EL LIBRO DE LOS MÉDIUMS

Allan Kardec

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CAPÍTULO I - ¿HAY ESPÍRITUS?

1. La duda concerniente a la existencia de los Espíritus, tiene como primera causa la ignorancia de su verdadera naturaleza. Se les figura generalmente como seres aparte en la creación, y cuya necesidad no está demostrada. Muchos solo los conocen por los cuentos fantásticos que han oído desde la cuna, poco más o menos como se conoce la historia por las novelas; sin investigar si estos cuentos, separados los accesorios ridículos, se apoyan sobre un fondo de verdad, solo les impresiona lo absurdo; no quieren tomarse el trabajo de quitar la corteza amarga para descubrir la almendra y rehusan el todo, como hacen con la religión los que, por ver ciertos abusos, todo lo confunden en la misma reprobación.

Cualquiera que sea la idea que se forme de los Espíritus, esta creencia está necesariamente fundada sobre la existencia de un princípio inteligente fuera de la materia, y es incompatible con la negación absoluta de este principio. Tomamos, pues, nuestro punto de partida en la existencia, la supervivencia y la individualidad del alma, de lo que el Espiritualismo es la demostración teórica y dogmática, y el Espiritismo la demostración patente. Hagamos, por un instante, abstracción de las manifestaciones propiamente dichas, y raciocinando por inducción, veamos a qué consecuencia llegaremos.


2. Desde el momento que se admite la existencia del alma y su individualidad después de la muerte, es menester también admitir:

1º que es de una naturaleza diferente del cuerpo, pues una vez separada de éste no tiene ya sus propiedades;

2º que goza de la conciencia de sí misma, puesto que se le atribuyen la alegría o el sufrimiento; de otro modo sería un ser inerte, y tanto valdría para nosotros no tenerla. Admitido esto, el alma va a alguna parte; ¿en qué se convierte y a dónde va? Según la creencia común, va al cielo o al infierno ¿pero dónde están el cielo y el infierno? Se decía en otro tiempo que el cielo estaba arriba y el infierno abajo; ¿pero qué es lo que está arriba o abajo en el Universo desde que se conoce la redondez de la Tierra, el movimiento de los astros que hace que lo que es arriba en un momento dado venga a ser lo bajo en doce horas, lo infinito del espacio en el cual la mirada se sumerge en distancias inconmensurables? Es verdad que por lugares bajos se entienden también las profundidades de la Tierra; ¿pero qué han venido a ser estas profundidades desde que se han ojeado por la Geología? ¿Qué se han hecho estas esferas concéntricas llamadas cielo de fuego, cielo de las estrellas, desde que se sabe que la Tierra no es el centro de los mundos, que nuestro mismo Sol no es más que uno de los millones de soles que brillan en el espacio, y que cada uno de ellos es el centro de un torbellino planetario? ¿Qué importancia tiene la Tierra perdida en esta inmensidad?¿Por qué privilegio injustificable este grano de arena imperceptible, que no se distingue por su volumen ni por su posición, ni por un objeto particular, estaría solo él poblado de seres racionales? La razón rehusa admitir esta inutilidad de lo Infinito, y todo nos dice que esos mundos están habitados. Si están poblados, suministran pues su contingente al mundo de las almas; pero repetimos, ¿qué es de estas almas, puesto que la Astronomía y la Geología han destruido las moradas que les estaban señaladas, y sobre todo desde que la teoría tan racional de la pluralidad de los mundos, las ha multiplicado hasta el infinito? La doctrina de la localización de las almas, no pudiendo ponerse de acuerdo con los datos de la ciencia, otra doctrina más lógica les señala por dominio, no un lugar determinado, y circunscripto, sino el espacio universal: es todo un mundo invisible en medio del cual vivimos, que nos circuye y nos rodea sin cesar. ¿Hay en esto una imposibilidad, alguna cosa que repugne a la razón? De ningún modo; todo nos dice, al contrario, que no puede ser de otra manera. ¿Pero entonces qué vienen a ser las penas y las recompensas futuras, si les quitáis os lugares especiales? Observad que la incredulidad, respecto a esas penas y recompensas, generalmente, es provocada, porque se las presenta con condiciones inadmisibles; pero decid en lugar de esto que las almas sacan su dicha o su desgracia de sí mismas; que su suerte está subordinada a su estado moral; que la reunión de las almas simpáticas y buenas es una fuente de felicidad; que según su grado de depuración, penetran y ven cosas que se borran ante las almas groseras, y todo el mundo lo comprenderá sin trabajo; decid además que las almas solo llegan al grado supremo por medio de los esfuerzos que hacen para mejorarse y después de una serie de pruebas que sirven a su depuración; que los ángeles son las almas que han llegado al último grado, el que todas pueden alcanzar con buena voluntad; que los ángeles son los mensajeros de Dios encargados de velar en la ejecución de sus designios en todo el Universo; que son dichosos de estas misiones gloriosas, y daréis a su felicidad un fin más útil y más atractivo que el de una contemplación perpetua, que no sería otra cosas que una inutilidad perpetua; decid, en fin, que los demonios no son otros que las almas de los malvados, todavía no depuradas, pero que pueden llegar a serlo como las otras, y esto parecerá más conforme a la justicia y a la bondad de Dios, que la doctrina de seres creados para el mal y perpetuamente dedicados a él. He aquí, repetimos, lo que la razón más severa, la lógica más rigurosa, en una palabra, el buen sentido, pueden admitir.

Las almas que pueblan el espacio son precisamente lo que se llaman Espíritus; los Espíritus no son, pues, otra cosa que las almas de los hombres despojadas de su envoltura corporal. Si los Espíritus fuesen seres aparte, su existencia sería más hipotética; pero si admitimos que hay almas, es necesario también admitir los Espíritus que no son otros que las almas; si se admite que las almas están por todas partes, es necesario admitir igualmente que los Espíritus están por todo. No se podría, pues, negar la existencia de los Espíritus sin negar la de las almas.

3. Esto no es, en verdad, sino una teoría más racional que la otra; pero ya es mucho una teoría que no contradiga ni a la razón ni a la ciencia; si además está corroborada por los hechos, tiene para sí la sanción del razonamiento y de la experiencia. Estos hechos, nosotros los encontramos en el fenómeno de las manifestaciones espiritistas, que son así la prueba patente de la existencia y de la supervivencia del alma. Pero para muchas gentes, su creencia no va más allá, admiten la existencia de las almas y como consecuencia la de los Espíritus pero niegan la posibilidad de comunicarse con ellos, por la razón, dicen, que seres inmateriales, no pueden obrar sobre la materia. Esta duda está fundada sobre la ignorancia de la verdadera naturaleza de los Espíritus, de la cual se forma generalmente una idea muy falsa, que se les considera sin razón como seres abstractos, vagos e indefinidos, lo que no es así.

Figurémonos desde luego al Espíritu en su unión con el cuerpo; el Espíritu es el ser principal, puesto, que es el ser pensador y superviviente; el cuerpo no es, por conseguiente, más que un accesorio del Espíritu, una envoltura, un vestido que deja cuando está usado. Además de esta envoltura material, el Espíritu tiene una segunda, semimaterial que le une a la primera; en la muerte, el Espíritu se despoja de ésta, pero no de la segunda a la que nosotros damos el nombre de periespíritu. Esta envoltura semimaterial que afecta la forma humana, constituye para él un cuerpo fluídico, vaporoso, pero que, por ser invisible para nosotros en su estado normal no deja de poseer algunas de las propiedades de la materia. El Espíritu no es, pues, un punto, una abstracción, sino un ser limitado y circunscripto, al cual sólo falta ser visible y palpable para parecerse a los seres humanos. ¿Por qué no obraría sobre la materia? ¿Por qué su cuerpo es fluídico? ¿Pero no es entre los fluidos más rarificados, los mismos que se miran como imponderables, la electricidad, por ejemplo, que el hombre encuentra sus más poderosos motores? ¿Es que la luz imponderable no ejerce una acción química sobre la materia ponderable? Nosotros no conocemos la naturaleza íntima del periespíritu; pero supongámosle formado de materia eléctrica, o de otra tan sutil como ésta, ¿por qué no tendría la misma propiedad siendo dirigida por una voluntad?

4. La existencia del alma y la de Dios, que son consecuencia una de la otra, siendo la base de todo el edificio, antes de entablar alguna discusión espiritista, importa asegurarse si el interlocutor admite esta base. Si a estas preguntas:
¿Creéis en Dios?
¿Creéis tener un alma?
¿Creéis en la supervivencia del alma después de la muerte?
– responde negativamente, o si dice simplemente: Yo no sé; querría que fuese así, pero no estoy seguro de ello, lo que, las más veces, equivale a una cortés negativa, disfrazada bajo una forma menos explícita a fin de no chocar muy bruscamente lo que él llama preocupaciones respetables, sería tan inútil ir más allá, como el pretender demostrar las propiedades de la luz al ciego que no la admitiese, porque en definitiva, las manifestaciones espiritistas no son otra cosa que los efectos de las propiedades del alma; con aquél es necesario seguir otro orden de ideas si no se quiere perder el tiempo.

Si se admite la base, no a título de probabilidad, si no como cosa segura, incontestable, la existencia de los Espíritus, se deduce naturalmente.

5. Resta ahora la cuestión de saber si el Espíritu puede comunicarse al hombre, esto es, si puede hacer con él intercambio de pensamientos. ¿Y por qué no? ¿Qué es el hombre si no un Espíritu encarcelado en un cuerpo? ¿Por qué el Espíritu libre no podría comunicarse con el Espíritu en prisión, como el hombre libre con el que está entre cadenas? Desde luego que admitís la supervivencia del alma, ¿es racional no admitir la supervivencia de los afectos? Puesto que las almas están por todas partes, ¿no es natural el pensar que la de un ser que nos ha amado durante su vida, venga cerca de nosotros, que desee comunicarse, y que se sirva para esto de los medios que están a su disposición? ¿Durante su vida no obraba sobre la materia de su cuerpo? ¿No era ella quién dirigía sus movimientos? ¿Por qué, pues, después de su muerte, de acuerdo con otro Espíritu ligado a un cuerpo, no tomaría este cuerpo vivo para manifestar su pensamiento, como un mudo puede servirse de uno que hable para hacerse comprender?

6. Hagamos por un instante abstracción de los hechos que, para nosotros, hacen la cosa incontestable; admitámoslos a título de simple hipótesis; pidamos que los incrédulos nos prueben, no por una simple negativa, porque su dictamen personal no puede hacer ley, sino por razones perentorias, que esto no puede ser. Nosotros nos colocaremos sobre su terreno, y puesto que quieren apreciar los hechos espiritistas con ayuda de las leyes de la materia, que tomen, por consiguiente, en este arsenal, alguna demostración matemática, física, química, mecánica, y fisiológica, y prueben por a más b, partiendo siempre del principio de la existencia y supervivencia del alma:

1º Que el ser que piensa en nosotros durante la vida no debe pensar más después de la muerte.

2º Que, si piensa, no debe pensar más en los que ha amado.

3º Que si piensa en aquellos que ha amado, no debe querer ya comunicarse con ellos.

4º Que si puede estar por todas partes, no puede estar a nuestro lado.

5º Que si está a nuestro lado, no puede comunicarse con nosotros.

6º Que por su envoltura fluídica no puede obrar sobre la materia inerte.

7º Que si puede obrar sobre la materia inerte, no puede obrar sobre un ser animado.

8º Que si puede obrar sobre un ser animado, no puede dirigir su mano para hacerle escribir.

9º Que pudiendo hacerlo escribir, no puede responder a sus preguntas y trasmitirle su pensamiento.

Cuando los adversarios del Espiritismo nos hayan demostrado que esto no puede ser, por razones tan patentes como aquellas por las cuales Galileo demostró que no es el Sol el que da vueltas alrededor de la Tierra, entonces podremos decir que sus dudas son fundadas; desgraciadamente hasta este día toda su argumentación se resume en estas palabras: Yo no creo, luego esto es imposible. Nos dirán sin duda que toca a nosotros probar la realidad de las manifestaciones; nosotros se la probamos por los hechos y el raciocinio; si no admiten ni lo uno ni lo otro, si aún niegan lo que ven, corresponde a ellos el probar que nuestro raciocinio es falso y que los hechos son imposibles.