraer de ellos consecuencias
más completas.
Esto sucedía a comienzos del año 1858; en efecto, desde entonces
un estudio más profundo del periespíritu –que desempeña un papel
tan importante en todos los fenómenos espíritas y el cual no había
sido tenido en cuenta: las apariciones vaporosas o tangibles, el
estado del Espíritu en el momento de la muerte, la idea tan frecuente
en el Espíritu de que todavía se encuentra encarnado, el cuadro tan
impresionante de los suicidas, de los ajusticiados, de las personas
absorbidas en los goces materiales, y tantos otros hechos– ha venido
a arrojar luz sobre esta cuestión y ha dado lugar a explicaciones
cuyo resumen damos aquí.
El periespíritu es el lazo que une el Espíritu a la materia del
cuerpo: es extraído del medio ambiente, del fluido universal; se
relaciona a la vez con la electricidad, con el fluido magnético y,
hasta un cierto punto, con la materia inerte. Se podría decir que es la
quintaesencia de la materia; es el principio de la vida orgánica,
pero no el de la vida intelectual: la vida intelectual está en el
Espíritu. Además, es el agente de las sensaciones exteriores. En el
cuerpo, esas sensaciones están localizadas en los órganos que les
sirven de canales. Al destruirse el cuerpo, las sensaciones son
generales. He aquí por qué el Espíritu no dice que le duele la cabeza
más que los pies. Por otro lado, es preciso tener cuidado para no
confundir las sensaciones del periespíritu –que se volvió
independiente– con las del cuerpo: no podemos tomar estas últimas
sino como término de comparación y no como analogía. Un exceso
de calor o de frío puede desorganizar las tejidos del cuerpo;
entretanto, no puede llevar ningún daño al periespíritu. Desprendido
del cuerpo, el Espíritu puede sufrir, pero este sufrimiento no es el del
cuerpo: sin embargo, no es exclusivamente un sufrimiento moral,
como el remordimiento, puesto que se queja del frío y del calor; no
sufre más en invierno que en verano: nosotros los hemos visto
atravesar las llamas sin sentir nada de penoso; por lo tanto, la
temperatura no ejerce sobre ellos ninguna impresión. El dolor que
sienten, por lo tanto, no es un dolor físico propiamente dicho: es un
vago sentimiento íntimo, del cual el propio Espíritu no siempre se da
perfecta cuenta, precisamente porque el dolor no está localizado y
no es producido por agentes exteriores; es más bien un recuerdo que
una realidad, pero un recuerdo bastante penoso. No obstante, hay
algunas veces algo más que un recuerdo, como vamos a ver.
La experiencia nos enseña que, en el momento de la muerte, el
periespíritu se desprende más o menos lentamente del cuerpo;
durante los primeros instantes, el Espíritu no se explica su situación,
no cree estar muerto: se siente vivo; ve su cuerpo al lado, sabe que
es el suyo, pero no comprende que de él esté separado; este estado
dura el tiempo en que exista un lazo entre el cuerpo y el
periespíritu. Téngase a bien reportarse a la evocación del suicida
de los baños de la Samaritana, que hemos relatado en nuestro
número de junio. Como todos los otros, él decía: No, no estoy
muerto, y agregaba: Y, sin embargo, siento que me roen los gusanos.
Ahora bien, seguramente los gusanos no roían el periespíritu, y
menos aún el Espíritu, sino el cuerpo. Pero como la separación del
cuerpo y del periespíritu no era completa, resultaba de esto una
especie de repercusión moral que le transmitía la sensación de lo que
en el cuerpo estaba sucediendo. Repercusión tal vez no sea la
palabra, porque podría hacer creer en un efecto demasiado material;
es más bien la visión de lo que pasaba en su cuerpo –al cual se
ligaba su periespíritu– que producía en él una ilusión que tomaba
por realidad. Por consiguiente, no era un recuerdo, ya que en vida no
había sido roído por los gusanos: era su sentimiento actual. Vemos
por esto las deducciones que se pueden sacar de los hechos cuando
son atentamente observados. Cuando está encarnado, el cuerpo
recibe las impresiones exteriores y las transmite al Espíritu por
intermedio del periespíritu que, probablemente, constituye lo que es
llamado fluido nervioso. Al estar el cuerpo muerto ya no siente más
nada, porque en él no hay más Espíritu ni periespíritu. Desprendido
del cuerpo, el periespíritu experimenta la sensación, pero como no le
llega más por un canal limitado, se hace general. Ahora bien, como
en realidad no es sino un agente de transmisión –puesto que es el
Espíritu quien tiene conciencia–, resulta de ello que si el periespíritu
pudiera existir sin el Espíritu, aquél no sentiría más que el cuerpo
cuando está muerto; del mismo modo que si el Espíritu no tuviera
periespíritu, sería inaccesible a toda sensación penosa; es lo que
sucede con los Espíritus completamente purificados. Sabemos que
cuanto más ellos se purifican, tanto más etérea se vuelve la esencia
del periespíritu; de donde se deduce que la influencia material
disminuye a medida que el Espíritu progresa, es decir, a medida que
el propio periespíritu se vuelve menos grosero.
Pero –se dirá– las sensaciones agradables son transmitidas al
Espíritu por el periespíritu, como las sensaciones desagradables;
ahora bien, si el Espíritu puro es inaccesible a unas, debe serlo
igualmente a las otras. Sí, sin duda, para las que provienen
únicamente de la influencia de la materia que conocemos; el sonido
de nuestros instrumentos, el perfume de nuestras flores no le
producen ninguna impresión, y sin embargo él tiene sensaciones íntimas de un encanto indefinible, del cual ninguna idea podemos
hacernos, porque en este aspecto somos como ciegos de nacimiento
en relación a la luz; sabemos que existen, pero ¿por cuál medio? Allí
se detiene por ahora nuestra ciencia. Sabemos que hay percepciones,
sensaciones, audiciones, visiones, que estas facultades son atributos
de todo el ser, y no de una parte de éste, como en el hombre; pero
una vez más preguntamos: ¿por cuál intermediario? Es lo que no
sabemos. Los propios Espíritus no pueden explicárnoslo, porque
nuestro lenguaje no ha sido hecho para expresar ideas que no
tenemos, como tampoco un pueblo de ciegos tendría términos para
expresar los efectos de la luz; lo mismo ocurriría con el lenguaje de
los salvajes, en el cual no hay términos para expresar nuestras artes,
nuestras Ciencias y nuestras doctrinas filosóficas.
Al decir que los Espíritus son inaccesibles a las impresiones de
nuestra materia, queremos hablar de los Espíritus muy elevados,
cuya envoltura etérea no tiene analogía en la Tierra. No sucede lo
mismo con aquellos cuyo periespíritu es más denso; éstos perciben
nuestros sonidos y nuestros olores, pero no a través de una parte
limitada de su individualidad, como cuando encarnados. Se podría
decir que las vibraciones moleculares se hacen sentir en todo su ser
y llegan así a su sensorium commune, que es el propio Espíritu,
aunque de una manera diferente y quizá también con una impresión
diferente, lo que produce una modificación en la percepción. Ellos
escuchan el sonido de nuestra voz y, sin embargo, nos comprenden
sin la ayuda de la palabra, por la sola transmisión del pensamiento;
esto viene en apoyo a lo que dijimos: que dicha percepción es tanto
más fácil cuanto más desmaterializado es el Espíritu. En cuanto a la
visión, ésta es independiente de nuestra luz. La facultad de ver es un
atributo esencial del alma: para ella no hay oscuridad; entretanto, es
más amplia, más penetrante en aquellos que están más purificados.
El alma, o Espíritu, tiene por lo tanto en sí misma la facultad de
todas las percepciones; durante la vida corporal están obstruidas por
la grosería de nuestros órganos; en la vida extracorpórea lo son cada
vez menos, a medida que la envoltura semimaterial se vuelve más
etérea.
Esta envoltura, extraída del medio ambiente, varía según la
naturaleza de los mundos. Al pasar de un mundo a otro, los Espíritus
cambian de envoltura como nosotros cambiamos de ropa al pasar del
invierno al verano, o del polo al ecuador. Los Espíritus más
elevados, cuando vienen a visitarnos, revisten por lo tanto el
periespíritu terrestre y desde entonces sus percepciones se operan
como comúnmente sucede con nuestros Espíritus; pero todos,
inferiores como superiores, sólo escuchan y sienten lo que quieren
escuchar o sentir. Sin tener órganos sensitivos, ellos pueden a
voluntad hacer
que sus percepciones se vuelvan activas o nulas; tan sólo una cosa
están obligados a escuchar: los consejos de los buenos Espíritus. La
vista es siempre activa, pero pueden recíprocamente volverse
invisibles unos a los otros. Según la clase que ocupen, pueden
ocultarse de aquellos que le son inferiores, pero no de los que le son
superiores. En los primeros momentos que siguen a la muerte, la
vista del Espíritu es siempre turbada y confusa; se va aclarando a
medida que se desprende, y puede adquirir la misma claridad que
cuando estaba encarnado, independientemente de la posibilidad de
penetrar a través de los cuerpos que para nosotros son opacos. En lo
que respecta a la extensión de su visión a través del espacio infinito,
en el pasado y en el futuro, depende del grado de pureza y de
elevación del Espíritu.
Se dirá que toda esta teoría no es muy tranquilizadora.
Pensábamos que una vez despojados de nuestra grosera envoltura –
instrumento de nuestros dolores– no sufriríamos más, y he aquí que
nos enseñáis que todavía habremos de sufrir; sea de una manera o de
otra, eso no es sufrir menos. ¡Ay de nosotros! Sí, podemos todavía
sufrir, y mucho, y por un largo tiempo, pero también podemos no
sufrir más, incluso desde el instante en que dejamos esta vida
corporal.
Los sufrimientos de este mundo son a veces independientes de
nosotros, pero muchos son la consecuencia de nuestra voluntad. Si
nos remontamos a la fuente, veremos que el mayor número de ellos
es efecto de causas que hubiéramos podido evitar. ¡Cuántos males,
cuántas enfermedades el hombre debe a sus excesos, a su ambición,
en una palabra, a sus pasiones! El hombre que haya vivido siempre
con sobriedad, sin abusar de nada, que siempre haya sido simple en
sus gustos, modesto en sus deseos, se ahorrará muchas tribulaciones.
Sucede lo mismo con el Espíritu; los sufrimientos que padece son
siempre la consecuencia de la manera con la que ha vivido en la
Tierra; sin duda, no tendrá más la gota ni el reumatismo, pero tendrá
otros sufrimientos que no son menores. Hemos visto que sus
sufrimientos son el resultado de los lazos que todavía existen entre
él y la materia; que cuanto más desprendido está de la influencia de
la materia –dicho de otro modo–, cuanto más desmaterializado se
encuentra, menos penosas son sus sensaciones; ahora bien, depende
de él liberarse de dicha influencia desde esta vida; tiene libre
albedrío y, por consecuencia, puede elegir entre hacer o no hacer;
que dome sus pasiones animales, que no tenga odio, ni envidia, ni
celos, ni orgullo; que no se deje dominar por el egoísmo, que
purifique su alma con buenos sentimientos, que haga el bien y que
no dé a las cosas de este mundo más importancia de la que merecen,
y entonces –incluso bajo su envoltura corporal– ya estará purificado,
ya estará desprendido de la materia, y cuando deje esa envoltura no
sufrirá más su influencia; los sufrimientos físicos que haya
experimentado no le dejarán ningún recuerdo penoso ni le quedará de ellos ninguna impresión
desagradable, porque sólo afectaron al cuerpo y no al Espíritu; se
sentirá feliz al verse liberado, y la calma de su conciencia lo librará
de todo sufrimiento moral. Al respecto hemos interrogado a miles de Espíritus que han pertenecido a todas las categorías de la
sociedad, a todas las posiciones sociales; los hemos estudiado en
todos los períodos de su vida espírita, desde el instante en que
dejaron su cuerpo; los hemos seguido paso a paso en esa vida del
Más Allá para observar los cambios que se operaban en ellos, en sus
ideas, en sus sensaciones, y en este aspecto los hombres más
vulgares han sido los que nos proporcionaron los temas de estudio
más preciosos. Ahora bien, siempre hemos visto que los
sufrimientos están en relación con la conducta, cuyas consecuencias
sufren, y que esa nueva existencia es la fuente de una dicha inefable
para los que han seguido el buen camino; de donde se deduce que
aquellos que sufren es porque así lo han querido, y que no deben
culparse sino a sí mismos, tanto en el otro mundo como en éste.
Ciertos críticos han ridiculizado algunas de nuestras evocaciones,
como por ejemplo la de El asesino Lemaire, encontrando singular el
hecho de que nos ocupemos de seres tan innobles, cuando hay tantos
Espíritus superiores a nuestra disposición. Ellos se olvidan que de
algún modo es con esto que hemos aprendido la naturaleza del
hecho o –mejor dicho– en su ignorancia de la ciencia espírita, ellos
no ven en estas conversaciones sino una charla más o menos
divertida, cuyo alcance no comprenden. Hemos leído en alguna
parte que un filósofo decía, después de haber conversado con un
campesino: He aprendido más con este rústico campesino que con
todos los letrados; es que él sabía ver otra cosa más allá de la
superficie. Para el observador nada está perdido; encuentra útiles
enseñanzas hasta en la criptógama que crece en el estiércol. ¿Se
rehúsa el médico a tocar una herida horrenda cuando se trata de
profundizar la causa del mal?
Agreguemos todavía una palabra al respecto. Los sufrimientos del
Más Allá tienen un término; sabemos que al Espíritu más inferior le
es dado elevarse y purificarse por medio de nuevas pruebas; esto
puede ser largo, muy largo, pero depende de él abreviar ese tiempo
penoso, porque Dios lo escucha siempre si aquél se somete a su
voluntad. Cuanto más desmaterializado está el Espíritu, más vastas y
lúcidas son sus percepciones; cuanto más se encuentra bajo el
imperio de la materia –lo que depende enteramente de su género de
vida terrestre–, más limitadas y veladas están ellas; tanto la visión
moral de uno se extiende hacia el infinito, como la del otro se
restringe. Por lo tanto, los Espíritus inferiores sólo tienen una noción
vaga, confusa, incompleta y frecuentemente nula del futuro; no ven
el término de sus sufrimientos: es por esto que creen sufrir siempre,
y eso todavía es para ellos un castigo. Si la posición de
unos es aflictiva, inclusive terrible, no es sin embargo desesperante;
la de los otros es eminentemente consoladora; por lo tanto, está en
nosotros elegir. Esto es de la más alta moralidad. Los escépticos
dudan de lo que nos espera después de la muerte; nosotros les
mostramos lo que ésta es, y con eso creemos prestarles un servicio;
también hemos visto a más de uno salir de su error, o al menos
ponerse a reflexionar sobre lo que anteriormente criticaban. No hay
nada como esto para darse cuenta de la posibilidad de las cosas. Si
fuera siempre así no habría tantos incrédulos, y la religión y la moral
pública ganarían con eso. Para muchos, la duda religiosa viene de la
dificultad de comprender ciertas cosas; son espíritus positivos que
no están organizados para la fe ciega, que solamente admiten lo que
para ellos tiene una razón de ser. Volved estas cosas accesibles a su
inteligencia, y ellos las aceptarán, porque en el fondo no piden más
que creer, siendo que para ellos la duda es una situación más penosa
de lo que se cree o de lo que ellos consienten en decir.
En todo lo anteriormente dicho no hay nada de sistemas, ni de
ideas personales; tampoco fueron algunos Espíritus privilegiados los
que nos han dictado esta teoría: es el resultado de estudios hechos
acerca de individualidades, corroboradas y confirmadas por
Espíritus cuyo lenguaje no puede dejar duda sobre su superioridad.
Nosotros los juzgamos por sus palabras y no por el nombre que
llevan o por el que pueden ostentar.