Vemos aquí ciertos escritores eméritos encogerse de hombros al
simple nombre de una historia escrita por los Espíritus. –¡Cómo! –
dicen ellos–, ¡seres de otro mundo que vienen a controlar nuestro
saber, a nosotros, sabios de la Tierra! ¡Pero vamos! ¿Esto es
posible? –Señores, no os forzamos a creerlo; ni siquiera haremos el
menor empeño para arrancaros tan cara ilusión. En el interés de
vuestra gloria futura, os comprometemos a inscribir vuestros
nombres en caracteres INDESTRUCTIBLES al
pie de esta modesta sentencia: Todos los adeptos del Espiritismo
son insensatos, porque sólo a nosotros compete juzgar hasta dónde
va el poder de Dios; y esto para que la posteridad no pueda
olvidaros; ella misma verá si debe daros un lugar al lado de aquellos
que, no hace mucho, han rechazado a los hombres a los cuales la
Ciencia y el reconocimiento público hoy erigen estatuas.
Mientras tanto, he aquí un escritor cuyas altas capacidades no son
desconocidas por nadie, y que se atreve, a riesgo de también pasar
por una persona que no tiene juicio, a enarbolar él mismo la bandera
de las nuevas ideas sobre las relaciones del mundo físico con el
mundo incorpóreo. Leemos lo siguiente en la Histoire de France de
Henri Martin, 171 tomo 6, página 143, a propósito de Juana de
Arco:
«... Existe en la Humanidad un orden excepcional de hechos morales y físicos que parecen derogar las leyes comunes de la
Naturaleza: es el estado de éxtasis y de sonambulismo –ya sea espontáneo o artificial– con todos sus asombrosos fenómenos de
desdoblamiento de los sentidos, de insensibilidad total o parcial del cuerpo, de exaltación del alma y de percepciones fuera de todas las condiciones de la vida habitual. Esta clase de hechos ha sido juzgada desde puntos de vista muy opuestos. Al ver las relaciones
acostumbradas de los órganos alterados o dislocados, los fisiólogos califican de enfermedad al estado extático o sonambúlico,
admitiendo la realidad de los fenómenos que pueden conducir a una patología, y negando todo el resto, es decir, todo lo que parece fuera de las leyes constatadas de la Física. A sus ojos, inclusive, la enfermedad se vuelve locura cuando al desdoblamiento de la acción
de los órganos se le suman las alucinaciones de los sentidos y las visiones de objetos que sólo existen para el visionario. Un eminente
fisiólogo estableció muy crudamente que Sócrates estaba loco,
porque creía conversar con su demonio. Los místicos responden no solamente afirmando como reales los fenómenos extraordinarios de
las percepciones magnéticas –cuestión sobre la cual encuentran
innumerables auxiliares y testigos fuera del misticismo–, sino que sostienen que las visiones de los extáticos tienen objetos reales, vistos, es verdad, no con los ojos del cuerpo y sí con los ojos del Espíritu. El éxtasis es para ellos el puente arrojado del mundo visible
al mundo invisible, el medio de comunicación del hombre con los
seres superiores, el recuerdo y la promesa de una existencia mejor, de donde decaímos y a la cual debemos reconquistar.
«En este debate, ¿qué partido deben tomar la Historia y la Filosofía?
«La Historia no podría pretender determinar con precisión los límites ni el alcance de los fenómenos, ni de las facultades extáticas
y sonambúlicas; pero constata que son de todos los tiempos y de todos los lugares; que los hombres siempre han creído en ellas; que han ejercido una acción considerable sobre los destinos del género humano; que se han manifestado no solamente entre los
contemplativos, sino entre los genios más poderosos y más activos, entre la mayoría de los grandes iniciados; que por más irrazonables
que sean muchos extáticos, no hay nada de común entre las
divagaciones de la locura y las visiones de algunos; que esas visiones son regidas
por ciertas leyes; que los extáticos de todos los países y de todos los siglos tienen lo que se puede llamar un lenguaje común, el de los símbolos, del cual la poesía no es más que un derivado, lenguaje que expresa más o menos constantemente las mismas ideas y sentimientos por las mismas imágenes.
«Tal vez es más temerario tratar de pronunciarse en nombre de la Filosofía; entretanto, el filósofo, después de haber reconocido la
importancia moral de estos fenómenos, por más desconocidos que sean para nosotros su ley y su objetivo; después de haberlos distinguido en dos grados, uno inferior –que no es sino una extensión extraña o un desdoblamiento inexplicable de la acción de
los órganos– y otro superior –que es una exaltación prodigiosa de los poderes morales e intelectuales–, nos parece que el filósofo podría sostener que la ilusión del inspirado consiste en tomar como
una revelación traída por seres exteriores, ángeles, santos o genios, a las revelaciones interiores de esta personalidad infinita que está en nosotros, y que entre los mejores y los mayores se manifiesta a veces por relámpagos de fuerzas latentes que sobrepasan, casi sin medida, las facultades de nuestra condición actual. En una palabra, en lenguaje académico, son para nosotros hechos de subjetividad; en
el lenguaje de las antiguas filosofías místicas y de las religiones más elevadas, son las revelaciones del feruer mazdeísta, del buen
demonio (el de Sócrates), del ángel guardián, de este otro Yo que no es sino el yo eterno en plena posesión de sí mismo, cerniéndose
sobre el yo envuelto en las sombras de esta vida (es la figura del magnífico símbolo del Zoroastrismo, representado por todas partes en Persépolis y en Nínive: el feruer alado o el yo celestial
cerniéndose sobre la persona terrestre).
«Negar la acción de seres exteriores sobre el inspirado, sólo ver en sus supuestas manifestaciones la forma dada a las intuiciones del
extático para las creencias de su tiempo y de su país, buscar la solución del problema en las profundidades de la persona humana, esto no es de ninguna manera poner en duda la intervención divina
en esos grandes fenómenos y en esas grandes existencias. El autor y el sostén de todas las vidas, por más esencialmente independiente que sea de cada criatura y de toda la creación, por más distinta que sea de nuestro ser contingente su personalidad absoluta, de modo alguno es un ser exterior, es decir, extraño a nosotros, y no es de afuera que él nos habla; cuando el alma se sumerge en sí misma, ella ahí lo encuentra y, en toda inspiración benéfica, nuestra libertad se
asocia a su Providencia. Es preciso, aquí como en todas partes, el doble escollo de la incredulidad y de la piedad mal esclarecida; uno no ve más que ilusiones y que impulsos puramente humanos; el otro se rehúsa admitir alguna parte de ilusión, de ignorancia o de imperfección allí donde ve el dedo de Dios. Como si los enviados de
Dios dejasen de ser hombres, los hombres de un cierto tiempo y de un cierto lugar, y como si los relámpagos sublimes que les atraviesan el alma depositasen en ella la ciencia universal y la perfección absoluta. En las inspiraciones más evidentemente providenciales, los errores que vienen del hombre se mezclan con la
verdad que viene de Dios. El Ser infalible no comunica su
infalibilidad a nadie.
«No pensamos que esta digresión pueda parecer superflua;
debíamos pronunciarnos sobre el carácter y sobre la obra de una de
las inspiradas que ha dado testimonio en el más alto grado de las facultades extraordinarias que acabamos de hablar, y que las ha aplicado en la más brillante misión de las épocas modernas; por lo tanto, era preciso tratar de expresar una opinión para la categoría de seres excepcionales a los cuales pertenece Juana de Arco.»