La intervención de seres incorpóreos en los pormenores de la vida
privada ha formado parte de las creencias populares de todos los
tiempos. Sin duda, no puede entrar en el pensamiento de ninguna
persona sensata el tomar al pie de la letra todas las leyendas, todas
las historias diabólicas y todos los cuentos ridículos que se
complacen en relatar alrededor del brasero. Sin embargo, los
fenómenos de los cuales somos testigos prueban que dichos cuentos
se basan en algo, porque lo que pasa en nuestros días ha podido y ha
debido pasar en otras épocas. Que se despoje a esos cuentos de lo
maravilloso y de lo fantástico, con lo que la superstición los ha
desfigurado, y se encontrarán todos los caracteres, hechos y gestos
de nuestros Espíritus modernos; unos buenos, benévolos y atentos,
complaciéndose en ser útiles, como los buenos brownies; otros más
o menos maliciosos, traviesos, caprichosos e incluso malos, como
los gobelinos de Normandía, que se los encuentra bajo los nombres
de bogles en Escocia, de bogharts en Inglaterra, de cluricaunes en
Irlanda y de pucks en Alemania. Según la tradición popular, esos
duendes se introducen en las casas y allí buscan todas las ocasiones
para jugar malas pasadas. «Golpean las puertas, desplazan los
muebles, dan golpes en los toneles, pegan contra los techos y los
pisos, silban a media voz, hacen suspiros quejumbrosos, sacan las
cobijas y corren las cortinas de los que están acostados, etc.»
El boghart de los ingleses ejerce particularmente sus malicias
contra los niños, a los cuales parece tener aversión. «Les arranca a
menudo su rodaja de pan con manteca y su taza de leche, agita
durante la noche las cortinas de sus camas, sube y baja las escaleras
haciendo mucho ruido, arroja al piso fuentes y platos, y causa
muchos otros estropicios en las casas.»
En algunos lugares de Francia, los gobelinos son considerados
como una especie de duendes domésticos, a los que se tiene el
cuidado de alimentar con los manjares más delicados, porque traen a
sus dueños el trigo robado de los graneros ajenos. Es
verdaderamente curioso encontrar esta vieja superstición de la
antigua Galia entre los borusos del siglo X (los prusianos de hoy).
Sus koltkys, o genios domésticos, iban también a hurtar trigo en los
graneros para llevárselos a los que ellos apreciaban.
¿Quién no reconocerá en esas travesuras –aparte de la falta de
delicadeza del trigo robado, donde es probable que los favorecidos
se justificasen en detrimento de la reputación de los Espíritus–
quién, decíamos, no reconocerá en ellos a nuestros Espíritus
golpeadores y a los que se puede llamar, sin injuriarlos, de
perturbadores? Si un hecho semejante al que nos hemos referido
anteriormente, el de la joven del Passage des
Panoramas, hubiera sucedido en el campo, sin ninguna duda sería
atribuido al gobelino del lugar y después ampliado por la fecunda
imaginación de las comadres; no faltaría quien hubiese visto al
pequeño demonio colgado de la campanilla, riendo burlonamente y
haciendo muecas a los ingenuos que fuesen a abrir la puerta.