Si las primeras manifestaciones espíritas han hecho numerosos
adeptos, han encontrado no sólo muchos incrédulos, sino también
los adversarios más encarnizados y, frecuentemente, hasta los
interesados en su descrédito. Hoy los hechos han hablado tan alto
que obligan a aceptar la evidencia, y si aún existen incrédulos
sistemáticos, podemos predecirles con certeza que no pasarán
muchos años antes de que suceda con los Espíritus lo mismo que
con la mayoría de los descubrimientos, que han sido combatidos a
ultranza o considerados como utopías por aquellos mismos cuyo
saber debería haberlos hecho menos escépticos en lo tocante al
progreso. Ya hemos encontrado a muchas personas, entre las que no
han podido profundizar estos extraños fenómenos, que están de
acuerdo que nuestro siglo es tan fecundo en cosas extraordinarias, y
que la Naturaleza tiene tantos recursos desconocidos, que sería más
que una ligereza negar la posibilidad de lo que no se comprende.
Éstos dan prueba de sabiduría. Mientras tanto, he aquí una autoridad
que no podría ser sospechosa de prestarse con ligereza a una
mistificación: es uno de los principales diarios eclesiásticos de
Roma, la Civiltà Cattolica (Civilización Católica).
Reproducimos
a continuación un artículo que este diario publicó en el mes de
marzo último, y se verá que sería difícil probar la existencia y la
manifestación de los Espíritus con argumentos más perentorios. Es
verdad que diferimos del mismo acerca de la naturaleza de los
Espíritus; sólo admite a los malos, mientras que nosotros admitimos
a los buenos y a los malos: éste es un punto que trataremos más
adelante con todo el desarrollo necesario. El reconocimiento de las
manifestaciones espíritas por una autoridad tan seria y respetable es
un punto capital; por lo tanto, sólo resta
juzgarlas: es lo que haremos en el próximo número. L'Univers (El
Universo), al reproducir este artículo, lo hace preceder de las sabias
reflexiones siguientes:
«Por ocasión de una obra publicada en Ferrara, sobre la práctica
del magnetismo animal, hemos hablado últimamente a nuestros
lectores de los sabios artículos que acaban de aparecer en la Civiltà
Cattolica, de Roma, sobre la Necromancia moderna, reservándonos
el hacérselos conocer más ampliamente. Damos hoy el último de
estos artículos, que contiene en algunas páginas las conclusiones de
la revista romana. Además del interés que naturalmente se atribuye a
esas materias y la confianza que debe inspirar un trabajo publicado
por la Civiltà, la oportunidad particular de la cuestión, en este
momento, nos dispensa de llamar la atención sobre un asunto que
muchas personas han tratado en la teoría y en la práctica de una
manera muy poco seria, a despecho de esta regla de vulgar
prudencia que aconseja que cuanto más extraordinarios son los
hechos, con más circunspección se debe proceder.»
He aquí este artículo: «De todas las teorías que se han expuesto
para explicar naturalmente los diversos fenómenos conocidos con el
nombre de espiritualismo americano, no hay ninguna que alcance
su objetivo, y menos aún que llegue a dar la explicación de todos
esos fenómenos. Si una u otra de estas hipótesis fuese suficiente para
explicar algunos, habría siempre muchos que quedarían inexplicados
e inexplicables. La superchería, la mentira, la exageración, las
alucinaciones deben por cierto formar parte ampliamente en los
hechos citados; pero después de haber realizado este descuento, resta
todavía una cantidad tal que, para negar la realidad, sería necesario
rechazar todo crédito en la autoridad de los sentidos y del testimonio
humano. Entre los hechos en cuestión, un cierto número puede
explicarse con la ayuda de la teoría mecánica o mecánicofisiológica;
pero hay una parte, y mucho más considerable, que de
ninguna manera puede prestarse a una explicación de este género. A
este orden de hechos se relacionan todos los fenómenos en los
cuales los efectos obtenidos superan evidentemente la intensidad de
la fuerza motriz que debería –dicen– producirlos. Tales son: 1°) Los
movimientos, los sobresaltos violentos de masas pesadas y
sólidamente equilibradas, a la simple presión y al solo contacto de
las manos; 2°) Los efectos y los movimientos que se producen sin
contacto alguno, por consecuencia, sin ningún impulso mecánico, ya
sea inmediato o mediato; y, en fin, esos otros efectos que son de una
naturaleza en que se manifiestan, en quien los produce, una
inteligencia y una voluntad distintas a las de los experimentadores.
Para explicar estos tres órdenes de hechos diversos, tenemos todavía
la teoría del magnetismo; pero por más amplias concesiones que se
esté dispuesto a hacer, e incluso admitiéndola a ojos cerrados, todas
las hipótesis gratuitas en las cuales se basa, todos los errores y los
absurdos de
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que está plagada, y las facultades milagrosas que atribuye a la
voluntad humana, al fluido nervioso y a cualquier otro agente
magnético, esta teoría jamás podrá explicar –con ayuda de sus
principios– cómo una mesa magnetizada por un médium, manifiesta
en sus movimientos una inteligencia y una voluntad propias, es
decir, diferentes a las del médium, y que a veces son contrarias y
superiores a la inteligencia y a la voluntad de éste.
«¿Cómo dar la explicación de semejantes fenómenos? ¿Queremos
también nosotros recurrir a no sé qué causas ocultas o a qué fuerzas
aún desconocidas de la Naturaleza? ¿O a explicaciones nuevas de
ciertas facultades, de ciertas leyes que hasta el presente habían
permanecido inertes y como adormecidas en el seno de la Creación?
Sería como confesar abiertamente nuestra ignorancia y enviar el
problema a que aumente el número de tantos enigmas que el Espíritu
humano no ha podido hasta el presente encontrar la clave, ni podrá
jamás hacerlo. Por lo demás, no dudamos en confesar nuestra
ignorancia con respecto a los varios fenómenos en cuestión, cuya
naturaleza es tan equívoca y tan desconocida que nos parece que el
partido más sabio sea el de no buscar explicarlos. En compensación,
existen otros para los cuales no nos parece difícil encontrar la
solución; es verdad que es imposible buscarla en las causas
naturales; pero, ¿por qué entonces dudaríamos en recurrir a esas
causas que pertenecen al orden sobrenatural? Quizás estuviésemos
desviados por las objeciones que nos oponen los escépticos y
aquellos que, al negar este orden sobrenatural, nos dicen que no se
puede definir hasta dónde se extienden las fuerzas de la Naturaleza;
que el campo que falta descubrir a las Ciencias físicas no tiene
límites y que nadie sabe suficientemente bien cuáles son los límites
del orden natural para poder indicar con precisión el punto donde
termina uno y comienza el otro. La respuesta a semejante objeción
nos parece fácil: admitiendo que no se pueda determinar de una
manera precisa el punto de división de estos dos órdenes opuestos –
el orden natural y el orden sobrenatural–, de esto no se deduce que
no pueda definirse con certeza si tal efecto pertenece a uno o a otro
de esos órdenes. ¿Quién puede, en el arco iris, distinguir el punto
preciso donde termina uno de los colores y donde comienza el
siguiente? ¿Quién puede fijar el instante exacto donde termina el día
y donde comienza la noche? Y, sin embargo, no hay un hombre que
sea tan limitado como para sacar en conclusión que no puede saber
si tal zona del arco iris es roja o amarilla, o si a tal hora es de día o
de noche. ¿Quién es aquel que no comprende que para conocer la
naturaleza de un hecho, de ningún modo es necesario pasar por el
límite donde comienza o donde termina la categoría a la cual
pertenece, y que basta constatar si reúne los caracteres que son
propios de esta categoría?
«Apliquemos esta observación tan simple a la presente cuestión:
nosotros no podemos decir hasta dónde van las fuerzas de la
Naturaleza; sin embargo, al darse un hecho podemos frecuentemente
determinar con certeza –según ciertos caracteres– que pertenece al
orden sobrenatural. Y para no salir de nuestro problema, entre los
fenómenos de las mesas parlantes, hay varios que, a nuestro
entender, manifiestan esos caracteres de la manera más evidente;
tales son aquellos en los cuales el agente que mueve las mesas obra
como causa inteligente y libre, al mismo tiempo que muestra una
inteligencia y una voluntad que le son propias, es decir, superiores o
contrarias a la inteligencia y a la voluntad de los médiums, de los
experimentadores y de los asistentes; en una palabra, son distintas de
éstas, cualquiera que pueda ser la manera que atestigüe esta
distinción. En casos semejantes somos obligados a admitir, sea
como fuere, que este agente es un Espíritu y no un Espíritu humano,
y que por lo tanto está fuera de este orden, de esas causas que
tenemos la costumbre de llamar naturales, de las que –digamos– no
superan las fuerzas del hombre.
«Tales son precisamente los fenómenos que, así como lo hemos
dicho anteriormente, han resistido a cualquier otra teoría fundada en
los principios puramente naturales, mientras que en la nuestra
encuentran una explicación más fácil y más clara, ya que cada uno
sabe que el poder de los Espíritus sobre la materia sobrepasa en
mucho las fuerzas del hombre; y que no hay efecto maravilloso,
entre los citados de la necromancia moderna, que no pueda ser
atribuido a su acción.
«Sabemos muy bien que al ver que ponemos aquí a los Espíritus
en escena, más de un lector sonreirá con piedad. Sin hablar de esas
personas que, como verdaderos materialistas, no creen en absoluto
en la existencia de los Espíritus y rechazan como siendo una fábula
todo lo que no sea materia ponderable y palpable, así como los que,
a pesar de admitir que existen los Espíritus, les niegan cualquier
influencia y cualquier intervención en lo que atañe a nuestro mundo;
hay en nuestros días muchos hombres que, por más que atribuyan a
los Espíritus lo que ningún buen católico podría negarles –a saber: la
existencia y la facultad de intervenir en los hechos de la vida
humana de una manera oculta o patente, ordinaria o extraordinaria–,
parecen, entretanto, desmentir su fe en la práctica, y consideran
como una vergüenza, como un exceso de credulidad y como una
superstición de viejas, admitir la acción de estos mismos Espíritus
en ciertos casos especiales, contentándose con no negarla en tesis
general. Y, a decir verdad, desde hace un siglo se han burlado tanto
de la simplicidad de la Edad Media, acusándola de ver por todas
partes Espíritus, maleficios y hechiceros, y se ha hablado tanto sobre
ese asunto, que no es sorprendente que tantas cabezas débiles, que
quieren parecer fuertes, sientan de aquí en adelante repugnancia y
una especie de vergüenza por creer en la intervención de los
Espíritus. Pero este exceso de incredulidad no es menos irracional
que lo que no haya podido ser en otras épocas el exceso contrario; y
si creer demasiado conduce, en semejante materia, a vanas
supersticiones, no querer admitir nada, por otro lado, lleva
directamente a la impiedad del naturalismo. Por consiguiente, el
hombre sabio, el cristiano prudente deben evitar también esos dos
extremos y mantenerse firmes en la línea intermedia: porque es ahí
que se encuentra la verdad y la virtud. Ahora bien, en la cuestión de
las mesas parlantes, ¿hacia qué lado nos hará inclinar una fe
prudente?
«La primera, la más sabia de las reglas que nos impone esta
prudencia, nos enseña que para explicar los fenómenos que ofrecen
un carácter extraordinario, no se debe recurrir a las causas
sobrenaturales sino cuando las que pertenecen al orden natural sean
insuficientes para darles una explicación. De donde se deduce, en
cambio, la obligación de admitir las primeras, cuando las segundas
son insuficientes. Y éste es justamente nuestro caso; en efecto, entre
los fenómenos de los que hemos hablado, existen aquellos en los
cuales ninguna teoría y ninguna causa puramente natural podría
explicarlos. Por lo tanto, no es solamente prudente, sino también
necesario buscar su explicación en el orden sobrenatural o, en otras
palabras, atribuirlos exclusivamente a los Espíritus, ya que, por fuera
y por encima de la Naturaleza, no existe otra causa posible.
«He aquí una segunda regla, un criterium infalible para
establecer, con relación a un hecho cualquiera, si pertenece al orden
natural o sobrenatural: es examinar bien los caracteres y determinar,
según los mismos, la naturaleza de la causa que lo ha producido.
Ahora bien, los más maravillosos hechos de este género, los que no
puede explicar ninguna otra teoría, ofrecen caracteres tales que
demuestran una causa, no solamente inteligente y libre, sino también
dotada de una inteligencia y de una voluntad que no tienen nada de
humano; por consecuencia, esta causa no puede ser otra que
exclusivamente un Espíritu.
«Así, por dos caminos, uno indirecto y negativo, que procede por
exclusión, el otro directo y positivo, el cual está fundado en la propia
naturaleza de los hechos observados, hemos arribado a esta misma
conclusión, a saber: que entre los fenómenos de la necromancia
moderna hay, por lo menos, una categoría de hechos que sin ninguna
duda son producidos por los Espíritus. Hemos llegado a esta
conclusión por un razonamiento tan simple y tan natural que, al
aceptarlo, lejos del temor de ceder a una imprudente credulidad, al
contrario, creeríamos dar prueba –si nos negáramos a admitirlo– de
una debilidad y de una incoherencia de espíritu imperdonables. Para
confirmar nuestra aserción, los argumentos no nos faltarían; lo que
sí nos falta son el espacio y el tiempo para desarrollarlos aquí. Lo
que hemos dicho hasta ahora es plenamente suficiente y puede
resumirse en las cuatro siguientes proposiciones:
«1°) Entre los fenómenos en cuestión, separando razonablemente
lo que se puede atribuir a la impostura, a las alucinaciones y a las
exageraciones, existe todavía un gran número cuya realidad no
puede ponerse en duda sin violar todas las leyes de una crítica
saludable.
«2°) Todas las teorías naturales que hemos expuesto y discutido
anteriormente son impotentes para dar una explicación satisfactoria
de todos esos hechos. Si explican algunos, dejan un número mayor
(y éstos son los más difíciles) totalmente inexplicados e
inexplicables.
«3°) Al implicar la acción de una causa inteligente ajena al
hombre, los fenómenos de este último orden sólo pueden explicarse
a través de la intervención de los Espíritus, sea cual fuere, además,
el carácter de esos Espíritus, cuestión de la que nos ocuparemos más
adelante.
«4°) Todos estos hechos pueden dividirse en cuatro categorías:
muchos de ellos deben ser rechazados como falsos o como
producidos por la superchería; en cuanto a los otros, los más simples
y los más fáciles de concebir, tales como las mesas giratorias,
admiten en ciertas circunstancias una explicación puramente natural;
por ejemplo, la de un impulso mecánico; una tercera clase se
compone de fenómenos más extraordinarios y más misteriosos,
sobre la naturaleza de los cuales se duda aún, porque, aunque
parecen sobrepasar las fuerzas de la Naturaleza, no presentan, sin
embargo, caracteres tales que se deba evidentemente recurrir –para
explicarlos– a una causa sobrenatural. Finalmente, colocamos en la
cuarta categoría los hechos que, al ofrecer de una manera evidente
esos caracteres, deben ser atribuidos a la operación invisible y
exclusiva de los Espíritus.
«¿Pero quiénes son esos Espíritus? ¿Son buenos o malos?
¿Ángeles o demonios? ¿Almas bienaventuradas o almas réprobas?
La respuesta a esta última parte de nuestro problema no podría ser
dudosa, por poco que sean considerados, de un lado, la naturaleza de
esos diversos Espíritus, y del otro, el carácter de sus
manifestaciones. Es lo que nos queda por demostrar.»