EL GÉNESIS LOS MILAGROS Y LAS PROFECÍAS SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

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Los desiertos del espacio

45. Un desierto inmenso y sin límites se extiende más allá de la aglomeración estelar mencionada, rodeándola. Las soledades suceden a las soledades, las planicies inconmensurables de vacío se extienden a lo lejos. Las aglomeraciones de materia cósmica se encuentran aisladas en el espacio, son como las islas flotantes de un inmenso archipiélago. Si se quiere tener una idea de la enorme distancia que separa al conglomerado de estrellas del que formamos parte de los conjuntos más cercanos, es preciso saber que esas islas estelares son escasas y están diseminadas en el vasto océano de los cielos y que la extensión que separa a una de otras es incomparablemente mayor a sus respectivas dimensiones.

Ahora bien, recordemos que la nebulosa estelar mide, en números redondos, mil veces la distancia de las estrellas más próximas tomadas unitariamente, es decir, alrededor de 557.207 trillones de kilómetros (557.207.000.000.000.000.000.000 ). La distancia que se extiende entre ellas es mucho mayor aún, por lo cual no podría expresarse en números que fuesen accesibles a la comprensión de nuestros espíritus. Sólo la imaginación en sus concepciones más elevadas es capaz de alcanzar esa prodigiosa inmensidad, esas soledades mudas y privadas de toda apariencia de vida y enfrentar la idea de esa infinitud relativa.

46. Sin embargo, ese desierto celeste que envuelve a nuestro Universo sideral y que parece extenderse como los confines últimos de nuestro mundo estelar, está abrazado por la vista y el poderío infinito del Altísimo, quien ha desarrollado la trama de su creación ilimitada más allá de nuestros cielos.

47. Más allá de estas vastas soledades hay mundos que resplandecen en su magnificencia, al igual que en las regiones accesibles a las investigaciones humanas. Más allá de esos desiertos, espléndidos oasis bogan en el límpido éter y renuevan sin cesar escenas admirables de existencia y vida. Allá se despliegan los conglomerados lejanos de la sustancia cósmica que el ojo profundo del telescopio entrevé a través de las regiones transparentes de vuestro cielo, esas nebulosas que vosotros llamáis irresolubles y que os parecen ligeras nubes de polvo blanco perdidas en un sitio desconocido del espacio etéreo. Allá se desarrollan y revelan nuevos mundos, cuyas condiciones diferentes y extrañas de las inherentes a vuestro planeta les otorgan una vida que ni vuestras percepciones podrían imaginar ni vuestros estudios constatar. Es allí donde resplandece en toda su plenitud el poder creador. Para quien llegase de las regiones ocupadas por vosotros las leyes serían nuevas, así como las fuerzas resultantes de las mismas y que rigen las manifestaciones de la vida, tanto como las rutas nuevas que se siguen en esos ámbitos extraños habrán de abrirle perspectivas desconocidas.*


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* En Astronomía se da el nombre de nebulosas irresolubles a aquellas en que aún no ha sido posible distinguir las estrellas que la componen. En un comienzo se las consideró aglomeraciones de materia cósmica en proceso de condensación para formar mundos, pero hoy se piensa que esta apariencia se debe a la lejanía y que, ayudados por instrumentos más poderosos, todas serían resolubles.

Una comparación familiar podrá darnos una idea, sin bien imperfecta, de cómo son las nebulosas resolubles: son como los grupos de chispas lanzados por una bomba de artificio en el instante de su explosión. Cada una de estas chispas representaría una estrella, y el conjunto sería la nebulosa o grupo de estrellas reunidas en un punto del espacio, sujetas a una ley común a atracción y movimiento. Vistas a una cierta distancia, esas chispas apenas se distinguen, pero en grupo presentan el aspecto de una pequeña nube de humo. Esta comparación sería exacta si se tratase de masas de materia cósmica condensada.

Nuestra Vía Láctea es una de esas nebulosas. Cuenta aproximadamente con treinta millones de estrellas o soles, que no ocupan menos de varios cientos de trillones de kilómetros de extensión y, sin embargo, no es la de mayor tamaño. Suponiendo sólo un promedio de veinte planetas habitados por cada sol, ello representaría alrededor de seiscientos millones de planetas para nuestro grupo.

Si pudiésemos viajar desde nuestra nebulosa hacia otra, nos hallaríamos rodeados como en la nuestra, pero por un cielo estrellado de aspecto diferente. Ésta, a pesar de sus dimensiones colosales en relación a nosotros, parecería de lejos una pequeña mancha lenticular perdida en el infinito. Pero antes de alcanzar la nueva nebulosa, seríamos como el viajero que abandona una ciudad y recorre un vasto país deshabitado antes de llegar a otra ciudad. Habríamos atravesado espacios inconmensurables sin estrellas ni planetas: lo que Galileo denominó desiertos del espacio. A medida que avanzásemos, veríamos a nuestra nebulosa escurrirse a nustras espaldas, disminuyendo de extensión ante nuestros ojos y, al mismo tiempo, delante nuestro se presentaría aquella hacia la cual nos dirigimos, cada vez más claramente, similar a la masa de chispas de los fuegos artificiales. Al transportarnos con el pensamiento a las regiones del espacio situadas más allá del archipiélago de nuestra nebulosa, veríamos alrededor nuestro millones de archipiélagos similares y de formas diversas, cada uno compuesto por millones de soles y cientos de millones de mundos habitados.

Todo lo que nos ayude a identificarnos con la inmensidad de la extensión y la estructura del Universo contribuirá a ampliar las ideas, limitadas al máximo por culpa de las creencias vulgares. Dios se agiganta ante nuestros ojos a medida que comprendemos mejor la grandeza de sus obras y nuestra pequeñez. Estamos lejos del Génesis mosaico que convertía a nuestro planeta en la creación principal de Dios y a sus habitantes en los únicos depositarios de su solicitud. Vemos la vanidad de los hombres que creen que todo ha sido creado para ellos en el Universo y la de quienes osan discutir la existencia del Ser Supremo. Dentro de algunos siglos causará asombros que una religión edificada para glorificar a Dios lo haya rebajado a proporciones tan mezquinas y rechazado como concepción demoníaca los descubrimientos que debían aumentar la admiración por su omnipotencia, al iniciarnos en los grandiosos misterio de la Creación. Se sorprenderán más aún cuando sepan que el rechazo se debía a que dichos descubrimientos emanciparían al espíritu de los hombres y, en consecuencia, restarían preponderancia a quienes se autodenominaban los representantes de Dios en la Tierra. [N. de A. Kardec.]