Con el título: Le Vieux-Neuf (Lo Viejo Nuevo), el Sr. Édouard
Fournier ha publicado en Le Siècle (El Siglo) –hace unos diez
años– una serie de artículos tan notables desde el punto de vista de
la erudición, que interesan bajo el aspecto histórico. Al pasar revista
a todos los inventos y descubrimientos modernos, el autor prueba
que si nuestro siglo tiene el mérito de la aplicación y del desarrollo,
no tiene –al menos para la mayoría– el de la prioridad. En la época
en que el Sr. Édouard Fournier escribía estos cultos folletines, aún
no era planteada la cuestión de los Espíritus, sin la que no hubiera
dejado de mostrarnos que todo lo que sucede no es más que una
repetición de lo que los Antiguos sabían tan bien y quizás mejor que
nosotros. Por nuestra parte lo lamentamos, porque sus profundas
investigaciones le hubiesen permitido sondar la antigüedad mística,
como ha sondado la antigüedad industrial; formulamos votos para
que un día él dirija hacia ese lado sus laboriosas investigaciones. En
cuanto a nosotros, nuestras observaciones personales no nos dejan
ninguna duda sobre la antigüedad y la universalidad de la Doctrina
que nos enseñan los Espíritus. Esta coincidencia entre lo que ellos
nos dicen hoy y las creencias de los tiempos más remotos son un
hecho significativo de un alto alcance. Entretanto, haremos notar
que si encontramos por todas partes los vestigios de la Doctrina
Espírita, en ninguna parte la vemos completa: parece haber sido
reservado a nuestra época coordinar esos fragmentos esparcidos
entre todos los pueblos, para llegar a la unidad de principios por
medio de un conjunto más completo y sobre todo más general de
manifestaciones, que parecen dar razón al autor del artículo anterior
sobre el período psicológico en que la Humanidad parece entrar.
Casi por todas partes la ignorancia y los prejuicios han
desfigurado esta doctrina, cuyos principios fundamentales son
mezclados con las prácticas supersticiosas de todos los tiempos,
explotadas para sofocar la razón. Pero bajo este montón de absurdos
germinan las ideas más sublimes, como preciosas semillas
escondidas bajo las malezas, sólo esperando la luz vivificante del
Sol para emprender su vuelo. Más universalmente esclarecida,
nuestra generación aparta las malezas, pero tal roturación no puede
cumplirse sin transición. Por lo tanto, dejemos a las buenas semillas
el tiempo para desarrollarse y a las hierbas malas el de desaparecer.
La doctrina druídica nos ofrece un curioso ejemplo de lo que
acabamos de decir. Esta doctrina, de la que apenas se conocen sus
prácticas externas, en ciertos aspectos se elevaba hasta las más
sublimes verdades; pero estas verdades eran solamente para
los iniciados: el vulgo, aterrorizado por los sangrientos sacrificios,
recogía con un santo respeto el muérdago sagrado del roble y sólo
veía lo fantasmagórico. Se podrá juzgar eso por la siguiente cita
extraída de un documento tan precioso como poco conocido, y que
derrama una luz enteramente nueva sobre la verdadera teología de
nuestros antepasados.
«Entregamos a la reflexión de nuestros lectores un texto céltico publicado hace poco y cuya aparición ha causado una cierta emoción
en el mundo cultural. Es imposible saber exactamente quién ha sido
el autor, ni tampoco a qué siglo se remonta. Pero lo que es
indiscutible es que pertenece a la tradición de los bardos del País
de Gales, y este origen es suficiente para conferirle un valor de
primer orden.
«En efecto, se sabe que el País de Gales forma todavía en nuestros
días el refugio más fiel de la nacionalidad gala que, entre nosotros,
ha sufrido modificaciones tan profundas. Apenas rozado por la
dominación romana, estuvo allí por poco tiempo y débilmente;
preservado de la invasión de los bárbaros por la energía de sus
habitantes y por las dificultades de su territorio, y sometido más
tarde por la dinastía normanda que debió dejarle, sin embargo, un
cierto grado de independencia, el nombre de Gales, Gallia, que
siempre ha llevado, es un rasgo distintivo por el cual se vincula al
período antiguo, sin discontinuidad. La lengua kímrica –hablada en
otros tiempos en toda la parte septentrional de la Galia– nunca ha
dejado de estar en uso en aquel lugar, y muchas de las costumbres
son allí igualmente galas. De todas las influencias extranjeras, la del
Cristianismo ha sido la única que hubo encontrado un medio de
triunfar allí plenamente; pero esto no ha ocurrido sin haber pasado
por grandes dificultades relacionadas con la supremacía de la Iglesia
romana, cuya reforma del siglo XVI no ha hecho más que
determinar la caída desde largo tiempo preparada en esas regiones
llenas de un sentimiento indefectible de independencia.
«Se puede incluso decir que los druidas, al convertirse
enteramente al Cristianismo, no se extinguieron totalmente en el
País de Gales, como en nuestra Bretaña y en los otros países de
sangre gala. Ellos han tenido como consecuencia inmediata una
sociedad muy sólidamente constituida, principalmente consagrada,
en apariencia, al culto de la poesía nacional, pero que bajo el manto
poético ha conservado con una fidelidad notable la herencia
intelectual de la antigua Galia: es la Sociedad Bárdica del País de
Gales que, después de haberse mantenido como sociedad secreta
durante toda la duración de la Edad Media –a través de una
transmisión oral de sus monumentos literarios y de su doctrina, a
imitación de la práctica de los druidas–, decidió, hacia el siglo XVI
y XVII, confiar a la escritura las partes más esenciales de esta
herencia.De este bagaje, cuya autenticidad está así atestada por
una cadena tradicional ininterrumpida, procede el texto del cual
hablamos; y en razón de esas circunstancias, su valor no depende –
como se ve– ni de la mano que tuvo el mérito de escribirlo, ni de la
época en
la que su redacción pudo haber adquirido su última forma. Por
encima de todo, lo que allí se refleja es el espíritu de los bardos de la
Edad Media, que eran los últimos discípulos de esta corporación
sabia y religiosa que, con el nombre de druidas, dominó la Galia
durante el primer período de su Historia, más o menos de la misma
manera como el clero latino durante el de la Edad Media.
«Aunque estuviésemos privados de todas las luces sobre el origen
de ese texto, sería puesto muy claramente en camino por su
concordancia con las enseñanzas que los autores griegos y latinos
nos han dejado con relación a la doctrina religiosa de los druidas.
Esta concordancia constituye puntos de solidaridad que no ofrecen
ninguna duda, porque se apoyan en las razones extraídas de la propia
esencia del escrito; y la solidaridad así demostrada por los artículos
capitales –los únicos de los cuales los Antiguos nos han hablado– se
extiende naturalmente a los desarrollos secundarios. En efecto, estos
desarrollos, penetrados del mismo Espíritu, derivan necesariamente
de la misma fuente; forman parte de ese bagaje y no pueden
explicarse sino a través de éste. Y al mismo tiempo que por una
generación tan lógica remontan a los primitivos depositarios de la
religión druídica, es imposible asignarles cualquier otro punto de
partida; porque, fuera de la influencia druídica, el país de donde
ellos provienen sólo ha conocido la influencia cristiana, la cual es
totalmente extraña a tales doctrinas.
«Los desarrollos contenidos en las tríadas están, incluso, tan
perfectamente fuera del Cristianismo, que las pocas emociones
cristianas que se han deslizado aquí y allá en su conjunto, se
distinguen a primera vista del fondo primitivo. Estas emanaciones,
ingenuamente salidas de la conciencia de los bardos cristianos, bien
han podido –si se puede decirlo así– intercalarse en los intersticios
de la tradición, pero no pudieron fundirse con ella. Por lo tanto, el
análisis del texto es tan simple como riguroso, desde que puede
reducirse a poner a un lado todo lo que lleva la marca del
Cristianismo y, una vez operada la selección, considerarse como de
origen druídico todo lo que queda visiblemente caracterizado por
una religión diferente de la del Evangelio y de los concilios. De esta
manera, para no citar más que lo esencial, partiendo de este
principio tan conocido de que el dogma de la caridad en Dios y en el
hombre es tan especial al Cristianismo como el de la migración de
las almas lo es al antiguo druidismo, un cierto número de tríadas –en
las cuales se refleja un espíritu de amor como nunca ha conocido la
Galia primitiva– revela inmediatamente las marcas de un carácter
comparativamente moderno; mientras que las otras, animadas por un
soplo diferente, dejan ver un tanto mejor el sello de la alta
Antigüedad que las distingue.
«En fin, no es inútil hacer observar que la propia forma de la
enseñanza contenida en las tríadas es de origen druídico. Se sabe que
los druidas tenían una predilección particular por el número tres,
y ellos lo empleaban especialmente –así como nos lo muestra la
mayoría de los monumentos galeses– para la transmisión de sus
lecciones que, mediante esa precisa presentación, se grababan más
fácilmente en la memoria. Diógenes Laercio nos ha conservado
una de esas tríadas que sucintamente resume el conjunto de los
deberes del hombre para con la Divinidad, para con sus semejantes y
para consigo mismo: «Honrar a los seres superiores, no cometer
injusticias y cultivar en sí mismo la virtud viril». La literatura de los
bardos ha propagado hasta nosotros una multitud de aforismos del
mismo género, en lo tocante a todas las ramas del saber humano:
Ciencias, Historia, Moral, Derecho, Poesía. No las hay de más
interesantes y más propias para inspirar grandes reflexiones que
aquellas cuyo texto publicamos aquí, según la traducción que ha
sido hecha por el Sr. Adolphe Pictet.
«De esta serie de tríadas, las once primeras son consagradas a la
exposición de los atributos característicos de la Divinidad. Como era
fácil preverlo, es en esta sección que las influencias cristianas han
tenido una mayor acción. Si no se puede negar que el druidismo
haya conocido el principio de la unidad de Dios, puede incluso ser
que, por consecuencia de su predilección por el número ternario,
pudo haber sido llevado a concebir algo confusamente la divina
Trinidad; sin embargo, es indiscutible que lo que completa esta alta
concepción teológica –el saber la distinción de las personas y
particularmente de la tercera– ha debido quedar perfectamente
extraño a esta antigua religión. Todo está de acuerdo en probar que
sus sectarios estaban mucho más preocupados en fundar la libertad
del hombre que en fundar la caridad; y es por seguir esta falsa
posición desde su punto de partida que ha perecido. Todo ese inicio
también parece relacionarse a una influencia cristiana, más o menos
determinada, particularmente a partir de la quinta tríada.
«A continuación de los principios generales relativos a la
naturaleza de Dios, el texto pasa a exponer la constitución del
Universo. El conjunto de esta constitución es superiormente
formulado en tres tríadas que, mostrando a los seres particulares en
un orden absolutamente diferente al de Dios, completan la idea que
debe formarse del Ser único e inmutable. Además, con fórmulas más
explícitas, esas tríadas no hacen sino reproducir lo que ya se sabía –a
través del testimonio de los Antiguos– sobre la doctrina de la
circulación de las almas, que pasan alternadamente de la vida a la
muerte y de la muerte a la vida. Pueden ser consideradas como el
comentario de un célebre verso de La Farsalia,
en el cual el poeta
exclama, al dirigirse a los sacerdotes de la Galia, que si lo que ellos
enseñan es verdad, la muerte no es más que el medio de una larga
vida: Longæ vitæ mors media est.