EL CIELO Y EL INFIERNO o La Justicia Divina según el Espiritismo
Contiene
EL EXAMEN COMPARADO DE LAS DOCTRINAS SOBRE EL TRÁNSITO DE LA VIDA CORPORAL A LA VIDA ESPIRITUAL, LAS PENAS Y LAS RECOMPENSAS FUTURAS, LOS ÁNGELES Y LOS DEMONIOS, LAS PENAS ETERNAS, ETCÉTERA, SEGUIDO DE NUMEROSOS EJEMPLOS DE LA SITUACIÓN REAL DEL ALMA EN EL MOMENTO DE LA MUERTE Y DESPUÉS DE ELLA.
Por Allan Kardec
“Por mi vida, dice Dios el Señor, que yo no quiero la muerte del impío, sino que el impío se convierta, que deje su mala vida y viva.” (EZEQUIEL, 33:11.)
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I - El porvenir y la nada
Todo hombre siente el deseo de vivir, de gozar, de querer, de ser feliz. Decid a uno que sepa que va a morir que vivirá todavía, que su hora no ha llegado, decidle sobre todo que será más feliz de lo que ha sido, y su corazón palpitará de alegría. ¿Pero por qué estas aspiraciones de dicha, si un soplo puede desvanecerlas?
¿Acaso existe algo más aflictivo que el pensamiento de la absoluta destrucción? Puros afectos, inteligencia, progreso, saber laboriosamente adquirido, todo esto sería perdido, aniquilado. ¿Qué necesidad habría de esforzarse en ser mejor, reprimirse para refrenar sus pasiones, fatigarse en adornar su inteligencia, si no debe uno recoger de todo fruto alguno, sobre todo con el pensamiento de que mañana quizá no nos sirva ya para nada? Si así sucediese, el destino del hombre sería cien veces peor que el del bruto, porque el bruto vive enteramente para el presente, para satisfacción de sus apetitos materiales, sin aspiración al porvenir. Una intuición íntima afirma que esto no es posible.
Si el respeto humano detiene a algunos, ¿qué freno tendrán aquellos que nada temen? Dicen que la justicia humana sólo alcanza a los torpes, por esto discurren cuanto pueden para eludirla. Si hay una doctrina malsana y antisocial, seguramente es la del nihilismo, porque rompe los verdaderos lazos de la solidaridad y de la fraternidad, fundamentos de las relaciones sociales.
Si las consecuencias no son tan desastrosas como lo pudieran ser, es primeramente porque la mayor parte de los incrédulos tienen más fanfarronería que verdadera incredulidad, más duda que convicción, porque tienen miedo del que manifiesta al anonadamiento. El título de espíritu fuerte, lisonjea su amor propio. Además, los incrédulos absolutos están en ínfima minoría, sufren, a pesar suyo, el ascendiente de la opinión contraria, y son contenidos por una fuerza material. Pero si la incredulidad absoluta fuese un día la opinión de la mayoría, la sociedad quedaría disuelta. A esto tiende la propaganda de la idea del nihilismo. (1)
Cualesquiera que sean las consecuencias, si el nihilismo fuese una verdad habría que aceptarlo. Y no serían ni sistemas contrarios, ni el temor del mal que resultaría, los que podrían impedir que lo fuese. No hay, pues, que hacerse ilusiones. El escepticismo, la duda, la indiferencia, aumentan cada día, a pesar de los esfuerzos de la religión. Si la religión es impotente contra la incredulidad es porque le falta algo para combatirla, de manera que si permaneciese inactiva en un tiempo dado, sería infaliblemente vencida. Lo que le falta en este siglo de positivismo, en el que se quiere comprender antes que creer, es la sanción de esas doctrinas por hechos positivos, así como la concordancia de ciertas doctrinas con los datos positivos de la ciencia. Si ésta dice blanco y los hechos dicen negro, hay que optar entre la evidencia o la fe ciega.
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1. Un joven de dieciocho años padecía de una enfermedad de corazón declarada incurable. La ciencia había dicho: puede morir tanto dentro de ocho días, como dentro de dos años, pero no pasará de ahí. Lo supo el joven, y al momento abandonó los estudios y se entregó a todos los excesos. Cuando se le decía lo peligroso que era en su situación esa vida desordenada, contestaba: “¡Qué me importa, puesto que sólo he de vivir dos años! ¿A qué cansar mi imaginación? Yo disfruto de lo que me resta y quiero divertirme hasta el fin.”
He aquí la consecuencia lógica del nihilismo. Si este joven hubiese sido espiritista, habría sostenido: “La muerte sólo destruirá mi cuerpo, que dejaré como un vestido viejo, pero mi espíritu vivirá siempre. Yo seré en la vida futura lo que habré procurado ser en ésta. Nada de cuanto pueda adquirir en cualidades morales e intelectuales será perdido, y redundará en provecho de mi adelanto. Todos los defectos de que me despoje son un paso más hacia la felicidad. Mi dicha o mi desgracia venideras dependen de la utilidad o inutilidad de mi existencia presente. Me interesa mucho aprovechar el poco tiempo que me queda, y evitar cuanto pueda debilitar mis fuerzas.”
De estas dos doctrinas, ¿cuál es la preferible?
Cada uno es libre, sin duda alguna, en su creencia, de creer algo o de no creer nada. Pero aquellos que quieren hacer prevalecer en la mente de las masas, de la juventud sobre todo, la negación del porvenir apoyándose en la autoridad de su saber y del ascendiente de su posición, siembran en la sociedad gérmenes de turbación y de disolución, y contraen una grave responsabilidad.
CAPÍTULO II - Temor a la muerte
Causas del temor a la muerte
Por qué los espiritistas no tienen temor a la muerte
Lo que les sostiene no es solamente la esperanza, sino la certidumbre. Saben que la vida futura no es más que la continuación de la vida presente en mejores condiciones, y la esperan con la misma confianza con que esperan la salida del sol después de una noche tempestuosa. Los movimientos de esta confianza están en los hechos de los que son testigos, y en la concordancia de estos con la lógica, la justicia y la bondad de Dios, y las aspiraciones íntimas del hombre.
Para los espíritus el alma no es ya una abstracción. Tiene un cuerpo etéreo que hace de ella un ser definido, que el pensamiento abarca y comprende. Esto es ya mucho para fijar las ideas sobre su individualidad, sus aptitudes y sus percepciones. El recuerdo de aquellos seres queridos descansa sobre algo real y positivo. No nos los representamos ya como llamas fugitivas que nada recuerdan al pensamiento, sino bajo una forma concreta que nos los manifiesta mejor como seres vivos. Además, en lugar de estar perdidos en las profundidades del espacio, están a nuestro alrededor. El mundo corporal y el mundo espiritual están en perpetuas relaciones, y se asisten mutuamente. No cabiendo ya duda sobre el porvenir, el temor a la muerte no tiene razón de ser. Se la ve venir con serenidad, como a una libertadora, como la puerta de la vida y no como la de la nada.
CAPÍTULO III - El Cielo
Esa idea, que procedía de la insuficiencia de los conocimientos astronómicos, fue la de todas las teogonías que clasificaron los cielos, así escalonados, en varios grados de beatitud, y el último era la mansión de la suprema felicidad. Según la opinión más general había siete, de ahí la expresión estar en el séptimo cielo para expresar la dicha perfecta. Los musulmanes admiten nueve, en cada uno de los cuales se aumenta la felicidad de los creyentes. El astrónomo Ptolomeo (1) contaba once, de los cuales el último era llamado Empíreo (2) por la luz brillante que allí hay. Este es todavía el nombre poético dado a la mansión de la gloria eterna. La teología cristiana reconoce tres cielos: el primero es el de la región del aire y de las nubes; el segundo es el espacio en el que se mueven los astros; el tercero, más allá de la región de los astros, es la mansión del Todopoderoso y de los elegidos, que contemplan a Dios cara a cara. Según esta creencia, se dice que san Pablo fue arrebatado al tercer cielo.
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1. Ptolomeo vivía en Alejandría, Egipto, el segundo siglo de la Era cristiana.
2. Del griego pur o pyr, fuego.
El Espiritismo la resuelve demostrando el verdadero destino del hombre. Tomando por punto de partida la naturaleza de éste y los atributos de Dios, se llega a la conclusión de que, partiendo de lo conocido, se llega a lo desconocido por una deducción lógica, sin mencionar las observaciones directas que el Espiritismo permite hacer.
Los seres del mundo corporal, por el mismo hecho de tener una envoltura material, han de residir en la Tierra o en otro planeta cualquiera. El mundo espiritual está en todas partes, alrededor nuestro y en el espacio, puesto que no tiene límites. En razón a la naturaleza fluídica de su envoltura, los seres que la componen, en lugar de arrastrarse penosamente por el suelo, traspasan las distancias con la rapidez del pensamiento. La muerte del cuerpo es la rotura de los lazos que los cautivaba.
Una comparación vulgar hará comprender aún mejor esta situación. En un concierto se encuentran dos hombres. El primero es un buen músico, con oído fino, el segundo sin conocimientos musicales y con poco oído. El primero experimenta una sensación muy agradable mientras que el segundo se queda insensible, porque el uno comprende y percibe lo que no produce impresión alguna en el otro. Así sucede con todos los goces de los espíritus: están en proporción de su aptitud para sentirlos. El mundo espiritual tiene en todas partes esplendores, armonías y sensaciones que los espíritus inferiores, todavía sometidos a la influencia de la materia, ni aún vislumbran, y sólo los espíritus purificados lo perciben.
La bienaventuranza suprema sólo es peculiar de los espíritus perfectos, es decir, de los espíritus puros. Sólo la alcanzan después de haber progresado en inteligencia y moralidad.
El progreso intelectual y el progreso moral rara vez marchan a la par, pero lo que el espíritu no hace en un tiempo, lo hace en otro, de manera que los dos progresos concluyen al llegar a un mismo nivel. Esta es la razón del por qué se ven frecuentemente hombres inteligentes e instruidos muy poco adelantados moralmente y viceversa.
En cada nueva existencia, el espíritu trae lo que ha adquirido en las precedentes, en aptitudes, conocimientos intuitivos, inteligencia y moralidad. Cada existencia es así un paso adelante en la vía del progreso. (3)
La encarnación es inherente a la inferioridad de los espíritus: no es necesaria para aquellos que traspasaron el límite y que progresan en el estado espiritual o en las existencias corporales de los mundos superiores, que nada tienen de la materialidad terrestre. La encarnación de estos seres superiores en mundos materializados es voluntaria, con el objeto de ejercer con los encarnados una acción más directa para el cumplimiento de la misión de la cual están encargados y por la cual deben estar cerca de ellos. Aceptan las vicisitudes y los padecimientos por abnegación.
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3. Véase la nota del Cáp. I, n. º3.
El espíritu progresa igualmente en la erraticidad. Allí adquiere conocimientos especiales que no podría lograr en la Tierra, y sus ideas se modifican. El estado corporal y el espiritual son para él el origen de dos géneros de progreso solidarios el uno con el otro, y por eso pasa alternativamente por estos dos modos de existencia.
La vida en los mundos superiores es ya una recompensa porque allí no se sufren los males y las vicisitudes con las cuales se lucha aquí en la Tierra. Los cuerpos, menos materiales, casi fluídicos, no están expuestos ni a las enfermedades ni a los accidentes, ni incluso a las necesidades.
Estando excluidos de allí los malos espíritus, los hombres viven en paz, sin otro cuidado que el de su adelanto por el trabajo de la inteligencia. Allí impera la verdadera fraternidad porque no hay egoísmo, la verdadera libertad porque no hay orgullo, la verdadera igualdad porque no hay desórdenes que reprimir ni ambiciosos que quieran oprimir al débil. Estos mundos comparados con la Tierra son verdaderos paraísos; son etapas del camino del progreso que conduce al estado definitivo. La Tierra es un mundo inferior destinado a la depuración de los espíritus imperfectos, y ésta es la razón por la cual domina el mal, hasta que Dios quiera hacer de este planeta una mansión de espíritus más adelantados.
Así pues, el espíritu, progresando gradualmente a medida que se desarrolla, llega al apogeo de la felicidad. Pero antes de haber alcanzado el punto culminante de la perfección, goza de una dicha en proporción con su adelanto, del mismo modo que el niño disfruta de los placeres de su edad infantil, más tarde de los la de juventud, y finalmente los más sólidos de la edad madura.
La suprema dicha consiste en el goce de todos los esplendores de la Creación, que ninguna lengua humana podría expresar y que ni la imaginación más desarrollada podría concebir. Consiste en el conocimiento y la penetración de todas las cosas, en la carencia de todas las penas físicas y morales, en una satisfacción íntima, en una serenidad de alma que nada turba, en el amor puro que une todos los seres, resultado de ningún roce ni contacto con los malos, y, sobre todo, en la visión de Dios y en la contemplación de sus misterios revelados a los más dignos. Consiste también en las funciones, cuyo encargo es una dicha. Los espíritus puros son los mesías mensajeros de Dios para la transmisión y la ejecución de sus voluntades. Llevan a cabo las grandes misiones, presidiendo a la formación de los mundos y a la armonía general del Universo, cometido glorioso al cual se llega con la perfección. Los espíritus de rango más elevado son los únicos iniciados en los secretos de Dios, inspirándose en su pensamiento, puesto que son sus representantes directos.
En todas partes, pues, todo es vida y movimiento. Ni un rincón hay en el infinito que no esté poblado, ni una región que no sea incesantemente recorrida por innumerables legiones de seres radiantes, invisibles a los sentidos groseros de los encarnados, pero cuya contemplación llena de admiración y de la alegría a las almas libres ya de la materia. En todas partes, en fin, hay una dicha relativa para todos los progresos, para todos los deberes bien cumplidos. Cada uno lleva consigo los elementos de su dicha, en proporción a la categoría en que le coloca su grado de adelanto.
La dicha radica en las cualidades propias de los individuos, y no en el estado material del centro en que se encuentran. La dicha está, pues, en todas partes donde haya espíritus capaces de ser felices, y no tiene ningún sitio señalado en el Universo. En cualquier lugar en que se encuentren los espíritus puros puede contemplarse la Divina Majestad, porque Dios está en todas partes.
Al lado de este cuadro grandioso que puebla todos los rincones del Universo, que da a todos los componentes de la Creación un objeto y una razón de ser, ¡cuán pequeña y mezquina es la doctrina que circunscribe la Humanidad a un imperceptible punto del espacio, que nos la presenta empezando en un día con el mundo que la sustenta, no abrazando así más que un minuto en la eternidad! ¡Cuán triste, fría y helada es, cuando nos muestra el resto del Universo, antes, durante y después de la Humanidad terrestre sin vida, sin movimiento, como un inmenso desierto sumergido en el silencio! ¡Cuán desconsoladora es, según algunas doctrinas, que tan sólo destina a un pequeño número de elegidos a la contemplación perpetua, mientras que la mayoría de las criaturas quedan condenadas a padecimientos sin fin! ¡Cuán aflictiva es, para los corazones amorosos, por la barrera que interpone entre los muertos y los vivos! Las almas felices, se dice, sólo piensan en su dicha; y las que son desdichadas, en sus sufrimientos. ¿Qué tiene de extraño que el egoísmo domine en la Tierra, cuando nos lo enseñan en el cielo? ¡Cuán pequeña es entonces la idea que se da de la grandeza, del poderío y de la bondad de Dios!
¡Cuán sublime es, por el contrario, la que de ella da el Espiritismo! ¡Cuánto dilata las ideas esta doctrina! ¡Cuánto amplía el pensamiento! Más, ¿quién nos asegura que es la verdadera? Ante todo, la razón, después la revelación, y por fin, su concordancia con el progreso de la ciencia. Entre dos doctrinas de las cuales una amengua y la otra desarrolla los atributos de Dios; de las que una está en desacuerdo y la otra en armonía con el progreso; de las que una queda rezagada y la otra marcha adelante, el buen sentido dice de qué lado está la verdad. Ante estas dos doctrinas, que cada uno, en su fuero interno, consulte sus aspiraciones, y una voz íntima le contestará: Las aspiraciones son la voz de Dios que no puede engañar a los hombres.
Antes que la ciencia hubiese revelado a los hombres las fuerzas de la Naturaleza, la constitución de los astros, el verdadero objeto y la formación de la Tierra, ¿cómo habrían podido comprender la inmensidad del espacio, la pluralidad de mundos? Antes de que la geología hubiese probado la formación de la Tierra, ¿cómo habrían podido desalojar de su centro el infierno y comprender el sentido alegórico de los seis días de la Creación? Antes de que la astronomía hubiese descubierto las leyes que rigen el Universo, ¿cómo habrían podido comprender que no hay ni alto ni bajo en el espacio, que el cielo no está encima de las nubes, ni limitado por las estrellas? Antes de la ciencia psicológica, ¿cómo habrían podido identificarse con la vida espiritual? ¿Concebir, después de la muerte, una vida feliz o desgraciada, a no ser en un sitio circunscrito y bajo una forma material? No; comprendiendo más por los sentidos que por el pensamiento, el Universo era demasiado vasto para su cerebro. Era necesario reducir a proporciones menos extensas para ponerlo a su alcance, aunque más adelante tuvieran que ensancharlo. Una revelación parcial tenía su utilidad: era prudente entonces; hoy es insuficiente. La falta de razón está en aquellos que, no teniendo en cuenta el progreso de las ideas, creen poder gobernar a los hombres de edad madura con los andadores de la niñez. (Véase El Evangelio según el Espiritismo, Cáp. III.)
CAPÍTULO IV - El Infierno
Intuición de las penas futuras
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(1). Un subyugado, a quien el cura de su aldea pintaba la vida futura de un modo seductor y atractivo, le preguntó si allí todo el mundo comía pan blanco como en París.
El infierno cristiano imitado del infierno pagano
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2. Sermón predicado en Montpellier en 1860.
3. “Los bienaventurados, sin salir del lugar que ocupaban, saldrán de cierto modo, en virtud de su don de inteligencia y de clarividencia, a fin de contemplar los tormentos de los condenados. Y viéndoles, no sólo no sentirán ningún dolor, sino que les enajerará la alegría, y darán gracias a Dios de su propia dicha asistiendo a la inefable calamidad de los impíos” (Santo Tomás de Aquino).
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(4). Sermón predicado en París en 1861.
El infierno de los paganos contenía, en un lado, los Campos Elíseos, y en el otro, el Tártaro. El Olimpo, mansión de los dioses y de los hombres divinizados, estaba en las regiones superiores. Según el Evangelio, Jesús descendió a los infiernos, es decir, a los lugares bajos, para sacar de allí a las almas justas que esperaban su venida.
Los infiernos no eran, pues, únicamente un lugar de suplicios, lo mismo que los de los paganos estaban en los lugares bajos. Así como el Olimpo, la mansión de los ángeles y de los santos, estaba en las regiones elevadas, la habían colocado más allá del cielo de las estrellas, que se creía era limitado.
He aquí como las ideas del infierno pagano se han perpetuado hasta nuestros días. Ha sido necesaria la difusión de los conocimientos de los tiempos modernos y del desarrollo general de la inteligencia humana para condenarlas. Pero entonces, como nada positivo había suscitado a las ideas admitidas, al largo período de una creencia ciega sucedió, como transición, el período de incredulidad, al cual la nueva revelación viene a poner término. Era preciso demoler antes de reconstruir, porque es más fácil hacer admitir ideas justas a aquellos que en nada creen, porque ven que les falta algo, que no a los que tienen una fe robusta en lo que es absurdo.
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(5) El Evangelio según el Espiritismo, Cáp. III.
El limbo
Cuadro del infierno pagano
“-¿Qué desgracia es la vuestra -le dijo-, y quién fuisteis en la Tierra?
“-Fui Nabofarzán, rey de la soberbia Babilonia. Todos los pueblos de Oriente temblaron sólo al oír mi nombre. Me hacía adorar por los babilonios en un templo de mármol en el que me hallaba representado por una estatua de oro, ante la cual ardían día y noche los preciosos perfumes de la Etiopía. Jamás persona alguna se atrevió a contradecirme, sin que inmediatamente fuera castigada, y cada día se inventaban nuevos placeres para hacerme más deliciosa la vida. Aún era joven y robusto. ¡Ah, cuántas prosperidades me quedaban aún por gozar en el trono! Pero una mujer a quien amaba y que no me amó, me hizo comprender perfectamente que no era un dios. Me envenenó y en la actualidad nada soy. Mis cenizas fueron ayer depositadas con pompa en una urna de oro. No faltó quien llorara y se arrancara los cabellos. No faltó quien aparentara quererse arrojar a las llamas de mi hoguera para morir conmigo, ni falta quien vaya a llorar al pie de la soberbia tumba donde se colocaron mis cenizas. Pero nadie me echa de menos. Mi memoria es horrible incluso para los de mi familia, y aquí me hacen ya experimentar horrorosos sufrimientos.
“Telémaco, conmovido por este espectáculo, le dijo:
“¿Fuisteis verdaderamente feliz durante vuestro reinado? ¿Sentisteis esa dulce paz sin la cual el corazón se halla siempre oprimido y triste en medio de las delicias?
“-No -contestó el babilonio-. Hasta ignoro lo que queréis decir. Los sabios ponderan esa paz como el único bien. En cuanto a mí, jamás la conocí. Mi corazón estaba sin cesar agitado por nuevos deseos, temores y esperanzas. Procuraba embriagarme con el desbordamiento de mis pasiones, y tenía un empeño especial en mantener esa embriaguez a fin de que fuese continua, puesto que el menor intervalo mi razón serena me hubiera sido harto amargo. Esta es la paz que he gozado. Otra cualquiera que no sea ésta me parece una fábula y un sueño. Estos son los únicos bienes que echo de menos.
“Durante la narración de su vida, el babilonio lloraba como un hombre débil, enervado por las prosperidades y que no está acostumbrado a soportar con firmeza una desgracia. Tenía junto a él algunos esclavos a quienes habían hecho morir para honrar sus funerales. Mercurio los había entregado a Caronte junto con su rey, dándoles un poder absoluto sobre él, a quien habían servido en la Tierra. Las sombras de los esclavos ya no temían a la de Nabofarzán. Antes bien, la tenían encadenada y la atormentaban cruelmente. Uno le decía:
“-¿Acaso no éramos hombres como tú? ¿Cómo puedes ser tan necio de creerte un dios sin acordarte que eres de la raza humana como los demás hombres?
“El otro le decía para insultarle:
“-Tenías razón en no querer que te creyesen un hombre, porque eres un monstruo sin humanidad.
“Un tercero añadía:
“-Vamos, ¿qué se ha hecho de tus aduladores? ¡Desgraciado, nada tienes ya que dar! ¡Ningún mal puedes hacer! Eres aquí esclavo de tus mismos esclavos. Los dioses son lentos en hacer justicia, pero al final, la hacen.
“Al oír palabras tan duras, Nabofarzán se revolcaba por el suelo arrancándose los cabellos en un acceso de rabio y de desesperación. Y Caronte decía a los esclavos:
“-Tiradle de la cadena. Levantadle a pesar suyo para que ni incluso tenga el consuelo de ocultar su vergüenza. Es necesario que todas las sombras que gimen en la Estigia la presencien, para justificar así a los dioses que tan largo tiempo consistieron en que ese impío reinase en la Tierra.
“Telémaco vio luego, muy de cerca de él, el negro Tártaro, del que se desprendía un humo negro y espeso, cuyo hedor pestilencial produciría la muerte, si se esparciera por la morada de los vivos. Ese humo cubría un río de fuego y torbellinos de llamas, cuyo ruido, semejante al de los torrentes más impetuosos cuando se precipitan desde las elevadas rocas hasta los hondos valles, impedía que pudiese oírse nada distintamente en aquellos tristes sitios.
“Telémaco, secretamente armado por Minerva, penetró sin temor en el abismo. Enseguida vio muchos hombres que habían vivido en las posiciones sociales más bajas, y que eran castigados por haberse procurado riquezas con fraudes, traiciones y crueldades. Notó allí a muchos impíos hipócritas, que, aparentando amar la religión, se sirvieron de ella como de un buen pretexto para satisfacer su ambición y burlarse de los hombres crédulos. Hombres que así habían abusado de la misma virtud, aunque sea ésta el mayor don de los dioses, eran castigados como los más grandes criminales.
“Los hijos que habían degollado a sus padres, las esposas que habían manchado sus manos en la sangre de sus esposos, los traidores que habían vendido su patria violando todos los juramentos, sufrían penas menos crueles que semejantes hipócritas.
“Los tres jueces del infierno así lo quisieron, y he aquí en lo que se fundaron: esos hipócritas no se contentan con ser malos como los impíos, sino que quieren pasar por buenos, y lograr con su falsa virtud que los hombres no se atrevan a confiar en la verdadera. Los dioses. De quienes se mofaron y a quienes hicieron despreciables ante los hombres, se complacen en desplegar todo su poderío para vengarse de sus insultos.
“Cerca de éstos aparecían otros hombres a quienes el vulgo apenas cree culpables, pero que la venganza divina persigue sin piedad: éstos son los ingratos. Los embusteros, los aduladores que alabaron el vicio, los satíricos maliciosos que trataron de mancillar la virtud más pura, en fin, los que juzgaron las cosas a la ligera sin conocerlas a fondo, perjudicando con esto la reputación de los inocentes.
“Telémaco, viendo a los tres jueces que estaban sentados y que sentenciaban a un hombre, se atrevió a preguntarles cuáles eran sus crímenes. Entonces el sentenciado tomó la palabra y exclamó:
“-Jamás hice daño alguno. Me complací en hacer el bien. Fui generoso, liberal, justo, compasivo. ¿Qué pueden, pues, echarme en cara?
“Entonces Mimos le dijo:
“-No se te reprocha nada respecto a los hombres. Pero, ¿acaso no debías más a los dioses que a los hombres? ¿Dónde está, pues, esa justicia de que tanto te jactas? Tú no faltaste a ninguno de tus deberes hacia los hombres, que nada son. Has sido virtuoso, pero has referido toda tu virtud a ti mismo y no a los dioses que te la dieron, porque querías gozar del fruto de tu propia virtud y encerrarte dentro de ti mismo, tú has sido tu dios. Pero los dioses, que todo lo hicieron y que nada hicieron sino para sí mismo, no pueden renunciar a sus derechos. Tú los olvidaste, ellos te olvidarán, te entregarán a ti mismo, puesto que quisiste ser tuyo, no de ellos. Busca, ahora si puedes, tu consuelo en tu propio corazón. Estás, pues, separado para siempre de los hombres a quienes quisiste agradar. Estás solo contigo mismo porque eres tu ídolo. Aprende que no hay verdadera virtud sin el respeto y el amor de los dioses, a quienes todo es debido. Tu falsa virtud, que mucho tiempo alucinó a los hombres fáciles de engañar, va a ser descubierta. Los hombres, que sólo aprecian los vicios y las virtudes por lo que les choca o les conviene, son ciegos respecto del bien como del mal. Aquí, una luz divina derrumba todos sus juicios superficiales, y condena a menudo lo que ellos admiran y justifica lo que condenan.
“A estas palabras, aquel filósofo, como herido por un rayo, no podía soportarse a sí mismo. La complacencia con que miraba otras veces su moderación, su valor y sus inclinaciones generosas se troncó en desesperación. La vista de su corazón enemigo de los dioses, se trueca en suplicio para él. Se mira y no puede dejar de mirarse. Ve la vanidad de los juicios humanos, a los cuales quiso complacer en todas sus acciones. Se hace una revolución universal en cuanto está dentro de él mismo, como si trastornase todas las entrañas. No se encuentra ya él mismo, carece de todo apoyo en su corazón. Su conciencia, cuyo testimonio le fue tan grato, se subleva contra él y le echa en cara amargamente el extravío y la ilusión de todas sus virtudes, que no tuvieron por principio y fin el culto de la divinidad. Está turbado, consternado, lleno de vergüenza, de remordimientos y de desesperación.
“Las furias no le atormentan, porque les basta haberles entregado a sí mismo y porque su propio corazón deja bastante vengados a los dioses despreciados. Busca los sitios más sombríos para ocultarse a sí mismo. Busca las tinieblas sin poder hallarlas. Una luz importuna les sigue por todas partes, y todos los rayos refulgentes de la verdad vienen a vengar la verdad que él no quiso seguir.
“Todo aquello que amó se le hace odioso, como siendo origen de sus males, que nunca tendrán fin. Dice en su interior: ¡Oh, insensato de mí! ¡No conocí, pues, ni a los dioses ni a los hombres, ni a mí mismo! No, nada he conocido, puesto que nunca amé el verdadero bien. Cada paso mío fue un extravío; mi sabiduría, locura; mi virtud, un orgullo impío y ciego; yo mismo era mi ídolo.
“Por fin, Telémaco vio a los reyes que fueron condenados por haber abusado de su poder. Por un lado, una furia vengadora les presentaba un espejo que les manifestaba toda la deformidad de sus vicios. Allí veían, sin poderlo evitar, su grosera vanidad ávida de las más groseras alabanzas; su dureza para con los hombres, cuya felicidad debieron hacer; su insensibilidad para la virtud, su temor de oír la verdad, su inclinación hacia los hombres afeminados y aduladores, su malicia, su indolencia, su desconfianza indebida, su fausto y excesiva magnificencia fundada sobre la ruina de los pueblos, su ambición para comprar un poco de vanagloria con la sangre de sus ciudadanos. En fin, su crueldad, que buscó cada día nuevos deleites entre las lágrimas y la desesperación de tantos desgraciados. Se veían sin cesar en aquel espejo, se consideraban más horrorosos y más monstruosos que la Quimera vencida por Belerofonte, que la Hidra Lerna, muerta por Hércules, que aun el mismo Cerbero, aunque arroje por sus tres bocas entreabiertas una sangre negra y venenosa, capaz de apestar a toda la raza de los mortales que viven sobre la Tierra.
“Entre aquellos objetos que hacían erizar los cabellos a Telémaco, vio a muchos de los antiguos reyes de Lydia que eran castigados por haber preferido los placeres de una vida indolente al trabajo para el alivio de los pueblos, que deben ser inseparables de los gobernantes.
“Aquellos reyes se echaban en cara los unos a los otros su ceguedad. El uno decía al otro, que fue su hijo: « ¿No os había encargado muchas veces, durante mi vejez y antes de mi muerte, que remediaseis los males que yo había hecho por descuido?»
“«¡Ah!, desgraciado padre -decía el hijo-, vos sois la causa de mi perdición. Vuestro ejemplo fue el que inspiró el fausto, el orgullo, la sensualidad y la dureza para con los hombres. Viéndoos reinar con tanta molicie y rodeado de cobardes aduladores, me acostumbré a la lisonja y a los placeres. Creí que los demás hombres eran respecto de los reyes lo que los caballos y los demás animales de carga son para los hombres, es decir, animales de que sólo se hace caso en proporción a los servicios que prestan y a las comodidades que proporcionan. Lo creí, vos sois quien me lo hicisteis creer, y actualmente sufro tantos males por haberos imitado.»
“A estos reproches añadían las más horrendas maldiciones, y parecían furiosos y próximos a desgarrarse recíprocamente.
“En torno de esos reyes revoloteaban todavía, como lechuzas, las crueles sospechas, los vanos temores, las desconfianzas que vengan a los pueblos de la dureza de sus reyes, el hambre insaciable de riquezas, la vanagloria tiránica, y la molicie cobarde que aumenta todos los males que se padecen sin poder jamás dar sólidos placeres.
“Se veía a muchos de esos reyes severamente castigados, no por los males que hicieron, pero sí por haber descuidado el bien que debieran hacer. Todos los crímenes de los pueblos cuyo origen está en la negligencia con que se hacen observar las leyes, eran atribuidos a los reyes, que sólo deben reinar para que las leyes imperen por su mediación.
“Se les inculpaban también todos los desórdenes que proceden del fausto, del lujo y de los demás excesos que arrastran a los hombres hacia un estado violento y a la tentación de menospreciar las leyes para adquirir bienes. Sobre todo, se trataba rigurosamente a los reyes que, en lugar de ser buenos y vigilantes pastores de los pueblos, sólo pensaron en esquilmar y destrozar el rebaño como lobos hambrientos.
“No obstante, lo que más consternó a Telémaco fue ver que en ese abismo de tinieblas y de males, un gran número de reyes que fueron tenidos en la Tierra por reyes bastante buenos, fueron condenados a las penas del Tártaro por haberse dejado gobernar por los males que dejaron cometer a la sombra de su autoridad. Además, la mayor parte de aquellos reyes no fueron ni buenos ni malos. Tan grande fue su debilidad. Nunca temieron por no conocer la verdad, y no se complacieron en hacer el bien.
“Al mismo tiempo, una furia les repetía con ironía todas las alabanzas que sus aduladores les habían prodigado durante su vida, y les presentaba otro espejo en el cual se veían tal como la lisonja les decía que eran. La oposición de esas dos pinturas tan opuestas era el suplicio de su vanidad. Se notaba que los peores entre ellos eran aquellos reyes a quienes habían tributado las alabanzas más extremas mientras vivieron, porque los malos son más temidos que los buenos, y exigen impúdicamente las cobardes alabanzas de los poetas y de los oradores contemporáneos suyos.
“Se les oye gemir en aquellas profundas tinieblas, en las que sólo pueden ver los insultos y las mofas que tienen que sufrir. Nada ven alrededor suyo que no les rechace y contraríe, que no les confunda, al revés de los que en la Tierra les pasaba, que les importaba poco la vida de los hombres y pretendían que todo era hecho para servirles.
“En el Tártaro están sometidos a todos los caprichos de ciertos esclavos que les hacen sentir a su vez una cruel servidumbre: están sometidos a esos esclavos que se han vuelto sus tiranos implacables, como el yunque está bajo los martillos de los Cíclopes cuando Vulcano les obliga al trabajo en las fraguas candentes del monte Etna.
“Allí, Telémaco divisó pálidos, asquerosos y consternados. Es una negra tristeza la que roe a aquellos criminales. Se horrorizan de sí mismos, y no pueden quedar libres de este horror, ni tampoco de su propia naturaleza. No necesitan otro castigo para sus faltas que sus mismas faltas. Las ven sin cesar en toda su enormidad, se les presentan como espectros horribles y les persiguen. Para liberarse, buscan una muerte más efectiva que la que los separó de su cuerpo. En su desesperación, llaman en su socorro una muerte que pueda apagar en ellos todo sentimiento y todo conocimiento. Suplican a los abismos que les traguen para huir de los rayos vengadores de la verdad que les persigue. Pero tienen que sufrir la venganza que destila sobre ellos gota a gota, y que nunca concluirá. La verdad que temieron ver es su suplicio. La ven, y cuando cierran los ojos para no verla, se levanta contra ellos. Su vista los traspasa, los desgarra, los arrebata a sí mismos. Es como el rayo, que sin destruirlos, los envuelve, les penetra hasta el centro de sus entrañas.”
Cuadro del infierno cristiano
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6. Estas citas están sacadas de la obra titulada El Infierno, por Augusto Callet.
“El infierno es, por consiguiente, un lugar físico, geográfico, material, porque estará poblado de criaturas terrestres, teniendo pies, manos, boca, lengua, dientes, oídos, semejantes a los nuestros, y sangre en las venas y nervios sensibles al dolor.
“¿En dónde está situado el infierno? Algunos doctores lo colocaron en el centro de nuestra tierra, otros no sé en qué planeta. Pero la cuestión no ha sido resuelta por ningún concilio, y no hay que atenerse, pues, sobre este punto, a conjeturas. La única cuestión que se afirma es que el infierno, esté donde quiera, es un mundo compuesto de elementos materiales. Pero un mundo sin sol, sin luna, sin estrellas, más triste, más inhóspito, más desprovisto de todo germen y de toda apariencia de bien, que no lo son las partes más inhabitables de este mundo, en el que pecamos.
“Los teólogos circunspectos no se arriesgan a describir, como los egipcios, los indios y los griegos, los horrores de aquella mansión. Se limitan a enseñarnos, como muestra, lo poco que la escritura revela de ella. El estanque de fuego y de azufre del Apocalipsis, y los gusanos de Isaías. Esos gusanos eternamente hormigueando sobre las podredumbres del Thopel, y los demonios atormentando a los hombres a quienes perdieron, y los hombres gimiendo con rechinamiento de dientes, según la expresión de los evangelistas.
“San Agustín no concibe que esas penas físicas sean simples imágenes de las penas morales. Ve un verdadero estanque de azufre, gusanos, serpientes reales, encarnizándose en todas las partes del cuerpo de los condenados, añadiendo sus mordeduras a las del fuego. Pretende, según un versículo de San Marcos, que aquel fuego extraño, aunque material como el nuestro, y obrando sobre cuerpos materiales, los conservará como la sal conserva las carnes de las víctimas. Pero los condenados, víctimas siempre sacrificadas y siempre vivas, sentirán el dolor de aquel fuego que quema sin consumir. Penetrará debajo de su piel, estarán impregnados y saturados de él todos sus miembros, y el tuétano de sus huesos, y las niñas de sus ojos, y las fibras más recónditas y más sensibles de su ser. El cráter de un volcán, si pudiera precipitarse en él, sería para ellos sitio de refresco y de descanso.
“Así se expresan, con toda seguridad, los teólogos más tímidos, los más discretos, los más reservados. Además, no niegan que haya en el infierno otros suplicios corporales. Dicen solamente que para hablar de ellos, no tienen el suficiente conocimiento, tan positivo al menos como el que fue dado del horrible suplicio del fuego y del asqueroso suplicio de los gusanos.
“Pero hay teólogos más atrevidos o más esclarecidos que hacen sobre el infierno descripciones más detalladas, más variadas y más completas, y aun cuando no se sepa en qué sitio del espacio el infierno está situado, hay santos que lo han visto. No fueron allí con la Lira en la mano, como Orfeo, o con la espada desenvainada como Ulises. Fueron transportados allí en espíritu. Santa Teresa es de este número.
“Parece, según la relación de la santa, que hay ciudades en el infierno. Dice que vio en él una especie de callejuela larga y estrecha como hay muchas en las poblaciones antiguas. Entró pisando con horror un terreno fangoso, hediondo, en el cual se agitaban y hervían monstruosos reptiles. Pero fue detenida en su marcha por una muralla que cerraba la callejuela. En aquella muralla había un nicho en el que Teresa se acurrucó, sin comprender cómo sucedió esto.
“Era, dice, el sitio que le estaba destinado, si abusaba, viviendo, de las gracias que Dios derramaba sobre su celda de Ávila. Aun cuando se introdujo con maravillosa facilidad en aquel nicho de piedra, no podía, sin embargo, ni sentirse, ni recostarse, ni tenerse en pie, y aún menos salir. Aquellas horrendas murallas la aplastaban, la envolvían, la estrechaban como si hubiera sido animadas. Le pareció que la ahogaban, que la estrangulaban y al mismo tiempo que la desollaban viva y que la hacían pedazos. Se sentía quemar y padecía a la vez toda clase de angustias. Ninguna esperanza de socorro, no había más que tinieblas, veía todavía, no sin estupor, la asquerosa callejuela en donde estaba alojada, con todo su inmundo vecindario, espectáculo tan insufrible para ella como la estrechez de su cárcel. (7)
“Esto no era, sin duda, más que un rinconcito del infierno: otras viajeras espirituales fueron más favorecidas: vieron en el infierno grandes ciudades ardiendo: Babilonia, Nínive y también Roma, sus palacios y sus templos abrasados y todos sus habitantes encadenados. El traficante en su despacho, sacerdotes reunidos con los cortesanos en salones de festines, aullando sobre sus asientos, de los que no podían desasirse, y llevando a sus labios, para apagar su sed, copas de donde salían llamas. Lacayos de rodillas en cloacas hirviendo, los brazos tendidos, y príncipes de cuyas manos caía oro derretido que resbalaba sobre ellos como la lava devoradora. Otros vieron en el infierno llanuras sin fin que labraban y sembraban labriegos hambrientos. Y como aquellas semillas estériles nada producían en aquellas llanuras regadas con sudor, se comían entre sí. Después, éstos, tan numerosos, tan flacos, tan hambrientos como antes, se dispersaban a bandadas en el horizonte y buscaban en vano y en punto lejano tierras mejores, los cuales eran reemplazados inmediatamente en los campos que abandonaban por otras colonias errantes de condenados. Hay quien vio en el infierno montañas llenas de precipicios, selvas gimiendo, pozos sin agua, fuentes alimentadas con lágrimas, ríos de sangre, torbellinos de nieve en desiertos de hielo, barcas de desesperados bogando por mares sin orillas. Se ha vuelto a ver allí, en una palabra, todo cuanto los paganos vieron: un reflejo lúgubre de la Tierra, una sombra desmedidamente aumentada de sus miserias, sus padecimientos naturales eternizados, y hasta los calabozos, las horcas y los instrumentos de tormento que nuestras propias manos fabricaron.
“Hay allí, en efecto, demonios que, para atormentar mejor los cuerpos de los hombres, toman ellos mismos otros cuerpos. Éstos tienen alas de murciélagos, cuernos, corazas con escamas, patas con uñas corvas, dientes agudos. Nos los enseñan armados de espadas, de garfios, de pinzas, de tenazas candentes, de sierras, de parrillas, de fuelles, de mazas, y haciendo durante la eternidad con carne humana el oficio de cocineros y de carniceros. Los otros, transformados en leones o en víboras enormes, arrastrando sus presas a cavernas solitarias. Algunos se transforman en cuervos para arrancar los ojos a ciertos culpables, y otros en dragones alados para cargarlos sobre sus lomos y llevarlos, espantados, sangrientos, gritando en los espacios tenebrosos, después dejarlos caer en el estanque de azufre. Aquí, nubes de langostas, de víboras y escorpiones gigantescos, cuya vista eriza, cuyo olor da náuseas, cuyo menor contacto da convulsiones. Allí, monstruos polífagos abriendo por todas partes bocas voraces, sacudiendo sobre sus cabezas disformes cabelleras de áspides, estrujando a los réprobos entre sus mandíbulas, chorreando sangre y vomitándolos molidos, pero vivos, porque son inmortales.
“Aquellos demonios con formas materiales, que recuerdan tan vivamente los dioses del Amenthi y del Tártaro y los ídolos que adoraban los fenicios, moabitas y los demás gentiles vecinos de la Judea. Aquellos demonios no obran al azar, cada uno ejerce sus funciones y su tarea. El daño que hacen en el infierno está en proporción al que inspiraron e hicieron cometer en la Tierra. (8)
“Los condenados son castigados en todos sus sentidos y en todos sus órdenes, porque ofendieron a Dios por todos sus sentidos y por todos sus órganos. Castigados de un modo, como golosos por los demonios de la gula; como perezosos, por los demonios de la pereza; como fornicadores por los demonios de la fornicación, y de tantos y tan variados modos como hay diferentes maneras de pecar. Tendrán frío aunque se abrasen y calor helándose. Estarán ávidos de quietud y de movimiento, siempre hambrientos, siempre sedientos, mil veces más fatigados que el esclavo al acabar el día, más enfermos que los moribundos, más quebrantados, más descoyuntados, más cubiertos de llagas que los mártires, y todo esto eternamente.
“Ningún demonio se cansa ni se cansará jamás de su horrenda tarea. Están todos, bajo este aspecto, bien disciplinados y dóciles para ejecutar las órdenes de venganza que recibieron. Sin esto, ¿qué sería del infierno? Los condenados descansarían, si sus verdugos llegasen a querellarse o a cansarse. Mas no hay descanso para los unos, querella entre los otros. Por malos y por innumerables que sean, los demonios se asisten desde una a otra parte del abismo, y jamás se vieron en la Tierra naciones más dóciles a sus príncipes, ejércitos más obedientes a sus jefes, comunidades monásticas más humildemente sumisas a sus superiores. (9)
“Además, apenas es conocido el populacho de los demonios, aquellos viles espíritus que componen las legiones de vampiros, de tiburones, de sapos, de escorpiones, de cuervos, de hidras, de salamandras y otros animales sin nombre, que constituyen la fauna de las regiones infernales. Pero se conocen y se nombran muchos de los príncipes que mandan en aquellas legiones, entre otros Belphegor, el demonio de la lujuria; Abaddan o Apoyllón, el demonio del asesinato; Belzebuth, el demonio de los deseos impuros o el maestro de las moscas que engendran la corrupción, y Mammón, el demonio de la avaricia, Moloch, Belial, Baalgad. Asturoth y tantos otros, y sobre ellos su jefe universal, el sombrío arcángel que en el cielo se llamaba Lucifer y que en el infierno se llama Satanás.
“He aquí en compendio la idea que nos dan del infierno, considerado desde el punto de vista de su naturaleza física y de las penas físicas que allí se sufren. Abrid los libros de los padres y de los antiguos doctores, interrogad nuestras piadosas leyendas. Mirad las esculturas y los cuadros de nuestras iglesias, prestad oído a lo que se dice en nuestros púlpitos, y aún oiréis muchas cosas más.”
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7. Se observan en esta visión todos los caracteres de las pesadillas. Es, pues, probable, que fuese un efecto por este estilo el que produjo en Santa Teresa.
8. ¡Singular castigo, en verdad, aquel que consistiría en poder continuar en mayor escala el mal que hubieren hecho en pequeño en la Tierra! Sería más racional que sufrieran ellos mismos las resultas de aquel mal, en lugar de tener la satisfacción de hacerlo padecer a los demás.
9. Aquellos mismos demonios, rebeldes a Dios para el bien, son de una docilidad ejemplar para el mal. Ninguno de ellos retrocede, ni se rezaga durante la eternidad. ¡Qué extraña metamorfosis se verificó en ellos, que fueron creados puros y perfectos como los ángeles!
¡Cuán extraño se hace verles, por ejemplo, de perfecta conformidad, armonía y concordia inalterable, mientras que los hombres no saben vivir en paz y se desgarran en la Tierra! Viendo el lujo de castigos destinado a los condenados y comparando su situación con la de los demonios, uno se pregunta: ¿Cuáles son más dignos de compasión? ¿Los verdugos o las víctimas?
13. El autor añade a este cuadro las reflexiones siguientes, cuyo alcance es fácil de comprender.
“La resurrección de los cuerpos es un milagro, pero Dios hace otro milagro dando a aquellos mortales, gastados ya por las pruebas pasajeras de la vida, aniquilados ya una vez, la virtud de subsistir sin disolverse, en un horno en el cual se evaporarían los metales. Que diga que el alma es su propio verdugo, que Dios no la atormenta, pero que la abandona en el fatal estado que ella escogió, esto puede en rigor comprenderse, aunque el abandono eterno de un ser extraviado y atormentado parezca poco conforme con la bondad del Creador. Pero lo que se dice del alma y de las penas espirituales no puede decirse de los cuerpos y de las penas corporales. No basta que Dios retire su mano. Es necesario, al contrario, que la manifieste, que intervenga, que obre, pues sin esto el cuerpo sucumbiría.”
Los teólogos, suponen, pues, que Dios, en efecto, después de la resurrección, aquel segundo milagro del cual hemos hablado. Retira, primero, del sepulcro que los había devorado, nuestros cuerpos de tierra, los saca de allí tal cual fueron sepultados, con sus enfermedades originales y las degradaciones sucesivas de la edad, de la enfermedad y del vicio. Nos los restituye en aquel estado decrépito, tiritando, gotosos, llenos de necesidades, sensibles a una picadura de abeja, marchitos para las señales de vida y de muerte, y éste es el primer milagro.
Después, a estos cuerpos deleznables, prontos a volver al polvo de que salieron, impone una propiedad que nunca tuvieron, y he aquí el segundo milagro. Les impone la inmortalidad, aquel mismo don que encolerizado, decid más bien en su misericordia, retiró a Adán al salir del Edén. Cuando Adán era inmortal era invulnerable, y cuando cesó de ser invulnerable, fue mortal: la muerte fue inmediata al dolor.
La resurrección no nos restablece las condiciones del hombre inocente ni las del hombre culpable. Es una resurrección de nuestras miserias solamente, pero con un recargo de otras nuevas, infinitamente más horribles. Es, en parte, una verdadera creación, la más maliciosa que la imaginación se haya atrevido a concebir. Dios cambia de parecer, y para añadir a los tormentos espirituales de los pecadores tormentos carnales que puedan durar siempre, varía de repente, por un efecto de su poder, las leyes y las propiedades asignadas por Él mismo, desde el principio, a los compuestos de materia. Resucita carnes enfermas y corrompidas, y uniendo con un nudo indestructible aquellos elementos que naturalmente tienen que separarse, mantiene y perpetúa, contra el orden natural, aquella podredumbre viviente, la echa al fuego no para purificarla, sino para conservarla tal como es, sensible, quejumbrosa, ardiente, tal como la quiere, inmortal.
Con este milagro se hace de Dios uno de los verdugos del infierno, porque si los condenados no pueden culparse más que a sí mismos de sus males espirituales, en recompensa, no pueden atribuir los otros más que a Dios.
Sin duda sería poca cosa abandonarlos después de su muerte a la tristeza, al arrepentimiento y a todas las angustias de un alma que siente haber perdido el supremo bien: Dios irá, según los teólogos, a buscarlos en aquella noche al fondo de aquel abismo. Los llamará por un momento a la luz del día, no para consolarlos, sino para revestirlos de un cuerpo asqueroso, ardiente, imperecedero, más apestado que la túnica de Dejanira, y entonces es cuando los abandonará para siempre.
Y aun así no los abandonará, puesto que el infierno no subsiste, así como tampoco la tierra y el cielo, sino es por un acto permanente de su voluntad, siempre activa, y todo desaparecería si cesase de sostenerlo. Tendrá puesta continuamente su mano sobre ellos para impedir que se apague el fuego y que su cuerpo no se consuma, queriendo que aquellos desgraciados inmortales contribuyan, por sus suplicios constantes, a la edificación de los elegidos.
14. Dijimos con razón que el infierno de los cristianos había sobrepujado al de los paganos. En el Tártaro se ve, en efecto, a los culpables atormentados por los remordimientos, siempre cara a cara de sus crímenes y de sus víctimas, agobiados por aquellos a quienes agobiaron viviendo. Se les ve huir de la luz que les penetra y procuran en vano ocultarse a las miradas que los persiguen, se rebaja y humilla el orgullo. Todos llevan el sello de su pasado, todos son castigados por sus propias faltas, hasta del extremo de que para algunos, basta entregarlos a sí mismos y se cree inútil añadir otros castigos. Pero son almas con un cuerpo fluídico, imagen de su existencia terrestre. No se ve allí que los hombres vuelvan a tomar su cuerpo carnal para sufrir materialmente, ni el fuego penetra bajo su piel para saturarla hasta los tuétanos, ni el lujo y el refinamiento de los suplicios que constituyen la base del infierno cristiano. Se hallan allí jueces inflexibles, pero justos, que proporcionan la pena a la gravedad de la culpa, mientras que en el imperio de Satanás, todo está confundido en los mismos tormentos, todo está basado en la materialidad: hasta la equidad está desterrada de allí.
Sin duda que tiene hoy la misma iglesia muchos hombres de buen sentido que no admiten esos hechos literalmente, viendo en ellos sólo alegorías que son necesario interpretar. Pero su opinión sólo es individual y no tiene fuerza de ley. La creencia en el infierno material con todas sus consecuencias no deja de ser aún un artículo de fe.
15. Se pregunta uno cómo puede haber personas que vieran en éxtasis esos sucesos, siendo así que no existen. No es éste el lugar de explicar el origen de las imágenes fantásticas que se producen a veces con las apariencias de la realidad. Diremos solamente que hay que ver en ello una prueba de este principio: que el éxtasis es la menos segura de todas las revelaciones, (10) porque aquel estado de sobreexcitación no es siempre resultado de un aislamiento del alma tan completo como pudiera creerse, y se encuentra en ellas, a menudo, el reflejo de preocupaciones de la vigilia. Las ideas que el espíritu acoge y cuyas huellas conserva el cerebro, o mejor dicho, la envoltura periespiritual correspondiente al cerebro, se reproducen amplificadas ópticamente bajo formas vaporosas que se cruzan y se confunden, y componen conjuntos disparatados. Los extáticos de todos los cultos vieron siempre cosas en relación a la fe de que estaban penetrados. No hay que maravillarse, pues, de que aquellos que, como Sta. Teresa, están muy imbuidos de las ideas del infierno, tales como las dan las descripciones verbales o escritas y los cuadros, tengan visiones que, propiamente dicho, no son más que su reproducción y causan el efecto de una pesadilla. Un pagano lleno de fe habría visto el Tártaro y las furias, como habría visto en el Olimpo a Júpiter con el rayo en la mano.
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(10) El Libro de los Espíritus, n.º 443 y 444.
CAPÍTULO V - El purgatorio
El principio del purgatorio está basado en la equidad, porque comparando con la justicia humana, es la reclusión temporal comparada con la condena para toda la vida. ¿Qué se pensaría de un país que no tuviese más castigo que la pena de muerte para los crímenes y los delitos menos graves? Sin el purgatorio, no hay para las almas más que dos alternativas extremas: la felicidad absoluta o los suplicios eternos. En esta hipótesis, ¿qué es de las almas culpables solamente de faltas ligeras? O bien gozan de la felicidad de los elegidos sin ser perfectas, o sufren el castigo de los mayores criminales sin haber hecho mucho mal, lo que no es ni justo ni racional.
Si el pensamiento primero fue bueno, no sucede lo mismo con sus consecuencias por los abusos a que han dado lugar. Por medio de las oraciones pagadas, el purgatorio es una mina más productiva que el infierno.(1)
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(1). El purgatorio dio entrada al comercio escandaloso de las indulgencias, con cuya ayuda se vendía la entrada en el cielo. Este abuso fue la primera causa de la reforma. Por eso Lutero rechazó el purgatorio.
Estas miserias son necesariamente consecuencia de las imperfecciones del alma, pues si el alma fuese perfecta, no cometería faltas y no tendría que sufrir sus consecuencias. El hombre que fuese sobrio y moderado en todo, por ejemplo, no sufriría las enfermedades originadas por los excesos. Lo más general es que sea desgraciado aquí en la Tierra por su propia culpa. Pero si es imperfecto, es porque lo era antes de venir a la Tierra. Expía en ella, no sólo sus actuales faltas, sino también las faltas anteriores que no reparó. Sufre en una vida de pruebas lo que hizo sufrir a otros en otra existencia. Las vicisitudes que experimenta son a la vez un castigo temporal y una advertencia de las imperfecciones que debe abandonar, para evitar los males futuros y progresar hacia el bien. Son para el alma las lecciones de la experiencia, lecciones rudas a veces, pero más provechosas para el porvenir, pues dejan una profunda impresión.
Esas vicisitudes son la causa de luchas incesantes, que desarrollan sus fuerzas y sus facultades morales e intelectuales. La fortalecen en el bien, sale de ellas siempre victoriosa, si tiene el valor de luchar hasta el fin. El premio de la victoria está en la vida espiritual, en donde entra radiante y triunfante, como el soldado después de la pelea recibe la palma de la victoria.
Por esta razón, en las encarnaciones sucesivas el alma se despoja, poco a poco, de sus imperfecciones. Se purga, en una palabra, hasta que esté bastante pura para merecer dejar los mundos de expiación por mundos mejores, y más tarde estos para gozar de la suprema felicidad.
El purgatorio no es, pues, una idea vaga e incierta. Es una realidad material que vemos, que tocamos y que sufrimos. Está en los mundos de expiación, y la Tierra es uno de esos mundos: los hombres expían en él su pasado y su presente en provecho de su porvenir. Pero en contra de la idea que se tiene de poder cada uno abreviar o prolongar su permanencia en él, según el grado de adelanto y de depuración a que haya llegado con su propio trabajo, se sale de allí, no porque se haya cumplido el tiempo ni por los méritos de otros, sino por su propio mérito, según estas palabras de Cristo: A cada uno según sus obras, palabras que resumen toda la justicia de Dios.
La expiación, en el mundo de los espíritus y en la Tierra, no es un doble castigo para el espíritu. Es el mismo que continúa en la Tierra, como complemento, con el fin de facilitarle su mejoramiento por un trabajo efectivo. Depende de él aprovecharlo. ¿Acaso no es preferible para él volver a vivir en la Tierra con la posibilidad de ganar el cielo, a ser condenado sin remisión, dejándola? Esa libertad que se le concede es una prueba de la sabiduría, de la bondad y de la justicia de Dios, que quiere que el hombre lo deba todo a sus fuerzas y que sea autor de su porvenir. Si es desgraciado, y si lo es más o menos tiempo, sólo a él mismo puede culpar. El camino del progreso está siempre expedito para él.
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(2). Véase El Evangelio según el Espiritismo, Cáp. XXII, “Acción de la oración”.
La palabra purgatorio revela la idea de un lugar circunscrito. Por esto se aplica más naturalmente a la Tierra, considerada como un lugar de expiación que está en el espacio infinito, en el que viven errantes los espíritus que padecen, y además, la naturaleza de la expiación terrestre es una verdadera expiación.
Cuando los hombres hayan mejorado, no suministrarán al mundo invisible más que espíritus buenos, y éstos, encarnándose, no suministrarán a la Humanidad corporal más que elementos perfeccionados. Entonces, cesando la Tierra de ser un mundo de expiación, no padecerán los hombres las miserias que son consecuencia de sus imperfecciones. Es ésta la transformación que se está verificando actualmente y que elevará la Tierra en la jerarquía de los mundos (véase El Evangelio según el Espiritismo, Cáp. III).
Puesto que la iglesia creyó, después de seis siglos, que debía suplicar el silencio decretando la existencia del purgatorio, fue porque pensó que no había dicho todo. ¿Por qué no ha de suceder lo mismo en otros asuntos?
CAPÍTULO VI - Doctrina de las penas eternas
Origen de la doctrina de las penas eternas
Para hombres tales, se necesitan creencias religiosas asimiladas a su naturaleza todavía adusta. Una religión completamente espiritual, toda amor y caridad, no podía hermanarse con la brutalidad de las costumbres y de las pasiones. No vituperamos, pues, a Moisés por su legislación draconiana, que apenas bastaba para contener a su pueblo indócil, ni el haber representado a Dios como a un Dios vengador.
Era necesario en aquella época. La apreciable doctrina de Jesús no habría encontrado eco y hubiera sido ineficaz.
¿Quiénes eran, pues, los hombres que vivían en tiempo de Jesús? ¿Eran almas nuevamente creadas y encarnadas? Si esto fuese, Dios habría creado en tiempo de Jesús almas más adelantadas que en tiempos de Moisés. Pero entonces, ¿qué se hicieron de éstas? ¿Habrían languidecido durante la eternidad en el embrutecimiento? El solo sentido común rechaza esta suposición. No, eran las mismas almas que, después de haber vivido bajo la ley mosaica, habían adquirido durante muchas existencias un desarrollo suficiente para comprender una doctrina más elevada, y están hoy lo bastante adelantadas para recibir una enseñanza todavía más completa.
Prometía el reino de los cielos a los buenos. Esta mansión era, pues, prohibida a los malos. ¿A dónde irían? Era necesaria la alternativa contraria, propia para impresionar inteligencias todavía demasiado materiales como para identificarse con la vida espiritual, porque no hay que perder de vista que Jesús hablaba al pueblo, a la parte menos ilustrada de la sociedad, para la cual se necesitaban, por decirlo así, imágenes casi palpables y no ideas fútiles. Por esto no entra en detalles superfluos: le bastaba oponer un castigo al premio. No se necesitaba más en aquella época.
En la oración dominical nos enseña a decir: “Señor, perdónanos nuestras ofensas, como perdonamos a los que nos han ofendido.” Si el culpable no pudiera esperar perdón alguno, no haría falta pedirlo. ¿Pero este perdón es sin condición?, ¿es una gracia, un indulto puro y sencillo del merecido castigo? No, la medida de este perdón está subordinada al modo con que habremos perdonado, es decir, que si no perdonamos, no seremos perdonados. Dios, imponiendo como condición absoluta el olvido de las ofensas, no podía exigir que el hombre débil hiciese lo que el Todopoderoso no hiciera. La oración dominical es una protesta diaria contra la venganza de Dios.
El carácter esencial de las penas irrevocables es la ineficacia del arrepentimiento. Jesús, pues, jamás dijo que el arrepentimiento nunca hallaría perdón ante Dios. En todas las ocasiones, al contrario, muestra a Dios clemente, misericordioso, dispuesto a recibir al hijo pródigo a su regreso, bajo el techo paterno. No lo presenta inflexible más que con el pecador endurecido. Pero si tiene el castigo en una mano, en la otra tiene siempre el perdón para el culpable, cuando éste vuelve sinceramente hacia Él.
No es éste, por cierto, el retrato de un Dios sin piedad. Así es que conviene hacer notar que Jesús nunca pronunció contra persona alguna, ni aun contra los mayores culpables, una condenación irremisible.
Sí, son algunos filósofos impíos, en sentir de algunos, los que se escandalizaron al ver el nombre de Dios profanado por actos indignos de Él. Son aquellos que lo mostraron a los hombres en toda su magnitud, despojándole de las pasiones y de las pequeñeces humanas que le atribuía una creencia poco ilustrada. La religión ganó en dignidad lo que perdió en prestigio exterior, pues si son menos los hombres adictos a la forma, es mayor el número de los que son con más sinceridad religiosos en su corazón y en sus sentimientos.
Pero al lado de aquellos, ¡cuántos hay que, quedándose en la superficie, han venido a parar a la negación de toda providencia! Por no haber sabido poner al tiempo las creencias religiosas en armonía con los progresos de la razón humana, han hecho surgir en los unos el deísmo, en los otros la incredulidad absoluta, en otros el panteísmo; es decir, que el hombre se hizo Dios a sí mismo por no ver uno bastante perfecto.
Argumentos en apoyo de las penas eternas
Está admitido entre los hombres que la gravedad de la ofensa es proporcionada a la condición del ofendido. La que se comete contra un soberano, siendo considerada como más grave que la inferida a un particular, es castigada más severamente. Pues Dios es más que un soberano puesto que es infinito. La ofensa para con Él es infinita y debe tener un castigo infinito, es decir, eterno.
Refutación. Una refutación es un argumento que debe tener su punto de partida, una base en la cual se apoye, unas premisas, en una palabra. Tomamos estas premisas en los atributos de Dios:
Dios es único, inmutable, inmaterial, todopoderoso, soberanamente justo y bueno, infinito en todas sus perfecciones.
Es imposible concebir a Dios a no ser con el infinito de las perfecciones, sin lo que no sería Dios, porque se podría concebir un ser que poseyese lo que le faltase. Para que esté sobre todos los seres, es necesario que ninguno pueda sobrepujarse ni igualarle en nada. Tiene que ser, pues, infinito en todo.
Siendo infinitos los atributos de Dios, no son susceptibles ni de aumento ni de disminución. Sin esto no serían infinitos y Dios no sería perfecto. Si se agregase la más pequeña partícula de uno solo de estos atributos, no sería Dios, puesto que podría existir un ser más perfecto.
El infinito de una cualidad excluye la posibilidad de la existencia de una cualidad que la disminuya o anule. Un ser infinitamente bueno no puede tener la más pequeña partícula de maldad. Lo mismo que un objeto no podría ser absolutamente negro teniendo el más pequeño viso blanco, ni de un blanco absoluto con la más pequeña mancha negra.
Sentado este punto de partida, al argumento arriba dicho se oponen los siguientes:
Si el hombre pudiera ser infinito en el mal que hace, lo sería igualmente en el bien que hace, y entonces sería igual a Dios. Pero si el hombre fuera infinito en lo que hace de bueno, no haría mal, porque el bien absoluto es la exclusión de todo mal.
Admitiendo que una ofensa temporal hacia la Divinidad pudiese ser infinita, Dios, vengándose de ella con un castigo infinito, sería infinitamente vengativo. Si fuera infinitamente vengativo, no podría ser infinitamente bueno y misericordioso, porque uno de estos atributos es la negación del otro. Si no fuera infinitamente bueno, no sería perfecto. Y si no fuese perfecto, no sería Dios.
Si Dios es inexorable para con el culpable arrepentido, no es misericordioso. Si no es misericordioso, no es infinitamente bueno.
¿Por qué impondría Dios al hombre como ley el perdón, si Él mismo no sabe perdonar? ¡Resultaría de esto que el hombre que perdona a sus enemigos y les devuelve bien por mal, sería mejor que Dios, que se hace sordo al arrepentimiento de aquel que le ha ofendido, y le niega, eternamente, el más ligero alivio.
Dios, que está en todas partes y lo ve todo, debe ver los tormentos de los condenados. Si es insensible a sus gemidos durante la eternidad, eternamente está falto de piedad. Si no tiene piedad, no es infinitamente bueno.
Esto no se ha puesto en duda, y se concibe que Dios no perdone sino al arrepentido, y sea inflexible para con los endurecidos. Pero si es misericordioso para con el alma que se arrepiente antes de haber dejado su cuerpo, ¿por qué no lo es para con la que se arrepiente después de la muerte? ¿Por qué el arrepentimiento no ha de tener eficacia sino durante la vida, que no es más que un instante, y no la ha de tener durante la eternidad, que no tiene fin? Si la bondad y la misericordia de Dios están circunscritas a un tiempo dado, no son infinitas, y Dios no es infinitamente bueno.
Si por una falta temporal, que siempre es resultado de la naturaleza imperfecta del hombre y a menudo del centro en que se encuentra, el alma puede ser castigada eternamente, sin esperanza de alivio ni de perdón, no hay ninguna proporción entre la falta y el castigo. Luego no hay tampoco justicia.
Si el culpable vuelve a Dios, se arrepiente y solicita reparar el mal que ha hecho, vuelve al bien, a los buenos sentimientos. Si el castigo es irrevocable, esta vuelta al bien es infructuosa, puesto que si no se ha tenido cuenta del bien, no hay justicia. Entre los hombre, el condenado que se enmienda obtiene una conmutación en su pena y a veces hasta se le rehabilita. ¿Habría, pues, en la justicia humana, más equidad que en la justicia divina?
Si la condena es irrevocable, el arrepentimiento es inútil. No teniendo que esperar nada el culpable de su vuelta al bien, persiste en el mal, de modo que Dios no solamente le condena a sufrir perpetuamente, sino que también la obliga a permanecer en el mal durante la eternidad. Esto no sería ni justicia ni bondad.
Si Dios, conmovido por el arrepentimiento de un condenado, puede extender sobre él su misericordia y sacarle del infierno, no hay penas eternas, y el juicio pronunciado por los hombres es revocado.
Si Dios es perfecto, la condenación eterna no existe. Si ésta existe, Dios no es perfecto.
“Si la recompensa concedida a los buenos es eterna, debe tener por contrapeso un castigo eterno. ¿Es justo proporcionar el castigo a la recompensa?”
Refutación. ¿Crea Dios el alma con la mira de hacerla dichosa o desgraciada? Evidentemente, la dicha de la criatura debe ser el objeto de su creación, pues de otra manera Dios no sería bueno. Ella consigue la dicha por su propio mérito. Adquirido el mérito no puede perder el fruto, porque de otro modo degeneraría. La eternidad de la dicha es, pues, consecuencia de la inmortalidad.
Pero antes de llegar a la perfección, tiene que sostener luchas, combatir las malas pasiones. No habiéndola Dios creado perfecta, sino susceptible de llegar a serlo, a fin de que tenga el mérito de sus obras, puede faltar. Sus caídas son las consecuencias de su debilidad natural. Si por una caída debiera ser castigada eternamente, se podría preguntar: ¿Por qué Dios no la ha creado más fuerte? El castigo que sufre es una advertencia por haber obrado mal y que debe tener por resultado devolverla al buen camino. Si la pena fuese irremisible, su deseo de obrar mejor sería superfluo. Entonces el fin providencial de la Creación no se podría alcanzar, porque habría seres predestinados a la dicha y otros, en cambio, a la desgracia. Si un alma culpable se arrepiente, puede llegar a ser buena. Pudiendo llegar a ser buena, puede aspirar a la dicha. ¿Sería Dios justo en negarle los medios?
Siendo el bien el objeto final de la Creación, la dicha, que es su precio, debe ser eterna. El castigo, que es un medio de llegar a aquél, debe ser temporal. La más vulgar noción de justicia, aun entre los hombres, dice que no se puede castigar perpetuamente al que tiene el deseo y la voluntad de hacer bien.
“El temor del castigo eterno es un freno. Si se quita, el hombre, no temiendo nada, se entregará a todos los excesos.”
Refutación. Este raciocinio sería justo si la eternidad de las penas trajese consigo la supresión de toda sanción penal. El estado feliz o desgraciado en la vida futura es una consecuencia rigurosa de la justicia de Dios. Porque la identidad de la situación entre el hombre bueno y el perverso sería la negación de esta justicia. Pero no por no ser eterno, es el castigo menos penoso. Se le teme tanto más cuanto más racional es. Una penalidad en la que no se cree, no es un freno, y la eternidad de las penas se incluye en esta categoría.
La creencia en las penas eternas, como lo hemos dicho, ha tenido su utilidad y su razón de ser en cierta época. Hoy no solamente no conmueve, sino que hace incrédulos. Antes de sentarla como una necesidad, debería demostrarse que es real. Sería preciso, sobre todo, que se viese su eficacia en aquellos que la preconizan y se esfuerzan en demostrarla. Desgraciadamente, entre éstos, muchos demuestran con sus actos que no se asustan de ella. Si es impotente para reprimir el mal entre los que dicen creer en ella, ¿qué influjo puede tener sobre los que no creen?
Imposibilidad material de las penas eternas
Según este dogma, la suerte del alma queda fijada irrevocablemente después de la muerte. Es, pues, un juicio definitivo opuesto al progreso. ¿Pero el alma progresa, sí o no? En esta pregunta se resume toda la cuestión. Si progresa, la eternidad de las penas es imposible.
¿Puede dudarse de este progreso, cuando se ve inmensa variedad de aptitudes morales e intelectuales que existe en la Tierra, desde el salvaje hasta el hombre civilizado, y la diferencia que presenta un mismo pueblo de un siglo a otro? Si se admite que no son éstas las mismas almas, es preciso admitir también que Dios crea las almas en todos los grados de adelanto, según los tiempos y los lugares. Que favorece a las unas mientras que destina a las otras a una inferioridad perpetua, lo que es incompatible con la justicia, que debe ser la misma con todas las criaturas.
Un joven de veinte años, ignorante, de instintos viciosos, niega a Dios y el alma, se entrega al desorden y comete toda clase de desvíos, y sin embargo, como se encuentra en un centro favorable para su adelanto, trabaja, se instruye, poco a poco se corrige y finalmente llega a ser piadoso. ¿No es un ejemplo palpable del progreso del alma durante la vida, ejemplo que se repite todos los días? Este hombre muere en avanzada edad, y naturalmente su salvación está garantizada Pero, ¿cuál hubiera sido su suerte, si un accidente le hubiera hecho morir cuarenta o cincuenta años más pronto? Estaría en todas las condiciones para ser condenado, pero una vez condenado, su progreso se hallaba detenido.
He ahí, pues, un hombre salvado porque ha vivido largo tiempo, y que según la doctrina de las penas eternas, se hubiera perdido para siempre si hubiera vivido menos, lo que podía resultar de un accidente fortuito. Una vez que su alma ha podido progresar en un tiempo dado, ¿por qué no habría progresado en el mismo tiempo después de la muerte, si una causa independiente de su voluntad le hubiera impedido hacerlo durante su vida? ¿Por qué Dios le habría negado los medios? El arrepentimiento, aunque tardío, no hubiera dejado de llegar a tiempo. Pero si desde el instante de su muerte hubiese sufrido una condena irremisible, su arrepentimiento hubiera sido infructuoso eternamente, y su aptitud para progresar destruida para siempre.
A este último aserto, nos arguyen que la conversión de estos santos personajes no es el resultado del progreso del alma, sino de la gracia que les fue otorgada y con la cual fueron investidos.
Pero aquí hay un juego de palabras. Si hicieron el mal y más tarde fueron buenos, es por que llegaron a ser mejores, luego progresaron. ¿Acaso Dios, por un favor especial, les concedió la gracia de corregirse? ¿Entonces, por qué se lo concedió a ellos y a otros no? Siempre tenemos que la doctrina de los privilegios es incompatible con la justicia de Dios y su equitativo amor hacia todas sus criaturas.
Según la doctrina espiritista, acorde con las mismas palabras del Evangelio, con la lógica y la más rigurosa justicia, el hombre es hijo de sus obras. Durante esta vida y después de la muerte, no debe nada al favor. Dios recompensa sus esfuerzos y castiga su negligencia tanto tiempo como insiste en seguir el mal camino.
La doctrina de las penas eternas no es de este tiempo
Esta es la Humanidad actual: ha salido de la infancia, sacudiendo de su mente las preocupaciones que la ligaban.
El hombre no es aquel instrumento pasivo que se doblega bajo la fuerza material, ni aquel ser crédulo que a ojos cerrados todo lo acepta.
Las ideas siguen un curso incesantemente progresivo. No se puede gobernar a los hombres sino siguiendo este curso. Querer detenerlo, o hacerle retroceder, o simplemente pararse en su carrera, es perderse. Seguir o no seguir este motivo es una cuestión de vida o de muerte para las religiones, así como para los gobiernos. ¿Esto es un bien o es un mal? Seguramente es un mal a los ojos de aquellos que, viviendo a expensas de lo pasado, ven que se les escapa. Para los que ven el porvenir, es la ley del progreso, que es la misma ley de Dios, y contra las leyes de Dios toda resistencia es inútil. Luchar contra su voluntad es anonadarse.
¿Por qué, pues, querer sostener a la fuerza una creencia que cae en desuso, y que en definitiva hace más mal que bien a la religión? ¡Ay! Triste es tener que afirmar que la cuestión material domina en este caso a la cuestión religiosa. Esta creencia ha sido extensamente explotada con la idea errónea de que con dinero podía hacerse abrir las puertas del cielo y preservarse del infierno. Las sumas que ha producido, y produce todavía, son incalculables. Es el impuesto provisional sobre el miedo de la eternidad. Siguiendo facultativo este impuesto, el producto es proporcionado a la creencia. Si la creencia no existe, el producto es nulo. El niño da de buena gana la golosina al que le promete espantar al duende. Pero cuando el niño no cree en el duende, guarda la golosina.
A los ojos del filósofo, tiene una gravedad social por los abusos a que da lugar. El hombre verdaderamente religioso ve la dignidad de la religión interesada en la destrucción de estos abusos y de su causa.
Ezequiel contra la eternidad de las penas y el pecado original
5. Si un hombre es justo, si obra según la equidad y la justicia. 7. Si no entristece ni oprime a nadie, si vuelve a su deudor la prenda que le había dado, si no toma con violencia los bienes de otro. Si da su pan al que tiene hambre, si cubre con vestidos a los que están desnudos. 8. Si no presta a usura y no recibe más que lo que ha dado. Si aparta su mano de la iniquidad, y si pronuncia un juicio equitativo entre dos hombres que pleitean. 9. Si marcha en el camino de mis preceptos, y guarda mis ordenanzas para obrar según la verdad. Este será justo, ciertamente vivirá, dice el Señor Dios. “
10. Si este hombre tiene un hijo que sea un ladrón y que derrame sangre o que cometa una de estas faltas. 13. Este hijo morirá ciertamente, puesto que ha hecho todas estas acciones detestables y su sangre caerá sobre su cabeza.
“14. Si este hombre tiene un hijo que, viendo todos los crímenes que su padre había cometido, se llena de terror y se guarda bien de imitarle. 17. Este hijo no morirá por causa de la iniquidad de su padre, sino que ciertamente vivirá. 18. Su padre que había oprimido a los otros por medio de sus calumnias y que había cometido acciones criminales en su pueblo, está muerto a causa de su propia iniquidad. “
19. Si decís: ¿por qué el hijo no se ha llevado la iniquidad de su padre? Es porque el hijo ha obrado según la equidad y la justicia. Porque ha guardado todos mis preceptos y los ha practicado. Por esto vivirá muy ciertamente. “
20. El alma que ha pecado morirá por sí misma. El hijo no llevará la iniquidad del padre, y el padre no llevará la iniquidad del hijo. La justicia del justo estará sobre él y la impiedad del imperio estará sobre él. “
21. Si el impío hace penitencia de todos los pecados que había cometido, si guarda todos mis preceptos, y si obra según la equidad y la justicia, vivirá ciertamente y no morirá. 22. No me acordaré de todas las iniquidades que había cometido. Vivirá en las obras de justicia que habrá hecho. 23. ¿Acaso quiero yo la muerte del impío? Dice el Señor Dios, ¿no quiero más bien que se convierta y que se retire de sus extravíos y que viva? (Ezequiel, Cáp. XXVIII).
“Decidles estas palabras: Juro por mí mismo, dice el Señor Dios, que no quiero la muerte del impío, sino que quiero que se convierta, que deje sus extravíos y que viva (Ezequiel, Cáp. XXXIII, v. 11).”
CAPÍTULO VII - Las penas futuras según el Espiritismo
Se reconoce hoy perfectamente por los filósofos espiritualistas que los órganos cerebrales, correspondiendo a las diversas aptitudes, deben su desarrollo a la actividad de su espíritu, y que así este desarrollado es un efecto y no una causa. Un hombre no es músico porque tenga la protuberancia de la música, sino que tiene esta protuberancia porque su espíritu es músico.
Si la actividad del espíritu obra sobre el cerebro, debe obrar igualmente sobre las otras partes del organismo. De este modo, el espíritu es el artífice que arregla su propio cuerpo, por decirlo así, a fin de amoldarlo a sus necesidades y a la manifestación de sus tendencias. Sentado esto, la perfección del cuerpo de las razas adelantadas no será producto de creaciones distintas, sino resultado del trabajo del espíritu, que perfecciona su instrumento a medida que aumenta sus facultades.
Por una consecuencia natural de este principio, las disposiciones morales del espíritu deben modificar las cualidades de la sangre, darle más o menos actividad, provocar secreciones más o menos abundantes de bilis u otros fluidos. Así es, por ejemplo, que al glotón se le hace la boca agua a la vista de un bocado apetitoso. En este caso, no es el bocado el que puede sobreexcitar el órgano del gusto, puesto que no hay contacto, sino el espíritu, que obra en virtud de la sensibilidad que se le ha despertado, con la acción del pensamiento, sobre este órgano, mientras que en otro, la vista de aquel bocado no produce ningún efecto. Por la misma razón una persona sensible derrama lágrimas fácilmente. La abundancia de las lágrimas no da la sensibilidad al espíritu, sino que la sensibilidad del espíritu provoca la secreción abundante de las lágrimas. El organismo, bajo el impulso de la sensualidad, se ha apropiado esta disposición normal del espíritu, como se ha apropiado la del espíritu del glotón.
Siguiendo este orden de ideas, se comprende que un espíritu iracundo debe propender al temperamento bilioso. De esto se deduce que un hombre no es colérico porque sea bilioso, sino que es bilioso porque es colérico. Lo mismo sucede en cuanto a las otras disposiciones instintivas. Un espíritu perezoso e indolente dejará su organismo en un estado de atonía en relación con su carácter, mientras que si es activo y enérgico, dará a su sangre y a sus nervios cualidades muy diferentes. Es tan evidente la acción del espíritu sobre la parte física que se ven a menudo producirse graves desórdenes por efecto de violentas conmociones morales. La expresión común: La emoción le ha cambiado la sangre, no está tan carente de sentido como podría creerse. ¿Pero qué ha podido cambiar la sangre, sino las disposiciones morales del espíritu?
Se puede, pues, admitir que el temperamento es, al menos en parte, determinado por la naturaleza del espíritu, que es la causa y no el efecto. Decimos en parte, porque hay casos en que lo físico influye ciertamente sobre lo moral. Esto sucede cuando un estado mórbido o anormal se determina por una causa externa accidental, independiente del espíritu, como la temperatura, el clima, los vicios hereditarios de constitución, un malestar pasajero, etc. Entonces, puede estar afectada la moral del espíritu en sus manifestaciones por el estado patológico, sin que su naturaleza intrínseca se modifique.
Excusarse de sus defectos por la debilidad de la carne no es más que un subterfugio para eludir la responsabilidad. La carne sólo es débil porque el espíritu es débil, lo cual destruye la excusa y deja al espíritu la responsabilidad de sus actos. La carne no tiene pensamiento ni voluntad. No prevalece jamás sobre el espíritu, que es el ser pensante y voluntario. El espíritu es quien da a la carne las cualidades correspondientes a sus instintos, como un artista imprime a su obra material el sello de su genio. El espíritu, emancipado de los instintos de la bestialidad, se compone un cuerpo que no es un tirano para sus aspiraciones hacia la espiritualidad de su ser. Entonces es cuando el hombre come para vivir, porque vivir es una necesidad, pero no vive para comer.
Así pues, sobre el espíritu recae la responsabilidad moral de sus propios actos. Pero la razón manifiesta que las consecuencias de esta responsabilidad deben estar en relación con el desarrollo intelectual del espíritu. Cuanto más ilustrado es, menos excusa tiene, porque con la inteligencia y el sentido moral nacen las nociones del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto.
Esta ley explica el mal resultado de la medicina en ciertos casos. Desde luego que el temperamento es un efecto y no una causa, y los esfuerzos hechos para modificarlo se hallan necesariamente paralizados por las disposiciones morales del espíritu, que opone una resistencia inconsciente y neutraliza la acción terapéutica. Dad, si es posible, ánimo al medroso, y veréis cesar los efectos fisiológicos del miedo.
Es prueba, repito, la necesidad que tiene la medicina convencional de tener en cuenta la acción del elemento espiritual sobre el organismo (Revue Spirite, marzo 1866, p. 65).
No se trata aquí de la relación de un solo espíritu, que podría ver los acontecimientos desde su punto de vista, bajo un solo aspecto, o estar todavía dominado por las preocupaciones terrestres, ni de una revelación hecha a un solo individuo que podría dejarse engañar por las apariencias, ni de una visión extática, que se presta a las ilusiones y muchas veces no es más que resultado de una imaginación exaltada, (1) sino de innumerables ejemplos suministrados por toda categoría de espíritus, desde lo más alto hasta lo más bajo de la escala, con ayuda de innumerables intermediarios diseminados sobre todos los puntos del globo, de tal modo que la revelación no es privilegio de nadie, sino que cada uno está en disposición de ver y de observar, y nadie está obligado a creer en la palabra de otro.
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1. Véase Cáp. VI, n.º 7, y El Libro de los Espíritus, n.º 443 y 444.
1. El alma o espíritu sufre en la vida espiritual las consecuencias de todas las imperfecciones de que no se ha despojado durante la vida corporal. Su estado dichoso o desgraciado es inherente al grado de su depuración o de sus imperfecciones.
2. La dicha perfecta es inherente a la perfección, es decir, a la depuración completa del espíritu. Toda imperfección es a la vez una causa de sufrimiento y de goce, de la misma manera que toda cualidad adquirida es una causa de goce y atenuación de los sufrimientos:
3. “No hay una sola imperfección del alma que no lleve consigo sus consecuencias molestas e inevitables, ni buena cualidad que no sea origen de un goce.”
La suma de penas es, de este modo, proporcional a la suma de imperfecciones, de la misma manera que la suma de goces está en razón de la suma de buenas cualidades.
El alma que tiene, por ejemplo, diez imperfecciones, sufre más que la que tiene tan sólo tres o cuatro. Cuando de estas diez imperfecciones no le quede más que la cuarta parte o la mitad, sufrirá menos. Y cuando no le quede ninguna ya no sufrirá y será enteramente dichosa. Así sucede en la Tierra con aquel que, teniendo muchas enfermedades, sufre más que el que no tiene más que una o el que no tiene ninguna. Por la misma razón, el alma que posee diez cualidades tiene más goces que la que posee menos.
4. En virtud de la ley del progreso, teniendo el alma la posibilidad de adquirir el bien que le falta y de deshacerse de lo malo que tiene según sus esfuerzos y voluntad, se deduce que el porvenir no está cerrado a ninguna criatura. Dios no repudia a ninguno de sus hijos, recibiéndolos en su seno a medida que alcanzan la perfección, y dejando así a cada uno el mérito de sus obras.
5. El sufrimiento, siendo inherente a la imperfección, como el goce lo es a la perfección, el alma lleva consigo misma su propio castigo en todas partes donde se encuentre. No hay necesidad para eso de un lugar circunscrito. Donde hay almas que sufren está el infierno, así como el cielo está en todas partes donde hay almas dichosas.
6. El bien y el mal que se hace son producto de las buenas y malas cualidades que se poseen. No hacer el bien cuando se está en disposición de hacerlo es resultado de una imperfección. Si toda imperfección es una causa de sufrimiento, el espíritu debe sufrir no sólo por todo el mal que ha hecho, sino también por todo el bien que pudo hacer y no hizo durante su vida terrestre.
7. El espíritu sufre por el mismo mal que hizo, de modo que estando su atención incesantemente dirigida sobre las consecuencias de este mal, comprende mejor los inconvenientes y es incitado a corregirse de él.
8. Siendo infinita la justicia de Dios, lleva una cuenta rigurosa del bien y del mal. Si no hay una sola mala acción, un solo mal pensamiento que no tenga sus consecuencias fatales, no hay una sola buena acción, un solo movimiento bueno del alma, el más ligero mérito, en una palabra, que sea perdido, aun en los más perversos, porque constituye un principio de progreso.
9. Toda falta cometida, todo mal realizado es una deuda que se ha contraído y que debe ser pagada. Si no lo es en una existencia lo será en la siguiente o siguientes, porque todas las existencias son solidarias las unas con las otras. Aquel que ha pagado en la existencia presente, no tendrá que pagar por segunda vez.
10. El espíritu sufre la pena de sus imperfecciones, bien en el mundo espiritual o bien en el mundo corporal. Todas las miserias y vicisitudes que se sufren en la vida corporal son consecuencia de nuestras imperfecciones o expiaciones de faltas cometidas, ya sea en la existencia presente o en las precedentes.
Por la naturaleza de los sufrimientos y de las vicisitudes que acontecen en la vida corporal se puede juzgar la naturaleza de las faltas cometidas en una anterior existencia, y las imperfecciones causantes de ellas.
11. La expiación varía según la naturaleza y gravedad de la falta. Así es como la misma falta puede dar lugar a expiaciones diferentes, según las circunstancias atenuantes o agravantes en que se cometió.
12. No hay ninguna regla absoluta y uniforme en cuanto a la naturaleza y duración del castigo. La única ley general es que toda falta recibe su castigo, y toda acción buena se recompensa, según su valor.
13. La duración del castigo está subordinada a la mejora del espíritu culpable. No se pronuncia contra él ninguna condena por un tiempo determinado. Lo que Dios exige para poner término a los sufrimientos es una mejora seria, efectiva, y una vuelta sincera al bien.
Una condena por un tiempo determinado cualquiera tendría dos inconvenientes: El de seguir castigando al espíritu que se mejoró, o cesar cuando éste perseverase en el mal. Dios, que es justo, castiga el mal mientras existe, cesa de castigar cuando el mal no existe. (2) O si se quiere, siendo el mal moral por sí mismo una causa de sufrimiento, éste dura tanto tiempo como el mal subsiste. Su intensidad disminuye a media que el mal se debilita.
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(2). Véase Cáp. VI, n.º 25, cita de Ezequiel.
14. Estando subordinada la duración del castigo a la mejora, resulta de ello que el espíritu culpable que no se mejorara nunca, sufriría siempre, y que para él la pena sería eterna.
15. Una condición inherente a la inferioridad de los espíritus es la de no ver el término de su situación y creer que sufrirán siempre. Para ellos es un castigo que les parece que debe ser eterno. (3)
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3. Perpetuo es sinónimo de eterno. Dícese: “El límite de las nieves perpetuas, los hielos eternos de los polos.” También se refiere: “El secretario perpetuo de la Academia.” Lo cual no significa que lo será perpetuamente, sino por un tiempo ilimitado. Eterno y perpetuo se emplean en el sentido de indeterminado. En esta aceptación, puede determinarse que las penas son eternas si se entiende que no tienen una duración limitada. Son eternas para el espíritu que no ve su fin.
16. El arrepentimiento es el primer paso hacia la mejora. Pero no es suficiente. Son precisas aún la expiación y la reparación.
Arrepentimiento, expiación y reparación son las tres condiciones necesarias para borrar las huellas de una falta y sus consecuencias.
El arrepentimiento endulza los dolores de la expiación, puesto que da la esperanza y prepara los caminos de la rehabilitación, pero sólo la reparación puede anular el efecto destruyendo la causa. El perdón es una gracia y no una anulación.
17. El arrepentimiento puede tener lugar en todas partes y en cualquier tiempo. Si es tardío, el culpable sufre mucho más tiempo.
La expiación consiste en los sufrimientos físicos y morales, que son consecuencia de la falta cometida, bien en esta vida o después de la muerte en la vida espiritual, o bien en una nueva existencia corporal, hasta que queden borradas las huellas de la falta.
La reparación consiste en hacer bien a aquel a quien se hizo daño. Aquel que no repare en esta vida las faltas cometidas por impotencia o falta de voluntad, en una posterior existencia se hallará en contacto con las mismas personas a quienes habrá perjudicado y en condiciones escogidas por él mismo que pongan a prueba su buena voluntad en hacerles tanto bien como mal les había hecho antes.
Todas las faltas no ocasionan siempre un perjuicio directo y efectivo. En este caso, la reparación se verifica haciendo aquello que debía hacerse y no se ha hecho, cumpliendo los deberes descuidados o desconocidos, las misiones en que ha faltado, etc. En fin, practicando el bien en contra del mal hecho anteriormente, siendo humilde si antes se fue orgulloso, dulce si se fue duro, caritativo si se fue egoísta, benévolo si se fue malévolo, laborioso si se fue perezoso, útil si se fue inútil, sobrio si se fue disoluto, de buen ejemplo si se fue de mal ejemplo, etc. Así es como el espíritu progresa aprovechando su pasado. (4 )
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(4). La necesidad de la reparación es un principio de rigurosa justicia, que puede considerarse como la verdadera ley de rehabilitación moral de los espíritus. Es una doctrina que ninguna religión ha proclamado todavía.
Sin embargo, algunas personas la rechazan, porque hallarían más cómodo borrar sus malas acciones con un sencillo arrepentimiento, que no cuesta más que palabras ayudadas por algunas fórmulas. Libres son de creerse satisfechas, más tarde verán si esto les basta. Pregúnteseles si ese principio no está consagrado por la ley humana, y si la justicia de Dios es inferior a la de los hombres. ¿Se darían por satisfechos de un individuo que, habiéndose arruinado por abuso de confianza, se limitase a decir que lo siente infinitamente? ¿Por qué retroceden ante una obligación, que todo hombre honrado tiene el deber de cumplir en la medida de sus fuerzas?
Cuando esta perspectiva de la reparación se inculque en la creencia de las masas, será un freno mucho más poderoso que el del infierno y de las penas eternas, porque se refiere a la actualidad de la vida, y el hombre comprenderá la razón de ser de las circunstancias penosas en que se encuentra colocado.
18. Los espíritus imperfectos están excluidos de los mundos dichosos, en los cuales turbarían la armonía. Permanecen en los mundos inferiores, donde por medio de las tribulaciones de la vida expían sus faltas y se purifican de sus imperfecciones hasta que merezcan ser encarnados en los mundos más adelantados moral y físicamente.
Si puede concebirse un lugar de castigo circunscrito, es el de los mundos de expiación, porque a su alrededor pululan los espíritus desencarnados, esperando una nueva existencia que permitiéndoles reparar el mal que han hecho, coopere a su adelanto.
19. Como el espíritu tiene siempre su libre albedrío, algunas veces es lenta su mejora, y muy tenaz su obstinación en el mal. Puede que su persistencia en desafiar la justicia de Dios cede ante el sufrimiento, y a pesar de su falso orgullo, reconoce la potencia superior que le domina. Desde que se manifiesta en él los primeros resplandores del arrepentimiento, Dios le hace entrever la esperanza.
Ningún espíritu se halla en tal condición que no pueda mejorarse nunca. De otro modo, estaría destinado fatalmente a una eterna inferioridad y fuera de la ley del progreso, que rige infalible a todas las criaturas.
20. Cualesquiera que sean la inferioridad y la perversidad de los espíritu, Dios no les abandona jamás. Todos tienen su ángel guardián que vela por ellos, espía los movimientos de su alma y se esfuerza en suscitar en ellos buenos pensamientos, y el deseo de progresar y de reparar en una nueva existencia el mal que han hecho. Sin embargo, el guía protector obra lo más a menudo de una manera oculta, sin ejercer ninguna presión.
El espíritu debe mejorarse por el hecho de su propia voluntad, y no a consecuencia de una fuerza cualquiera. Obra bien o mal en virtud de su libre albedrío, pero sin ser fatalmente inducido en un sentido o en otro. Si hace mal, sufre sus consecuencias tanto tiempo como permanece en el mal camino. Luego que da un paso hacia el bien, siente inmediatamente los efectos.
Observación. Sería un error el creer que, en virtud de la ley del progreso, la certeza de que ha de llegar tarde o temprano a la perfección y a la dicha puede ser una excitación para que persevere en el mal, dejando el arrepentimiento para más tarde.
En primer lugar, porque el espíritu inferior no ve el término de su situación. En segundo, porque el espíritu, siendo el artífice de su propia desgracia, acaba por comprender que de él depende el hacerlas cesar, y que cuanto más persista en el mal, durará más tiempo su desgracia. Que su sufrimiento durará siempre, si él mismo no le pone un término. Éste sería, pues, un cálculo falso, cuya primera víctima sería él. Si, al contrario, según el dogma de las penas irremisibles, le ha sido cerrada toda esperanza, persevera en el mal, porque no tiene ningún interés en volver al bien, que no le es de utilidad.
Ante esta ley, cae igualmente la objeción sacada de la presciencia divina. Dios, al crear un alma, sabe, en efecto, si, en virtud de su libre albedrío, tomará el buen o el mal camino. Sabe que será castigada, si obra mal, pero sabe también que este castigo temporal es un medio de hacerle comprender su error y de hacerla entrar en la buena senda, a donde llegará tarde o temprano. Según la doctrina de las penas eternas, se sabe que desfallecerá, y que por anticipado está condenada a tormentos sin fin.
21. Cada uno sólo es responsable de sus faltas personales. Nadie sufre por las faltas de otro, a menos que haya dado lugar para ello, ya provocándolas con su ejemplo, o no impidiéndolas cuando tenía poder para ello.
Así es, por ejemplo, que el suicida es siempre castigado. Pero aquel que con su conducta empuja a un individuo a la desesperación, y de ahí a matarse, sufre una pena todavía más grande.
22. Aunque la diversidad de los castigos sea infinita, los hay que son inherentes a la inferioridad de los espíritus, y cuyas consecuencias, salvo los matices, son casi idénticas.
El castigo más inmediato, entre aquellos sobre todo que se han aferrado a la vida material, despreciando el progreso espiritual, consiste en la lentitud de la separación del alma y del cuerpo, en las angustias que acompañan a la muerte y al despertar en la otra vida, en la duración de la turbación, que puede durar meses y años.
Entre los que, por el contrario, tienen la conciencia pura, que se han identificado en su vida con la vida espiritual y despreciando de las cuestiones materiales, la separación es rápida, sin sacudidas, el despertar apacible y la turbación casi nula.
23. Un fenómeno muy frecuente tiene lugar entre los espíritus de cierta inferioridad moral, que consiste en creerse todavía vivos, y esta ilusión puede prolongarse por muchos años, durante los cuales sienten todas las necesidades, todos los tormentos y todas las perplejidades de la vida.
24. Para el criminal, la vista incesante de sus víctimas y de las circunstancias del crimen son un cruel suplicio.
25. Ciertos espíritus están sumergidos en densas tinieblas. Otros, en un aislamiento absoluto en medio del espacio, atormentados por la ignorancia de su posición y de su suerte. Los más culpables sufren tormentos indecibles, tanto más punzantes cuanto más lejos ven sus términos. Muchos están privados de la vista de los seres que le son queridos. Todos generalmente sufren con una intensidad relativa los males, los dolores y las necesidades que han hecho sufrir a los otros hasta que el arrepentimiento y el deseo de la reparación vienen a darles un consuelo, haciéndoles entrever la posibilidad de poner por sí mismos un término a esta situación.
26. Es un suplicio para el orgulloso ver a mayor altura, en la gloria, apreciados y acariciados, a los que había menospreciado en la Tierra, mientras que él es relegado a la última clase. Para el hipócrita, el verse traspasado por la luz que pone a descubierto sus más recónditos pensamientos, que todo el mundo puede leer, sin medio alguno para ocultarse y disimular; para el sensual, el tener todas las tentaciones, todos los deseos, sin poder satisfacerlos; para el avaro, el ver su oro malgastado y no poder evitarlo; para el egoísta, el ser abandonado por todo el mundo, y el sufrir todo lo que los otros han sufrido por él. Tendrá sed y nadie le dará de beber, tendrá hambre y nadie la dará de comer. Ninguna mano amiga vendrá a apretar la suya, ninguna voz compasiva vendrá a consolarle. No ha pensado más que en él durante su vida, y por tanto, nadie piensa en él, ni le compadece, después de su muerte.
27. El medio de evitar o de atenuar las consecuencias de los defectos en la vida futura es el deshacerse de ellos lo más pronto posible en la vida presente. Reparar el mal para no tener que repararlo en adelante de una manera más terrible. Cuanto más tarda en deshacerse de sus efectos, más penosas son las consecuencias, y más rigurosa la reparación que se debe cumplir.
28. La situación del espíritu desde su entrada en la vida espiritual es aquella que se ha preparado por medio de la vida corporal. Más tarde se le da otra encarnación para la expiación y reparación por nuevas pruebas, pero las aprovecha poco o mucho en virtud de su libre albedrío. Si no se corrige, tiene que volver a empezar la tarea cada vez en condiciones más penosas, de suerte que aquel que sufre mucho en la Tierra, puede decir que tenía mucho que expiar. Los que gozan de una dicha aparente, a pesar de sus vicios y su inutilidad, que estén ciertos de que lo pagarán caro en una existencia ulterior.
En este sentido señaló Jesús: “Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados” (El Evangelio según el Espiritismo, Cáp. V).
29. La misericordia de Dios es infinita, sin duda, pero no es ciega. El culpable, a quien perdona, no queda descargado, y hasta que no haya satisfecho la justicia, sufre las consecuencias de sus faltas. Por misericordia infinita es preciso entender que Dios no es inexorable, y deja siempre abierta la puerta de la vuelta al bien.
30. Las penas, siendo temporales y subordinadas al arrepentimiento y a la reparación, que dependen de la libre voluntad del hombre, son a la vez castigos y remedios que deben ayudar a cicatrizar las heridas que ocasionan el mal.
Los espíritus en castigo son, pues, no como los condenados a presidio por un tiempo, sino como enfermos en el hospital, que sufren por la enfermedad que es a menudo consecuencia de su falta, y de los medios curativos dolorosos que necesitan, pero que tienen la esperanza de curar, y que curan tanto más pronto cuanto mejor sigan las prescripciones del médico, que vela por ellos con anhelo. Si prolongan los sufrimientos por su falta, no es culpa del médico.
31. A las penas que el espíritu sufre en la vida espiritual se añaden las de la vida corporal, que son consecuencia de las imperfecciones del hombre, de sus pasiones, del mal empleo de sus facultades y la expiación de sus faltas presentes y pasadas. En la vida corporal es cuando el espíritu repara el mal de sus anteriores existencias, poniendo en práctica las resoluciones tomadas en la vida espiritual. Así se explican las miserias y vicisitudes que a primera vista parece que no tiene razón de ser, y son enteramente justas, desde el momento en que son en compensación del pasado y sirven para nuestro progreso (véase Cáp. VI, “El Purgatorio”, n. º 3 y ss.; Cáp. XX, “Ejemplo de expiaciones terrestres”. El Evangelio según el Espiritismo, Cáp. V, “Bienaventurados los afligidos”).
32. Algunos se preguntan: ¿no probaría Dios mayor amor hacia sus criaturas creándoles infalibles, y, en consecuencia, exentas de las vicisitudes inherentes a la imperfección?
Hubiera sido preciso, para esto, que crease seres perfectos que no tuvieran que adquirir nada ni en conocimientos ni en moralidad. Sin ninguna duda puede hacerlo. Si no lo ha hecho, es porque en su sabiduría ha querido que el progreso fuese la ley general.
Los hombres son imperfectos, y como tales, están sujetos a vicisitudes más o menos penosas. Éste es un hecho que es preciso aceptar, puesto que existe. Inferir de él que Dios no es bueno ni justo sería una rebeldía contra Dios.
Habría injusticia si hubiera creado seres privilegiados, más favorecidos los unos que los otros, gozando sin trabajo de la dicha que otros consiguen con pena o que no pudieran conseguir jamás. Pero donde resplandece su justicia es en la igualdad absoluta que preside a la creación de todos los espíritus: todos tienen un mismo punto de partida. No hay ninguno que en su formación tenga mayores dotes que los otros, ninguno cuya marcha ascendente se le facilite por excepción. Los que han llegado al fin han pasado, como los otros, por las pruebas sucesivas y la inferioridad.
Admitiendo esto, ¿qué más justo que la libertad dejada a cada uno? El camino de la felicidad está abierto para todos. Las condiciones para alcanzarla son las mismas para todos. La ley grabada en la conciencia se enseña a todos. Dios ha hecho de la dicha el precio del trabajo y no del favor, a fin de que indudablemente tuviesen los hombres el mérito de ella. Cada uno es libre de trabajar o de no hacer nada para su adelanto. El que trabaja mucho y pronto, antes es recompensado, mientras que el que se extravía en la ruta o pierde su tiempo, retarda su llegada, y no puede culpar a nadie sino a sí mismo.
El bien y el mal son voluntarios y facultativos. Siendo libre el hombre, no es impulsado fatalmente ni hacia el uno ni hacia el otro.
33. A pesar de los diferentes géneros y grados de sufrimiento de los espíritus imperfectos, el código penal de la vida futura puede resumirse en los tres principios siguientes:
El sufrimiento es inherente a la imperfección.
Toda imperfección y toda falta que la motiva lleva consigo su propio castigo, por sus consecuencias naturales e inevitables, como la enfermedad es consecuencia de los excesos, y el fastidio de la ociosidad, sin que sea necesaria una condena especial para cada falta y cada individuo.
Pudiendo el hombre deshacerse de sus imperfecciones por su voluntad, evita los males, que son su consecuencia, y puede asegurar su felicidad futura.
Tal es la ley de la justicia divina. A cada uno según sus obras, así en el cielo como en la tierra.
CAPÍTULO VIII - Los Ángeles
Los ángeles según la iglesia
He aquí cómo los define: (1)
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(1). Tomamos este resumen de la pastoral de Monseñor Goussel, cardenal arzobispo de Reims, para la cuaresma de 1864. Se la puede considerar, así como la referente a los demonios, procedente del mismo origen y citada en el capítulo siguiente, como la última expresión del dogma de la iglesia sobre este punto.
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(2). Concilio de Letrán.
“Tal es, según la fe, el plan divino en la obra de la Creación, plan majestuoso y completo, como convenía a la sabiduría eterna. Así concebido, presenta el ser a nuestros pensamientos en todos los grados y en todas las condiciones. En la esfera más elevada aparecen la existencia y la vida puramente espiritual: en la más baja, la puramente material, y en medio, separándolas, una maravillosa unión de las dos sustancias, una vida común a la vez al espíritu inteligente y al cuerpo orgánico.
“Nuestra alma es de una naturaleza simple e invisible, pero limitada en sus facultades. La idea que tenemos de la perfección nos hace comprender que puede haber otros seres simples como ella y superiores por sus cualidades y privilegios.
“El alma es grande y noble, pero está asociada a la materia, servida por frágiles órganos, limitada en su acción y en su potencia. ¿Por qué no ha de haber otras naturalezas más nobles aún, libres de esta esclavitud y de estas trabas, dotadas de una fuerza más grande y de una actividad incomparable? Antes que Dios colocara al hombre en la Tierra para conocerle, amarle y servirle, ¿no pudo llamar a otras criaturas para componer su corte celeste, y para adorarle en la morada de su gloria? Dios, en fin, recibe de las manos del hombre el tributo del honor y el homenaje de este Universo. ¿Es extraño que reciba de las manos del ángel incienso y la oración del hombre? Si los ángeles no existiesen, la gran obra del Creador no tendría el coronamiento y la perfección de que era susceptible este mundo que atestigua su omnipotencia. No sería la obra maestra de su sabiduría. Nuestra misma razón, aunque frágil y débil, podría fácilmente concebirse más completo y más acabado.
“En cada página de los libros sagrados del antiguo y del nuevo Testamento, se hace mención de estas inteligencias, en invocaciones piadosas, o en rasgos históricos. Su intervención aparece manifiestamente en la vida de los patriarcas y de los profetas. Dios se sirve de su ministerio unas veces para intimar su voluntad, otras para anunciar los acontecimientos futuros. Hace de ella casi siempre los órganos de su justicia o de su misericordia.
“Su presencia se halla mezclada en las diversas circunstancias del nacimiento, de la vida y de la pasión del Salvador, su recuerdo es inseparable del de los grandes hombres y del de los hechos más importantes de la antigüedad religiosa.
“Se encuentra también en el seno del politeísmo y bajo las fábulas de la mitología, porque la creencia de que se trata es tan antigua y tan universal como el mundo. El culto que rendían los paganos a los buenos y a los malos genios no era más que una falsa aplicación de la verdad, un resto degenerado del dogma primitivo.
“Las palabras del Santo Concilio Letrán contienen una distinción fundamental entre los ángeles y los hombres. Ellas nos enseñan que los primeros son puros espíritus, mientras que los últimos están compuestos de un cuerpo y un alma. Esto es, que la naturaleza angélica se sostiene por sí misma, no solamente sin mezcla, sino también sin asociación real posible con la materia, por ligera y sutil que se la suponga, mientras que nuestra alma igualmente espiritual está asociada a un cuerpo de manera que no forma con él más que una sola misma persona, y tal es esencialmente su destino.
“Mientras dure esta unión tan íntima del alma con el cuerpo, estas dos sustancias tienen una vida común, y ejercen la una sobre la otra una influencia recíproca. El alma no puede librarse enteramente de la condición imperfecta que de esto resulta para ella. Sus ideas le llegan por los sentidos, por la comparación de los objetos exteriores, y siempre bajo imágenes más o menos aparentes. De ahí se sigue que no puede contemplarse a sí misma y que no puede representarse a Dios y a los ángeles sin suponerle alguna forma visible y palpable. Por esto los ángeles, para hacerse ver de los santos y de los profetas, han debido recurrir a figuras corporales. Pero estas figuras no son más que cuerpos aéreos o atributos simbólicos en relación con la misión de que estaban encargados.
“Su ser y sus movimientos no están localizados y circunscritos en un punto fijo y limitado del espacio. No estando adheridos a ningún cuerpo, no pueden ser detenidos y limitados, como lo somos nosotros, por otros cuerpos. No ocupan ningún sitio y no llenan ningún vacío, pero del mismo modo que nuestra alma está completa en nuestros cuerpos y en cada una de sus partes, del mismo modo lo están ellos en todos los puntos y en todas las partes del mundo. Más rápido que el pensamiento, pueden en un abrir y cerrar de ojos estar en todas partes y obrar por sí mismos, sin otros obstáculos a sus intentos que la voluntad de Dios y la resistencia de la libertad humana.
“Mientras nosotros estamos reducidos a ver poco a poco, y hasta cierto punto nada más, las cosas que están fuera de nosotros, y las verdades del orden sobrenatural nos aparecen como un enigma y en un espejo, siguiendo la expresión del apóstol San Pablo, ellos ven sin esfuerzo lo que les conviene saber y están en relación inmediata con el objeto de su pensamiento. Sus conocimientos no son resultado de la inducción y del raciocinio, sino de esa intuición clara y profunda que abraza todo el género y las especies que derivan de éste, los principios y las consecuencias que de ellos dimanan.
“La distancia de los tiempos, la diferencia de los lugares, la multiplicación de los objetos no pueden producir ninguna confusión en su espíritu.
“La esencia divina, siendo infinita, es incomprensible. Tiene misterios y arcanos que no pueden penetrarse. Los designios particulares de la Providencia les están ocultos. Pero les revela el secreto cuando les encarga, en ciertas circunstancias, anunciarlos a los hombres.
“Las comunicaciones de Dios con los ángeles, y de los ángeles entre sí, no se hace como entre nosotros por medio de sonidos articulados y otros signos sensibles. Las puras inteligencias no tienen necesidad de los ojos para ver ni de los oídos para oír. Tampoco tienen el órgano de la voz para manifestar sus pensamientos. Este intermediario habitual de nuestras conversaciones no les es necesario, pero comunican sus sentimientos de una manera que les es propia, y enteramente espiritual. Para ser comprendidos les basta quererlo.
“Sólo Dios conoce el número de los ángeles. Este número, sin duda, no puede ser infinito y no lo es. Pero según los autores sagrados y los santos doctores, es muy considerable y verdaderamente prodigioso. Si es natural proporcionar el número de habitantes de una ciudad a su grandeza y a su extensión, no siendo la Tierra más que un átomo en comparación con el firmamento y con las inmensas regiones del espacio, es preciso deducir que el número de los habitantes del cielo y del aire es mucho más grande que el de los hombres.
“Puesto que la majestad de los reyes consiste en el esplendor del número de sus súbditos, de sus oficiales y de sus servidores, ¿qué hay más adecuado, para darnos una idea del Rey de los reyes, que esta multitud innumerable de ángeles que puebla el cielo y la tierra, el mar y los abismos, y la dignidad de los que permanecen sin cesar prosternados o de pie ante su trono?
“Los padres de la iglesia y los teólogos enseñan generalmente que los ángeles están distribuidos en tres grandes jerarquías o principados, y cada jerarquía en tres compañías o coros.
“Los de la primera y más alta jerarquía se designan en relación con las funciones que desempeñan en el cielo. Los unos se llaman serafines, porque están ante Dios abrasados en el fuego de la caridad; otros tronos y coros, porque proclaman su grandeza y la hacen resplandecer.
“Los de la segunda jerarquía reciben sus nombres de las operaciones que se les atribuye en el gobierno general del Universo. Estos son: Las dominaciones, que señalan a los ángeles de los órdenes inferiores, sus misiones y sus cargos. Las virtudes, que cumplen los prodigios, reclamados por los grandes intereses de la iglesia y del género humano. Las potencias, que protegen con su fuerza y su vigilancia las leyes que rigen el mundo físico y moral.
“Los de la tercera categoría están encargados de la dirección de las sociedades y de las personas. Son los principados, que se transmiten los mensajes de la más alta importancia. Los ángeles guardianes, que nos acompañan, velando por nuestra seguridad y nuestra santificación.”
Refutación
Muchas dificultades capitales surgen de este sistema. ¿Cuál es, desde luego, esa vida puramente material? ¿Se trata de la materia bruta? Pero la materia bruta es inanimada y no tiene vida por sí misma. ¿Se quiere hablar de las plantas y de los animales? Este sería entonces un cuarto orden en la Creación, porque no se puede negar que hay más inteligencia en el animal que en la planta, y en ésta que en una piedra. En cuanto al alma humana, que es la transición, está unida directamente a un cuerpo que sólo es materia bruta, porque sin alma no hay vida, como sucede en un pedazo de tierra.
En esta división falta evidentemente la claridad, y no concuerda con la observación. Se parece a la teoría de los cuatro elementos, destruida por los progresos de la ciencia. Admitamos, sin embargo, estos tres términos, la criatura espiritual, la criatura humana y la criatura corporal. Tal es, se refiere, el plan divino, plan majestuoso y completo, como convenía a la sabiduría eterna. Observemos, desde luego, que entre estos tres términos no hay ninguna trabazón necesaria. Son tres creaciones distintas formadas sucesivamente. De la una a la otra no hay solución de continuidad. Mientras que en la Naturaleza todo se encadena, todo nos demuestra una admirable ley de unidad, en la cual todos los elementos, que sólo son transformaciones unos de otros, tienen su lazo de unión. Esta teoría es verdadera, en el sentido de que estos tres términos evidentemente existen, sólo que es incompleta. Faltan en ella los puntos de contacto, como es fácil de demostrar.
Sin embargo, el Concilio de Letrán, concilio ecuménico que hace ley en materia de ortodoxia, afirma: Nosotros creemos firmemente que no hay más que un solo Dios verdadero, eterno e infinito, el cual, al principio del tiempo, sacó a la vez de la nada una y otra criatura, la espiritual y la corporal. El principio del tiempo no puede entenderse sino de la eternidad transcurrida, porque el tiempo es infinito como el espacio, no tiene principio ni fin. Esta expresión: el principio del tiempo, es una figura que implica la idea de una anterioridad ilimitada.
El concilio de Letrán cree, pues, firmemente que las criaturas espirituales y las criaturas corporales han sido formadas simultáneamente y sacadas conjuntamente de la nada, en una época indeterminada en el pasado. ¿Qué viene a ser, pues, el texto bíblico que fija esta creación en 6.000 años antes de nuestros días? Admitiendo que sea éste el principio del Universo visible, no es seguramente el del tiempo. ¿A quién hemos de creer, al concilio o a la Biblia?
Si el destino esencial del alma es estar unida a un cuerpo material, si por su naturaleza y según el objeto providencial de su creación esta unión es necesaria para las manifestaciones de sus facultades, es preciso concluir que sin el cuerpo, el alma humana es un ser incompleto. Pero para quedar como es, por su destino, después de haber dejado un cuerpo, es necesario que vuelta a tomar otro, lo que nos conduce a la pluralidad forzosa de las existencias, o, dicho de otra manera, a la reencarnación perpetua. Es verdaderamente extraño que un concilio que se tiene como una de las lumbreras de la iglesia, haya confundido hasta ese punto el ser espiritual y el ser material, que no pueden de ningún modo existir el uno sin el otro, pues la condición esencial de su creación es el estar unidos.
6. El cuadro jerárquico de los ángeles nos enseña que muchas categorías tienen, en sus atribuciones, el gobierno del mundo físico y de la Humanidad, y que fueron creadas con este fin. Pero, según el Génesis, el mundo físico y la Humanidad sólo hace 6.000 años que existen. ¿Qué hacían, pues, estos ángeles antes de ese tiempo, durante la eternidad, puesto que el objeto de sus ocupaciones no existía? ¿Los ángeles fueron creados de toda eternidad? Así debe ser, puesto que sirven para la glorificación del Altísimo. Si Dios los hubiera creado en una época determinada cualquiera, hasta entonces, esto es, durante una eternidad, no hubiera tenido quien le adorase.
Se ha dicho también: “Las ideas le llegan por los sentidos, por la comparación de los objetos exteriores.” Esta es una doctrina filosófica en parte verdadera, pero no en el sentido absoluto. Es, según el eminente teólogo, una condición inherente a la naturaleza del alma el no recibir las ideas sino por los sentidos. Olvida las ideas innatas, las facultades a veces tan trascendentales, la intuición de las cosas que el niño trae al nacer y que no debe a ninguna instrucción. ¿Por qué sentidos esos jóvenes pastores, calculadores naturales que han admirado a los sabios, han adquirido las ideas necesarias para la solución, casi instantánea, de los problemas más complicados? Se puede decir otro tanto de ciertos músicos, pintores y lingüistas precoces.
“Los conocimientos de los ángeles no son resultado de la inducción y del raciocinio”. Saben porque son ángeles, sin tener necesidades de aprender. Dios los ha creado tales. El alma, al contrario, debe aprender. Si el alma no recibe las ideas sino por los órganos corporales, ¿cuáles son las que puede el alma del niño muerto al cabo de algunos días, admitiendo, con la iglesia, que no renazca?
Si el alma adquiere nuevos conocimientos después de la vida actual, puede progresar. Sin el progreso ulterior del alma, iremos a parar a consecuencias absurdas. Con el progreso, llegaremos a la negación de todos los dogmas fundados en su estado estacionario. La suerte irrevocable, las penas eternas, etc. Si progresa, ¿dónde se detiene el progreso? No hay ninguna razón para que no alcance el grado de los ángeles o espíritus puros. Si puede llegar a él, no había ninguna necesidad de crear seres especiales y privilegiados, exentos de todo trabajo y gozando de la dicha eterna, sin hacer hecho nada para conquistarla, mientras que otros seres menos favorecidos no obtienen la suprema felicidad sino al precio de largos y crueles sufrimientos y de las más rudas pruebas. Dios lo puede hacer, sin duda. Pero si se admite lo infinito de sus perfecciones, sin las cuales no hay Dios, es preciso admitir también que no hace nada inútil, ni nada que desmienta la soberana justicia y la soberana bondad.
¿No es rebajar la Divinidad el hecho de asimilar su gloria al fausto de los soberanos de la Tierra? Esta idea, inculcada en el espíritu de las masas ignorantes, falsea la opinión que se forma de su verdadera grandeza. Es reducir siempre a Dios a las mezquinas proporciones de la Humanidad, suponerle la necesidad de tener millones de adoradores sin cesar prosternados o de pie ante él, es atribuirle las debilidades de los monarcas déspotas y orgullosos de Oriente. ¿Qué es lo que hace a los soberanos verdaderamente grandes? ¿El número y esplendor de sus cortesanos? No. Es su bondad y su justicia, es el merecido título de padres de sus súbditos. Se nos pregunta si existe algo más propicio para darnos una idea de la majestad de Dios que la multitud de ángeles que componen su corte. Sí, ciertamente, hay algo mejor que eso, y es concebirle todas sus criaturas soberanamente bueno, justo y misericordioso, y no como un Dios colérico, celoso, vengativo, inexorable, exterminador, parcial, creando para su propia gloria seres privilegiados, favorecidos de todos los dones, nacidos para la eterna felicidad, mientras que a los otros les hace pagar cara la dicha castigando un momento de error con una eternidad de suplicios.
Los ángeles según el Espiritismo
Las almas o espíritus son creados sencillos e ignorantes, esto es, sin conocimiento y sin conciencia del bien y del mal, pero aptos para adquirir todo lo que les falta, y lo adquieren por el trabajo. El fin, que es la perfección, es el mismo para todos: llegan a él más o menos pronto en virtud de su libre albedrío y en razón a sus esfuerzos. Todos tienen grados que recorrer, el mismo trabajo que realizar. Dios no señala una parte ni mayor ni más fácil a los unos que a los otros, porque todos son sus hijos, y siendo justo, no tiene preferencia por ninguno.
Él les asegura: “He aquí la ley que debe ser vuestra regla de conducta. Ella sola puede conduciros al fin. Todo lo que está conforme a esta ley, es el bien. Todo lo que es contrario a ella, es el mal. Sois libres de observarla o de infringirla, y así seréis los árbitros de vuestra propia suerte.”
Dios no ha creado, pues, el mal. Todas sus leyes son para el bien. El mismo hombre es quien crea el mal, infringiendo las leyes de Dios. Si las observase escrupulosamente, no se apartaría jamás del buen camino.
Dios ha creado desde la eternidad, y crea sin cesar. Mucho tiempo, pues, antes de que la Tierra existiese, por antigua que se la suponga, hubo en otros mundos espíritus encarnados que recorrieron las mismas etapas que nosotros, espíritus de formación más reciente, recorremos en este momento, y que llegaron al fin antes de que nosotros hubiésemos salido de las manos del Creador. Desde la eternidad ha habido, pues, ángeles o espíritus puros. Pero su existencia humanitaria se pierde en lo infinito del pasado, y es para nosotros como si siempre hubiesen sido ángeles.
CAPÍTULO IX - Los demonios
Origen de la creencia en los demonios
La creencia en una potencia superior es instintiva en los hombres, y por esto se la encuentra bajo diferentes formas en todas las edades del mundo. Pero si en el grado de adelanto intelectual a que han llegado hoy, discuten aún sobre la naturaleza y los atributos de esta potencia, ¡cuánto más imperfectas debían ser sus nociones respecto a este objeto en la infancia de la Humanidad!
Cuanto más se acerca el hombre al estado de naturaleza, más domina en él el instinto, como se observa todavía en los pueblos salvajes y bárbaros de nuestros días. Lo que más le preocupa, o que le ocupa exclusivamente, es la satisfacción de las necesidades materiales, porque no tienen otras. El sentido que puede hacerle accesible a los goces puramente morales no se desenvuelve sino a la larga y gradualmente. El alma tiene su infancia, su adolescencia y su virilidad, como el cuerpo humano. Mas para alcanzar la virilidad que se le pone en disposición de comprender los temas abstractos, ¡cuántas evoluciones no debe efectuar en la Humanidad! ¡Cuántas existencias no tiene que cumplir!
Sin remontarnos a las primeras edades, vemos alrededor nuestro las gentes de nuestras campiñas, y preguntamos, ¡qué sentimientos de admiración despiertan en ellas el esplendor del sol cuando sale, la bóveda estrellada, el gorjeo de las aves, el murmullo de las espumosas olas, las praderas esmaltadas de flores!
Para ellos sale el sol porque tiene la costumbre de hacerlo, y con tal que dé bastante calor para madurar las cosechas, y no para quemarlas, están satisfechos. Si miran al cielo, es para saber si el día siguiente será bueno o malo. Que canten las aves o no, poco les importa, con tal de que no coman trigo. A las melodías del ruiseñor prefieren el cacareo de las gallinas y el gruñido de los puercos. Piden que los ríos, claros o cenagosos, no se sequen y que no les inunden, que las praderas les den buena hierba, con flores o sin ellas. Esto es todo lo que desean, digamos más, todo lo que comprenden de la Naturaleza, y, sin embargo, están ya lejos de los hombres primitivos.
Durante largo tiempo, el hombre sólo comprendió el bien y el mal físicos. El sentimiento del bien y del mal moral marca un progreso en la inteligencia humana. Sólo entonces el hombre entrevé la espiritualidad y comprende que la potencia sobrehumana está fuera del mundo visible y no en las cuestiones materiales. Esta fue la obra de algunas inteligencias escogidas, pero que no pudieron, sin embargo, salvar ciertos límites.
Estos atributos son el punto de partida, la base de todas las doctrinas religiones: los dogmas, el culto, las ceremonias, los usos, la moral, todo está en relación con la idea más o menos exacta, más o menos elevada que se tiene de Dios, desde el fetichismo hasta el cristianismo. Si la esencia íntima de Dios es aún un misterio para nuestra inteligencia, nosotros, sin embargo, lo comprendemos mejor que no lo ha sido jamás, gracias a las doctrinas de Cristo. El cristianismo, conforme en esto con la razón, nos declara que:
Dios es único, eterno, inmutable, inmaterial, todopoderoso, soberanamente justo y bueno, infinito en todas sus perfecciones.
Lo hemos dicho en otra parte (Cáp. VII. “Penas eternas”). Si se quitara la más pequeña parte de uno solo de los atributos de Dios, no sería Dios, porque podría existir un ser más perfecto. Estos atributos, en su plenitud más absoluta, son, en el criterio de todas las religiones, la medida de la verdad de cada uno de los principios que enseñan. Para que uno de estos principios sea verdadero, es preciso que no ataque a ninguna de las perfecciones de Dios. Veamos si sucede lo mismo con la doctrina vulgar de los demonios.
Los demonios según la iglesia
¿Satanás es eterno como Dios, o posterior a Dios? Si es eterno, es increado, y en consecuencia, igual a Dios. Dios, entonces, no es único. Hay el Dios del bien y el Dios del mal.
¿Es posterior? Entonces es una criatura de Dios. Puesto que no hace más que el mal, que es incapaz de hacer el bien y arrepentirse, Dios ha creado un ser dedicado al mal perpetuamente. Si el mal no es obra de Dios, sino de una de sus criaturas predestinada a hacerlo, Dios es siempre su primer autor, y entonces no es infinitamente bueno. Lo mismo puede decirse de todos los seres malos llamados demonios.
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(1). Las siguientes citas han sido extractadas de la pastoral del Eminentísimo Cardenal Goussel, arzobispo de Reims, para la cuaresma de 1865. En razón del mérito personal y de la posición del autor, se puede considerar como la última expresión de la iglesia sobre la doctrina de los demonios.
“Dios, que es la bondad y la santidad por esencia, no los creó malos ni maléficos. Su mano paternal, que se complace en derramar sobre todas sus obras un reflejo de sus perfecciones infinitas, les colmó de los mayores dones. A las calidades eminentísimas de su naturaleza, añadió las larguezas de su gracia. Les hizo en todo semejantes a los espíritus sublimes que gozan de gloria y felicidad. Repartidos en todos sus órdenes y mezclados en todas sus categorías, tenían el mismo fin y los mismos destinos. Su jefe fue el más bello de los arcángeles.
“Hubieran podido merecer del mismo modo la confirmación para siempre en la justicia y ser admitidos a gozar eternamente de la dicha de los cielos. Este último favor hubiera sido el colmo de todos los otros favores de que eran objeto. Pero debía ser el precio de su docilidad, y se hicieron indignos de Él. Lo perdieron por una rebelión atrevida e insensata.
“¿Cuál ha sido el escollo de su perseverancia? ¿Qué verdad han desconocido? ¿Qué acto de fe y de adoración han rehusado a Dios? La iglesia y los anales de la historia santa no lo refieren de una manera positiva, pero parece cierto que no se han conformado ni con mediación del Hijo de Dios, ni con la exaltación de la naturaleza humana con Jesucristo.
“El verbo divino, por quien todas las cosas han sido hechas, es también el único mediador y salvador en el cielo y en la tierra. El fin sobrenatural no se ha dado a los ángeles y a los hombres sino en previsión de su encarnación y de sus méritos. Porque no hay ninguna proporción entre las obras de los espíritus más eminentes y esta recompensa, que no es otra sino el mismo Dios. Ninguna criatura habría podido llegar a Él sin esta intervención maravillosa y sublime de caridad. Pero para considerar la distancia infinita que separa la esencia divina de las obras de sus manos, era preciso que reuniese en su persona los dos extremos y que asociase a su divinidad la naturaleza del ángel o la del hombre, e hizo elección de la naturaleza humana.
“Este designio, concebido desde la eternidad, fue manifestado a los ángeles mucho tiempo antes de su cumplimiento. El Hombre-Dios les fue mostrado en el porvenir como aquel que debía confirmarles en gracia e introducirles en la gloria, con la condición de que le adorarían en la Tierra durante su misión y en el cielo por los siglos de los siglos.
“¡Revelación inesperada, maravillosa visión para los corazones generosos reconocidos, pero misterio profundo, abrumador, para los espíritus soberbios! ¡Este fin sobrenatural, este inmenso cúmulo de gloria que se les proponía, no sería, pues, la sola recompensa de sus méritos personales! ¡Jamás podrían atribuirse a sí mismos los títulos y posesión! ¡Un mediador entre ellos y Dios!, ¡qué injuria hecha a su dignidad! ¡La preferencia gratuita acordada a la naturaleza humana! ¡qué injusticia! ¡Qué ataque contra sus derechos! ¿Esta Humanidad que les es tan inferior, la verán, un día, deificada por su unión con el Verbo y sentada a la derecha de Dios, sobre un trono resplandeciente? ¿Consentirán en ofrecer eternamente sus homenajes y sus adoraciones?
“Lucifer y la tercera parte de los ángeles sucumbieron a estos pensamientos de orgullo y de celos. San Miguel, y con él el mayor número, exclamaron: «¿Quién como Dios? ¡Él es dueño de sus dones y el soberano Señor de todas las cosas! ¡Gloria a Dios y al Cordero que será inmolado por la salvación del mundo!» Pero el jefe de los rebeldes, olvidado que era deudor a su Creador de su nobleza y de sus prerrogativas, no escucha más que su temeridad, y dice:
“«Soy yo mismo quien subiré al cielo, estableceré mi morada sobre los astros, me sentaré en la montaña de la alianza, en los flancos del Aquilón, dominaré las nubes más elevadas y seré semejante al Altísimo.» Los que participaban de sus sentimientos acogieron sus palabras con un murmullo de aprobación, y de éstos los había en todos los órdenes de la jerarquía, pero su multitud no les puso el abrigo del castigo.”
1.º Si Satanás y los demonios eran ángeles, eran perfectos, ¿Cómo, siendo perfectos, pudieron faltar y desconocer hasta tal punto la autoridad de Dios, en presencia del cual se encontraban? Se concebiría también que si no hubiera llegado a este punto eminente más que gradualmente, y después de haber pasado por la escala de la imperfección, hubiesen podido tener un retroceso apreciable. Pero lo que no se comprende es que nos los representan como habiendo sido creados perfectos.
La consecuencia de esta teoría es la siguiente. Dios quiso crearles seres perfectos, puesto que les había colmado de todos los dones, y se equivocó. Luego, según la iglesia, Dios no es infalible. (2)
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(2). Esta doctrina monstruosa es afirmada por Moisés cuando expresa (Génesis, Cáp. VI, v. 6 y 7): “Se arrepintió de haber hecho al hombre en la Tierra.” Y conmovido por el dolor hasta el fondo del corazón, declara: “Yo exterminaré de la Tierra al hombre que he creado. Exterminaré todo, desde el hombre hasta los animales. Desde lo que pisa la Tierra hasta las aves del cielo, porque me arrepiento de haberlos creado.”
Un Dios que se arrepiente de lo que ha hecho no es perfectos ni infalible, luego no es Dios. Sin embargo, éstas son las palabras que la iglesia proclama como verdades santas. Tampoco se ve muy claro lo que había de común entre los animales y la perversidad de los hombres para merecer el exterminio.
2.º Puesto que ni la iglesia ni los anales de la historia sagrada explican la causa de su rebelión contra Dios, puesto que solamente parece cierto que provino de su negativa a reconocer la misión futura de Cristo, ¿qué valor puede tener el cuadro tan preciso y tan detallado de la escena que tuvo lugar en esta ocasión? ¿De qué origen se han sacado las palabras tan claras referidas como allí pronunciadas, y hasta los simples murmullos? Una de dos, o la escena es verdadera, o no lo es. Si es verdadera, no hay ninguna incertidumbre, y entonces, ¿por qué la iglesia no corta la cuestión? Si la iglesia y la historia se callan, si solamente la causa parece cierta, esto no es más que una suposición, y la escena que se describe es una obra imaginaria. (3)
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(3). Se encuentra en Isaías, Cáp. XIV, v. 11 y ss.: “Tu orgullo ha sido precipitado en los infiernos, tu cuerpo muerto ha caído en la tierra, tu lecho será la podredumbre y tu vestido serán los gusanos.” “¿Cómo has caído del cielo, Lucifer, tú que parecías tan brillante al apuntar el día? Cómo has sido echado por tierra, tú que llenabas de llagas las naciones, que manifestabas en tu corazón: Yo subiré al cielo, estableceré mi trono encima de los astros de Dios, y me sentaré sobre la montaña de la alianza a los lados del Aquilón. Me colocaré sobre las nubes más elevadas y seré semejante al Altísimo Y sin embargo, has sido precipitado desde esta gloria en el infierno, hasta lo más profundo de los abismos. Los que te verán se acercarán a ti, y después de haberte mirado, te dirán: ¿Es éste el hombre que ha espantado a la Tierra que ha esparcido el terror en los reinos, que ha hecho del mundo un desierto, que ha destruido sus ciudades, y que ha detenido en cadenas a los que había hecho prisioneros?”
Estas palabras del profeta no son relativas a la religión de los ángeles, sino una alusión al orgullo y a la caída del rey de Babilonia, quien tenía cautivos a los judíos, como lo prueban los últimos versículos. El rey de Babilonia es designado, por alegoría, bajo el nombre de Lucifer, pero no se hace aquí ningún mérito de la escena descrita más arriba. Estas palabras son las del rey, quien las decía en su corazón, y se colocaba, por su orgullo, sobre Dios, cuyo pueblo tenía cautivo. La predicción de la libertad de los judíos, de la ruina de Babilonia y de la derrota de los asirios es, por otra parte, objeto exclusivo de este capítulo.
3.º Las palabras atribuidas a Lucifer acusan una ignorancia que causa admiración en un arcángel que por su misma naturaleza, y en el grado en que está colocado, no debe tener sobre la organización del Universo los errores y las preocupaciones que los hombres han profesado hasta que la ciencia viniera a ilustrarles.
¿Cómo pudo decir: “Estableceré mi morada sobre los astros”, “dominaré las nubes más elevadas”? Esta es la antigua creencia en la Tierra como centro del mundo, del cielo, de las nubes que se extienden hasta las estrellas, en la región limitada de éstas formando bóveda, y que la astronomía nos demuestra diseminadas en el espacio infinito. Como se sabe hoy que las nubes no se extienden más allá de dos leguas de la superficie de la Tierra, para llegar a decir que dominaría las más elevadas nubes, y para hablar de las montañas, era preciso que la escena pasase en la superficie de la Tierra, y que en ella estuviese la mansión de los ángeles. Si esta mansión está en las regiones superiores, era inútil decir que se elevaría más arriba de las nubes. Pretender que los ángeles tengan un lenguaje tan ignorante es confesar que los hombres de hoy saben más que los ángeles. La iglesia ha tenido siempre el inconveniente de no contar con los progresos de la ciencia.
Resulta de lo que precede que los ángeles que han faltado pertenecen a una categoría menos elevada, menos perfecta, y que no habían alcanzado todavía el lugar supremo donde la falta es imposible. Admitido, pero en este caso tenemos una contradicción manifiesta, porque se ha dicho más arriba que. “Dios los había hecho en todo semejantes a los espíritus sublimes, que confundidos en todos sus órdenes y mezclados entre sus filas, tenían el mismo fin y el mismo destino, que su jefe era el más hermoso de los ángeles.” Si en todo fueron hechos semejantes a los ángeles, no eran de una naturaleza inferior. Si estaban mezclados en todas sus filas, no estaban en el lugar especial. De este modo la objeción subsiste por completo.
Se ha dicho: “Este designio (la mediación de Cristo) concebido desde la eternidad, se manifestó a los ángeles mucho tiempo antes de su cumplimiento.” Dios, pues, desde la eternidad, que los ángeles, así como los hombres, tendrían necesidad de esta mediación. Él sabía o no sabía que ciertos ángeles faltarían, que esta caída les ocasionaría la condenación eterna, sin esperanza de volver al anterior estado. Que se les destinaría a tentar a los hombres, que aquellos que se dejarían seducir, sufrirían la misma suerte. Si lo sabía, creó estos ángeles con conocimiento de causa, para su pérdida irrevocable y para la de la mayor parte del género humano. Por más que se haga, es imposible conciliar su creación, en semejante previsión, con la soberana bondad. Si no lo sabía, no era todopoderoso. En uno y otro caso, es la negación de dos atributos, sin la plenitud de los cuales Dios no sería Dios.
Pero sabía también que este castigo temporal sería un medio de hacerles comprender su falta, y redundaría en provecho suyo. Así se hallaría comprobada esta parábola del profeta Ezequiel: “Dios no quiere la muerte del pecador, sino su salvación.”(4) Lo que sería la negación de esta bondad es la inutilidad del arrepentimiento y la imposibilidad de la vuelta al bien. En esta hipótesis es, pues, rigurosamente exacto el decir que: “Estos ángeles, desde su creación, puesto que Dios no podía ignorarlos, fueron destinados al mal perpetuamente y predestinados a ser demonios, para arrastrar a los hombres al mal.” 4.Véase cap. VI, nº 25, cita de Ezequiel.
“Apenas hubo estallado su rebelión, en el lenguaje de los espíritus, esto es, en sus pensamientos, fueron desterrados, irrevocablemente, de la ciudad celeste y precipitando en el abismo.
“Por estas palabras entendemos que fueron relegados a un lugar de suplicios, donde sufren la pena del fuego, conforme a este texto del Evangelio, que ha salido de la misma boca del Salvador: «Id, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado por el demonio y por sus ángeles.»
“San Pedro dice expresamente: «Que Dios les ha entregado a las cadenas y a las torturas del infierno, pero no todos quedan allí perpetuamente. Esto no sucederá sino en el fin del mundo, cuando serán encerrados en él con los réprobos. Ahora, Dios permite que ocupen todavía un lugar en la Creación a la cual pertenecen.» En el orden de los hechos, al cual está su existencia. En las relaciones, en fin, que debían tener con el hombre, y de las cuales hacen el más pernicioso abuso. Mientras los unos están en su morada tenebrosa, y sirven en ésta de instrumentos a la justicia divina, contra las almas desgraciadas que han seducido, multitud de ellos, formando legiones invisibles, bajo la dirección de sus jefes, residen en las capas inferiores de nuestra atmósfera y recorren todas las partes del globo. Están mezclados en todo lo que pasa en la Tierra y toman con suma frecuencia una parte muy activa en ello.”
En lo que concierne a las palabras de Cristo, sobre el suplicio del fuego eterno, ha sido tratada esta cuestión en el Cáp. IV, “El Infierno”.
Sus funciones consisten, pues, en atormentar a las almas que han seducido. De esto se desprende que no están encargados de castigar a las que son culpables de faltas libre y voluntariamente cometidas, sino de aquellas que ellos han provocado. Son a la vez la causa de la falta y el instrumento del castigo. La justicia humana, con ser imperfecta, no admitiría que la víctima que sucumbe por debilidad, cuando se la hace nacer para tentarla, fuera castigada tan severamente como el agente provocador, que emplea el engaño y la astucia, con más severidad aún, porque va al infierno, al dejar la Tierra, para no salir jamás de él, y a sufrir sin tregua ni gracia durante la eternidad, mientras que aquel que es la causa primera de su falta goza de tregua y de la libertad hasta el fin del mundo. ¿La justicia de Dios, acaso, no es más perfecta que la de los hombres?
De este modo los demonios son los agentes provocadores predestinados a reclutar almas para el infierno, y esto con el permiso de Dios, que sabía, creando esas almas, la suerte que les estaba reservada. ¿Qué se diría en la Tierra de un juez que obrase así para llenar las cárceles? ¡Extraña idea la que se nos da de la divinidad de un Dios cuyos atributos esenciales son la soberana bondad! ¡En nombre de Jesucristo, de aquel que no ha predicado sino el amor, la caridad y el perdón, se enseñan semejantes doctrinas! Hubo un tiempo en que tales anomalías pasaban desapercibidas, o no se las comprendía, o no se las sentía. El hombre encorvado bajo el yugo del despotismo sometía su razón a ciegas, o mejor, abdicaba de su razón, pero hoy, la hora de la emancipación ha sonado. Comprende la justicia, la quiere durante su vida y después de su muerte. Por esto asevera: “¡Esto no es así, no puede ser, o Dios no es Dios!”
“Son, después del pecado, lo que el hombre es después de la muerte. La rehabilitación de los que sucumbieron es, pues, imposible, su pérdida es en adelante irremediable, y perseveran en su orgullo en presencia de Dios, en su odio a Cristo, en sus celos contra la Humanidad.
“No habiendo podido apropiarse la gloria del cielo por el vuelo de su ambición, se esfuerzan en establecer su imperio sobre la Tierra y en desterrar de ésta el reino de Dios. El verbo hecho carne cumplió, a pesar de ellos, sus designios para la salvación y la gloria de la Humanidad. Todos sus medios de acción son consagrados a arrebatarle las almas que ha rescatado. La astucia y la impertinencia, la mentira y la seducción, todo lo ponen en obra para inclinarles al mal y para consumar su ruina.
“¡Ah! Con tales enemigos, la vida del hombre, desde su cuna hasta la tumba, no puede ser más que una lucha perpetua, porque son poderosos e infatigables.
“En efecto, estos enemigos son los mismos que, después de haber introducido el mal en el mundo, han conseguido cubrir la Tierra de las espesas tinieblas del error y del vicio. Los que durante largos siglos se han hecho adorar como dioses, y han reinado como dueños en los pueblos desde la antigüedad. Éstos, en fin, son los que ejercen todavía su imperio tiránico sobre las regiones idólatras, y fomentan el desorden y el escándalo hasta en el seno de las sociedades cristianas.
“Para comprender todos los recursos que tienen al servicio de su maldad, basta observar que no han perdido nada de las prodigiosas facultades que son las dotes de su naturaleza angélica. Sin duda que sobre el porvenir y sobre todo el orden sobrenatural tienen misterios que Dios se ha reservado y que no pueden descubrir. Pero su inteligencia es muy superior a la nuestra, porque de una sola ojeada perciben los efectos en sus causas y las causas en sus efectos. Esta penetración les permite anunciar anticipadamente los acontecimientos, que nuestras conjeturas están lejos de alcanzar. La distancia y la diversidad de los lugares desaparecen ante su agilidad. Más rápidos que el relámpago y que el pensamiento, se encuentran casi al mismo tiempo en los diversos puntos del globo, y pueden describir desde lejos los acontecimientos de que son testigos, en la misma hora en que se realizan.
“Las leyes generales por las cuales Dios rige y gobierna este Universo no son de su dominio, no pueden derogarlas, ni por consiguiente predecir u operar verdaderos milagros. Pero poseen el arte de imitar y de contrahacer, en ciertos límites, las obras divinas. Saben los fenómenos que resultan de la combinación de los elementos, y pronostican con certeza los que suceden naturalmente, así como los que tienen el poder de producir ellos mismos.
“De esto resultan esos oráculos numerosos, esos prestigios extraordinarios de los cuales nos han guardado el recuerdo los libros sagrados y profanos y que han servido de base y alimento a todas las supersticiones.
“Su sustancia simple e inmaterial les oculta de nuestra vista. Están a nuestro lado sin que los percibamos, tocan a nuestra alma sin herir nuestros oídos. Creemos obedecer a nuestro propio pensamiento, mientras que sufrimos sus tentaciones y su funesta influencia. Nuestras disposiciones, al contrario, les son conocidas por las impresiones que sentimos y nos atacan ordinariamente por nuestro lado débil. Para seducirnos con más seguridad, tienen costumbre de prestarnos incentivos y sugestiones conformes a nuestras inclinaciones. Modifican su acción según los rasgos característicos de cada temperamento. Pero sus armas favoritas son la mentira y la hipocresía.”
Se asegura que los remordimientos les persiguen sin tregua ni gracia, olvidando que el remordimiento es el precursor inmediato del arrepentimiento, si no es el mismo arrepentimiento.
También se comenta que, habiendo llegado a la perversidad, no quieren dejar de ser perversos, y lo son siempre. Si no quieren cesar de ser perversos, no pueden tener remordimientos. Si los tuvieran, cesarían de hacer el mal y pedirían perdón. Luego los remordimientos no son para ellos un castigo.
¿Se entiende, acaso, por acto de clemencia, pura y simplemente una gracia que hubiera sido quizás un estímulo al mal? No, sino un perdón condicional, subordinado a una sincera vuelta al bien. En lugar de una palabra de esperanza y misericordia, se quiere que Dios haya dicho: ¡Perezca toda la raza humana, antes que deje de cumplirse mi venganza! ¡Y nos admiramos de que con tal doctrina haya incrédulos y ateos! ¿Es así como Jesús nos representa su padre? ¿Él, que eleva a la ley expresa el olvido y el perdón de las ofensas; que nos dice “volved bien por mal”; que coloca el amor de los enemigos en el primer lugar de las virtudes con las cuales debemos alcanzar el cielo; él, que querría que los hombres fuesen mejores, más justos, más compasivos que el mismo Dios?
Los demonios según el Espiritismo
Resulta de esto que existen espíritus de todos los grados de adelanto moral e intelectual, según estén en lo alto, en lo bajo o en medio de la escala. En consecuencia, los hay en todos los grados de saber y de ignorancia, de bondad y de maldad. En los puestos inferiores, los hay que están aún profundamente inclinados al mal, y que se complacen en él. Se pueden llamar demonios si se quiere, porque son capaces de todas las maldades atribuidas a estos últimos. Si el Espiritismo no les conoce por este nombre, es porque indica la idea de seres distintos de la Humanidad, de una naturaleza esencialmente mala, dedicados al mal eternamente o incapaces de progresar en el bien.
Los que por su indiferencia y negligencia, su obstinación y su voluntad, permanecen largo tiempo en los puestos inferiores, llevan consigo la pena, y acostumbrados al mal, les es más difícil salir de él. Pero llega un momento en que cansan de tan penosa existencia y de los sufrimientos que son su consecuencia. Entonces es cuando, comparando su situación con la de los buenos espíritus, comprenden que su interés está en el bien, y procuran mejorarse, pero lo hacen por su propia voluntad y sin que les obligue a ello. Están sometidos a la ley del progreso por su aptitud para progresar, mas no se les hace progresar a pesar de ellos. Dios les suministra sin cesar los medios, pero son libres de aprovecharse de éstos o no. Si el progreso fuera obligatorio, no tendrían ningún mérito, y Dios quiere que tengan el de sus obras. No coloca a nadie en el primer puesto por privilegio. Éste está al alcance de todos, pero no llegan a él sino por sus esfuerzos. Los ángeles más elevados han conquistado su grado, como los otros, pasando por el mismo camino que todos.
CAPÍTULO X - Intervención de los demonios en las manifestaciones modernas
Los fenómenos espiritistas, más multiplicados en nuestros días, y sobre todo mejor observados con ayuda de las luces de la razón y los datos de la ciencia, han confirmado, en verdad, la intervención de inteligencias ocultas. Pero obrando siempre en los límites de las leyes de la Naturaleza, y revelando por su acción una nueva fuerza y leyes desconocidas hasta este día. La cuestión se reduce, pues, a saber de qué orden son estas inteligencias.
Mientras no se han tenido sobre el mundo espiritual sino nociones inciertas o sistemáticas, ha podido haber equivocaciones. Pero hoy día, en que las observaciones rigurosas y los estudios experimentales han hecho luz sobre la naturaleza de los espíritus, su origen y su destino, su papel en el Universo y su modo de acción, la cuestión está resuelta por los hechos.
Se sabe ahora que son las almas de los que han vivido en la Tierra. Se sabe también que las diversas categorías de espíritus buenos y malos no constituyen seres de diferentes especies, sino que marcan grados diversos de adelanto. Según el puesto que ocupan, en razón de su progreso intelectual y moral, los que se manifiestan se presentan bajo dos aspectos muy opuestos, lo que no les impide haber salido de la gran familia humana, de la misma manera que el salvaje, el bárbaro y el hombre civilizado.
“En su intervención exterior, los demonios no están menos solícitos en disimular su presencia, para apartar las sospechas. Siempre astutos y pérfidos, atraen al hombre en sus emboscadas antes de imponerle las cadenas de la opresión y de la servidumbre. Aquí despiertan la curiosidad por fenómenos y juegos pueriles, allá llenan de admiración y subyugan por el atractivo de lo maravilloso. Si lo sobrenatural aparece, si su poder les quita la máscara, calman y aplacan las aprehensiones, solicitan la confianza, y provocan la familiaridad. Tan pronto se hacen pasar por divinidades y buenos genios, como toman los nombres y aun las facciones de los muertos que han dejado alguna memoria entre los vivos. A favor de estos fraudes, dignos de la antigua serpiente, hablan y se les escucha, dogmatizan y se les cree. Mezclan a sus mentiras algunas verdades, y hacen aceptar el error bajo todas las formas.
”A eso van a parar las pretendidas revelaciones de ultratumba. Para obtener este resultado, la madera, la piedra, los bosques y las fuentes, el santuario de los ídolos, el pie de las mesas, la mano de los niños, producen oráculos. Por eso la pitonisa profetiza en su delirio, y el ignorante, en un misterioso sueño, viene a ser de repente el doctor de la ciencia. Engañar y pervertir, tal es, por todas partes y en todos los tiempos, el objetivo final de estas extrañas manifestaciones.
”Los sorprendentes resultados de estas observaciones o de estos actos, la mayor parte extravagantes y ridículos, no pudiendo proceder de su virtud intrínseca, ni del orden establecido por Dios, sólo pueden resultar del culto de las potencias ocultas. Tales son, especialmente, los fenómenos extraordinarios obtenidos en nuestros días por los procederes, en apariencia inofensivos, del magnetismo, y el órgano inteligente de las mesas parlantes. Por medio de estas operaciones de la magia moderna, vemos reproducirse entre nosotros las evocaciones y los oráculos, las consultas, las curaciones y los prestigios que han ilustrado los templos de los ídolos y los antros de las sibilas.
”Como en otro tiempo, se manda a la madera, y la madera obedece. Se la interroga, y responde en todas las lenguas y sobre todas las cuestiones. Se encuentra uno en presencia de seres invisibles que usurpan los nombres de los muertos, y cuyas pretendidas revelaciones llevan el carácter de la contradicción y de la mentira. Formas ligeras y sin consistencia aparecen de repente, y se muestran dotadas de una fuerza sobrehumana.
¿Cuáles son los agentes secretos de estos fenómenos, y los verdaderos actores de estas escenas inexplicables? Los ángeles no aceptarían estos papeles indignos, y no se prestarían a todos los caprichos de una vana curiosidad. Las almas de los muertos, que Dios prohíbe consultar, permanecen en la morada que les ha señalado su justicia, y no pueden, sin su permiso, ponerse a las órdenes de los vivos. Los seres misteriosos que comparecen tanto al primer llamamiento de los heréticos y de los impíos, como de los fieles, del crimen como de la inocencia. no son ni los enviados de Dios, ni los apóstoles de la verdad y de la salvación, sino los secuaces del error y del infierno.
“A pesar del cuidado que tienen en ocultarse bajo los nombres más venerables, se hacen traición por la ninguna importancia de sus doctrinas, no menos que por la bajeza de sus actos y la incoherencia de sus palabras. Se esfuerzan en borrar del símbolo religioso los dogmas del pecado original, de la resurrección de los cuerpos, de la eternidad de las penas, y toda la revelación divina, a fin de quitar a las leyes su verdadera sanción y abrir al vicio todas las barreras. Si sus sugestiones pudiesen prevalecer, formarían una religión cómoda para el uso del socialismo y de todos aquellos a quienes importuna la noción del deber y de la conciencia. La incredulidad de nuestro siglo les ha preparado los caminos. ¡Ojalá que las sociedades cristianas puedan, por una vuelta sincera a la fe católica, escapar del peligro de esta nueva y temible invasión!”
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(1). Las citas de este capítulo están tomadas de la misma pastoral que las del capítulo precedente, del que son continuación, y tienen la misma autoridad.
La posibilidad para las almas de comunicarse con los vivos es una cuestión de hecho, un resultado de experiencia y de observación que no discutiremos aquí. Admitamos, por hipótesis, la doctrina arriba dicha, y veamos si por sus propios argumentos se destruye a sí misma.
Éste es, sin embargo, el papel estúpido que se hace desempeñar al demonio, porque es un hecho notorio que, a consecuencia de las instrucciones emanadas del mundo invisible, se ven todos los días incrédulos y ateos vueltos a Dios, rogar con fervor, lo que nunca habían hecho. Gentes viciosas trabajar con ardor para su mejoramiento. Pretender que esto es obra del demonio es hacer de éste un verdadero bobalicón. Pero como esto no es una suposición, sino un resultado de experiencia, y contra un hecho no hay negación posible, es preciso concluir, o que el demonio es un torpe en grado supremo, que no es ni tan astuto ni tan maligno como se pretende, y que en consecuencia no es muy temible, porque trabaja contra sus intereses, o que no todas las manifestaciones son suyas.
¿Cuál es, pues, según esto, el valor de estas palabras del Evangelio?: “Derramaré mi espíritu sobre toda carne, vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos sueños. En esos días derramaré mi espíritu sobre mis servidores y sobre mis servidoras y profetizarán”? (Hechos de los apóstoles, Cáp. II, v. 17 y 18). ¿No es esto la predicción de la mediumnidad dada a todo el mundo, aun a los niños, predicción que se realiza en nuestros días? ¿Ha anatematizado los apóstoles esta facultad? No, la anuncian como un favor de Dios, y no como obra del demonio. ¿Los teólogos de nuestros días saben más sobre este punto que los Apóstoles? ¿No deberían, pues, ver el dedo de Dios en el cumplimiento de estas palabras?
¿Dónde se ven las operaciones de la magia en las evocaciones espiritistas? Hubo un tiempo en que se podía creer en su eficacia, pero hoy son ridículas. Nadie cree en ellas y el Espiritismo las condena. En la época en que florecía la magia no se tenía más que una idea muy imperfecta de la naturaleza de los espíritus, a los que se consideraba como seres dotados de un poder sobrehumano. No se les llama sino para obtener de ellos, aunque fuese a precio del alma, los favores de la suerte y de la fortuna, el descubrimiento de los tesoros o la revelación del porvenir. La magia, con ayuda de sus signos, fórmulas y oraciones cabalísticas, tenía la reputación de facilitar pretendidos secretos para obrar prodigios, de obligar a los espíritus a ponerse a las órdenes de los hombres y satisfacer sus deseos. Hoy se sabe que los espíritus no son más que las almas de los hombres. No se les llama sino para recibir consejos de los buenos, moralizar a los imperfectos y para continuar las relaciones con los seres que nos son queridos. He aquí lo que dice el Espiritismo sobre este punto.
Lo más esencial de todas las disposiciones para las evocaciones es el recogimiento cuando se quiere tratar con espíritus formales. Con la fe y el deseo del bien se tiene más facultad para evocar los espíritus superiores. Elevando el alma por algunos instantes de recogimiento, en el momento de la evocación, se identifica uno con los buenos espíritus, y se les dispone a venir (El Libro de los Médiums, Cáp. XXV).
Ningún objeto, medalla o talismán tiene la propiedad de atraer o de rechazar a los espíritus. La materia no tiene ninguna acción sobre ellos. Jamás aconseja un buen espíritu semejante absurdo. La virtud de los talismanes no ha existido nunca sino en la imaginación de las gentes crédulas (El Libro de los Médiums, Cáp. XXV).
No hay fórmula sacramental para la evocación de los espíritus. Cualquiera que pretenda dar una, puede tacharse de impostor, porque para los espíritus la forma no es nada. Sin embargo, la evocación debe hacerse siempre en nombre de Dios (El Libro de los Médiums, cap. XXVII).
Los espíritus que dan citas en lugares lúgubres y a horas indebidas, son espíritus que se divierten a costa de los que les escuchan. Siempre es inútil y muchas veces peligroso ceder a tales sugestiones. Inútil, porque no se gana con ello más que el ser mistificado; y peligro, no por el mal que puedan hacer los espíritus, sino por la influencia que esto pude ejercer sobre cerebros débiles (El Libro de los Médiums. cap. XXV).
No hay días ni horas más especialmente propicias unas que otras para las evocaciones. Esto es completamente indiferente para los espíritus, como todo lo que es material, y sería una superstición el creer en esa influencia. Los momentos más favorables son aquellos en que el evocador puede estar lo menos distraído por sus ocupaciones habituales, y en que su cuerpo y su espíritu están con más calma (El Libro de los Médiums, cap. XXV).
La crítica malévola se ha complacido en representar las comunicaciones espiritistas como rodeadas de las prácticas ridículas y supersticiosas de la magia y de la nigromancia. Si los que hablan del Espiritismo sin conocerlo se hubiesen tomado el trabajo de estudiarlo, se hubieran ahorrado gastos de imaginación, alegaciones que no sirven más que para probar su ignorancia o su mala voluntad.
Para introducción de las personas ajenas a la ciencia, diremos que para comunicarse con los espíritus no hay días, horas, ni lugares más propicios unos que otros. Que no son necesarias, para evocarles, ni fórmulas, ni palabras sacramentales o cabalísticas. Que no hay necesidad de ninguna preparación, ni de ninguna iniciación. Que no da resultado alguno el empleo de signos u objetos materiales, sea para atraerles, sea para rechazarles, y que el pensamiento basta. En fin, que los médiums reciben sus comunicaciones de un modo tan natural y sencillo, como si fueran dictadas por una persona viva, sin salir del estado normal. Sólo el charlatanismo podría adoptar maneras excéntricas, y añadir accesorios ridículos (¿Qué es el Espiritismo?,cap. II, n.º 49).
En principio, el porvenir debe estar oculto para el hombre. Su revelación sólo la permite Dios en casos raros y excepcionales. Si el hombre conociera el porvenir, despreciaría el presente, no obraría con la misma libertad. Porque estaría dominado por la idea de que si una cosa ha de suceder, no es necesario pensar ya en ella, o procuraría impedir su realización. Dios no ha querido que fuese así, a fin de que cada uno concurriera al cumplimiento de los acontecimientos, aun de aquellos a los que quisiera oponerse. Dios permite la revelación del porvenir cuando este conocimiento anticipado debe facilitar el cumplimiento de ciertos hechos, en lugar de ponerle trabas, comprometiendo a obrar de otra manera que no se hubiera hecho sin aquel conocimiento ( El Libro de los Espíritus, I. III, cap. X).
Los espíritus no pueden guiar en las investigaciones científicas y los descubrimientos. La ciencia es obra del genio. No debe adquirirse sino por el trabajo, porque sólo por medio del trabajo es como el hombre adelanta en su camino. ¿Qué mérito habría si bastara preguntar a los espíritus, para saberlo todo? Cualquier imbécil podría ser sabio a poca costa. Lo mismo sucede con las invenciones y descubrimientos de la industria.
Cuando ha llegado el tiempo de un descubrimiento. los espíritus encargados de dirigir la marcha buscan al hombre capaz de conducirle a buen fin, y le inspiran las ideas necesarias para que tenga todo el mérito. Porque estas ideas es preciso que las elabore y las ponga en práctica. Así sucede también con todos los grandes trabajos de la inteligencia humana.
Los espíritus dejan a cada hombre en su esfera. De aquel que no es a propósito sino para cavar la tierra, no harán el depositario de los secretos de Dios. Pero sabrán sacar de la oscuridad al hombre capaz de secundar sus intenciones. No os dejéis, pues, arrastrar por curiosidad o ambición en un camino que no es el objeto del Espiritismo, y que terminará para vosotros en las más ridículas mistificaciones (El Libro de los Médiums, cap. XXVI).
Los espíritus no pueden hacer que se descubran los tesoros ocultos. Los espíritus superiores no se ocupan de estas cosas, pero los burlones indican a menudo tesoros que no existen, o pueden hacer ver uno en un paraje, que en realidad está en paraje opuesto. Y esto en utilidad del engañado, para demostrarle que la verdadera fortuna está en el trabajo. Si la Providencia destina riquezas ocultas a alguno, las encontrará naturalmente, y no de otro modo (El Libro de los Médiums. cap. XXVI).
El Espiritismo. ilustrándonos sobre las propiedades de los fluidos, que son los agentes y los medios de acción del mundo invisible y constituyen una de las fuerzas y una de las potencias de la Naturaleza, nos da la clave de una porción de hechos no explicados e inexplicables por cualquier otro medio, y que han podido en tiempos remotos pasar por prodigios. Revela, lo mismo que el magnetismo, una ley, si no desconocida, al menos mal comprendida. O mejor dicho, se conocían los efectos, porque se han producido en todos los tiempos, pero no se conocía la ley. Y la ignorancia en que, respecto de ella, se estaba, es la que ha engendrado la superstición. Conocida esta ley, desaparece lo maravilloso, y los fenómenos entran en el orden de los hechos naturales. He aquí por qué los espiritistas no hacen milagros haciendo girar una mesa o escribir a los difuntos, como no los hace el médico haciendo revivir a un moribundo, o el físico haciendo caer el rayo. El que pretendiese con ayuda de esta ciencia, hacer milagros, sería, o un ignorante de los hechos o un charlatán (El Libro de los Médiums, cap. II).
Ciertas personas se forman una idea muy falsa de las evocaciones. Las hay que creen que consisten en hacer venir a los muertos, con el aparato lúgubre de la tumba. Sólo en los romances, en los cuentos fantásticos de aparecidos y en el teatro, se ve a los muertos desencarnados salir de sus sepulcros, tapujados con sábanas, y haciendo crujir los huesos. El Espiritismo no ha hecho nunca milagros de ninguna clase, y menos el de resucitar un cuerpo muerto. Cuando el cuerpo está en la fosa, está en ella definitivamente. Pero el ser espiritual, fluídico, inteligente, no ha quedado allí con su envoltura grosera, sino que se ha separado de ésta en el momento de la muerte, y una vez verificada la operación, no tiene nada en común con ella (¿Qué es el Espiritismo?, cap. II, n.º 48).
En cuanto a los hechos de curaciones, admitidos en la citada pastoral, debemos decir que el ejemplo está mal elegido para evadir las relaciones con los espíritus. Es uno de los beneficios que tocan más de cerca y que cada uno puede apreciar. Pocas gentes estarán dispuestas a renunciar a ellos, sobre todo después de haber apurado todos los otros medios, por el temor de ser curados por el diablo. Al contrario, más de uno dirá que si el diablo cura, hace una buena acción. (2)
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(2). Queriendo persuadir, a personas curadas por los espíritus, de que lo habían sido por el diablo, un gran número se ha separado de la iglesia, sin que antes pensaran salirse de ella.
El autor quiere hablar de las manifestaciones físicas de los espíritus. Entre ellas, ciertamente, las hay que serían poco dignas de espíritus superiores. Y si a la palabra ángeles sustituís puros espíritus o espíritus superiores. tendréis exactamente lo que dice el Espiritismo. Pero no se podrían poner en la misma línea las comunicaciones inteligentes por medio de la escritura, la palabra, la audición, o cualquier otro medio, que no son indignas de los buenos espíritus, como no lo son en la tierra de los hombres más eminentes ni las apariciones, ni las curaciones y una porción de otros hechos que los libros sagrados citan con profusión, atribuyéndolos a los ángeles o a los santos. Si, pues, los ángeles y los santos han producido en otro tiempo fenómenos semejantes, ¿por qué no los han de producir ahora? ¿Por qué los mismos hechos serían hoy obra del demonio en manos de ciertas personas, siendo así que son reputados milagros de los santos en las de otras? Sostener una tesis semejante es abdicar de la lógica.
El autor de la pastoral está equivocado cuando dice que estos fenómenos son inexplicables. Al contrario, hoy es cuando se explican perfectamente, y por esto no se los mira como maravillosos y sobrenaturales. Y aunque no lo fuesen, no sería lógico atribuirlos al diablo, como no lo fue en otro tiempo el hacerle el honor de atribuirle todos los actos naturales que no se comprendían.
Por papeles indignos es necesario entender los papeles ridículos y los que consisten en hacer el mal. Pero no se puede calificar así el de los espíritus que hacen el bien y conducen a los hombres a Dios y a la virtud. Pero el Espiritismo dice, precisamente, que los papeles indignos no pueden representarlos los espíritus superiores. como lo prueban los preceptos siguientes:
Los espíritus superiores no se ocupan sino de comunicaciones inteligentes encaminadas a nuestra instrucción. Las manifestaciones físicas o puramente materiales cuadran más especialmente con los espíritus inferiores, vulgarmente conocidos bajo el nombre de espíritus golpeadores, como entre nosotros los juegos de fuerza son del dominio de los saltimbanquis y no de los sabios. Sería absurdo pensar que los espíritus, por poco elevados que sean, se diviertan representando una farsa (¿Qué es el Espiritismo? Cáp., n.º 37, 38, 39, 40 y 60. Véase también El Libro de los Espíritus, Lib. II, cap. 1, "Diferentes órdenes de espíritus. Escala espiritista"; y El Libro de los Médiums, 2.ª parte, cap. XXIV, “Identidad de los espíritus. Distinción de los buenos y de los malos espíritus”).
¿Qué hombre de buena fe puede ver en estos preceptos un papel indigno atribuido a los espíritus elevados? El Espiritismo no sólo no confunde a los espíritus, sino que, mientras otros atribuyen a los demonios una inteligencia igual a los ángeles, él hace constar por la observación de los hechos que los espíritus inferiores son más o menos ignorantes, que su horizonte moral es limitado, su perspicacia restringida. Que tienen una idea bastante falsa e incompleta de las cosas y son incapaces de resolver ciertas cuestiones, lo que les pone en la imposibilidad de hacer todo lo que se atribuye a los demonios.
El Espiritismo dice también que no pueden venir sin el permiso de Dios. Pero todavía es más riguroso, porque dice que ningún espíritu, bueno o malo, puede venir sin este permiso, mientras que la iglesia atribuye a los demonios la facultad de poder prescindir de él. Va más lejos aún, puesto que dice que si vienen con este permiso cuando los vivos les llaman, no es para ponerse a sus órdenes.
¿El espíritu acude voluntariamente a la evocación o se le obliga a ello? Obedece a la voluntad de Dios, esto es, a la ley general que rige el Universo. Juzga si es útil acudir, ejerciendo también de este modo su libre albedrío. El espíritu superior viene siempre que se le llama con un fin útil. No se niega a responder sino a personas poco formales que lo toman todo a broma (El Libro de los Médiums, cap. XXV).
¿El espíritu evocado puede negarse a venir al llamamiento que se le hace? Así es, en efecto. Y si así no fuera, ¿en dónde estaría su libre albedrío? ¿Creéis que todos los seres del Universo están a vuestras órdenes? ¿Y vosotros mismos os creéis obligados a responder a todos los que os llaman por vuestro nombre? Cuando digo que puede negarse a ello, me refiero a la pregunta del evocador, porque a un espíritu inferior puede obligarle un espíritu superior (El Libro de los Médiums. cap. XXV).
Los espiritistas están de tal modo convencidos de que no tienen ningún poder sobre los espíritus, y de que no pueden obtener nada de éstos sin el permiso de Dios, que cuando llaman a un espíritu, sea el que quiera, dicen: Ruego a Dios Todopoderoso permita a un buen espíritu comunicarse conmigo. Ruego también a mi ángel guardián tenga a bien asistirme y apartar los malos espíritus. O bien cuando se trata del llamamiento de un espíritu determinado: Ruego a Dios Todopoderoso permita al espíritu de tal comunicarse conmigo (El Libro de los Médiums, cap. XVII. nº 203).
No hay duda de que puede haber personas que abusen de las evocaciones, que hagan de ello un pasatiempo y diversión y que las aparten de su fin providencial para emplearlas en pro de sus intereses personales, que por ignorancia, ligereza, orgullo o concupiscencia, se separen de los verdaderos principios de la doctrina.
Pero el Espiritismo formal desaprueba esto, así como desaprueba la religión los falsos devotos y los excesos del fanatismo. No era, pues, lógico ni equitativo imputar al Espiritismo en general los abusos que condena, o las faltas de los que no lo comprenden. Antes de formular una acusación, es preciso ver si es justa. Diremos, pues, que la reprobación de la iglesia se dirige a los charlatanes, a los explotadores, a las prácticas de la magia y de la hechicería, y en esto tiene razón. Cuando la crítica religiosa o escéptica señala los abusos y vitupera el charlatanismo, hace resaltar mejor la pureza de la sana doctrina, ayudándola de este modo a desembarazarse de la escoria. Y con esto facilita nuestra tarea. Su error está en confundir el bien y el mal, por ignorancia del mayor número y por mala fe de algunos. Pero la distinción que ella no hace, la hacen otros. En todos los casos su censura, a la cual se asocia todo espíritu sincero en el límite de lo que se aplica al mal, no puede alcanzar a la doctrina.
¡Tenemos que al herético, al impío y al criminal, Dios no permite que vayan los buenos espíritus a sacarles del error para salvarles de la perdición eterna! ¡No les envía sino los secuaces del infierno, para hundirles más en el fango! ¡Más aún, no envía a la inocencia sino seres perversos para pervertirla! ¿No se encuentra, pues, entre los ángeles, entre esas criaturas privilegiadas de Dios, ningún ser lo bastante compasivo para acudir en auxilio de esas almas perdidas? ¿Para qué las brillantes cualidades de que están dotados, si no sirven más que para sus goces personales? ¿Son realmente buenos, si en medio de las delicias de la contemplación ven a esas almas en el camino del infierno y no corren a salvarlas?
¿Acaso no es ésta la imagen del rico egoísta, que teniendo hasta lo superfluo, deja sin piedad que el pobre muera en la puerta de su casa? ¿No es esto el egoísmo que se erige en virtud y pretende elevarse hasta los pies del Eterno?
¿Os maravilláis de que los buenos espíritus vayan al herético y al impío? ¿Olvidáis, acaso, esta parábola de Cristo: “El que está sano no tiene necesidad de médico”? ¿Os empeñáis en no ver las cosas desde un punto más elevado que los fariseos de su tiempo? ¿Y vosotros mismos, si fuerais llamados por un incrédulo, dejaríais de ir a él para ponerle en el buen camino? Los buenos espíritus hacen, pues, lo que vosotros haríais: van al impío a decirle buenas palabras. En lugar de anatematizar las comunicaciones de ultratumba, bendecid los caminos del Señor, maravillaos de su omnipotencia y bondad infinita.
Pues bien, lo que los ángeles guardianes no pueden hacer, según la iglesia, lo hacen los demonios. Con ayuda de estas mismas comunicaciones llamadas infernales, vuelven a Dios a los que renegaban de Él, y al bien a los que estaban sumergidos en el mal. Nos dan el extraño espectáculo de millones de hombres que creen en Dios por el poder del diablo, siendo así que 1a iglesia había sido impotente para convertirlos. ¡Cuántos hombres que no oraban jamás, oran hoy con fervor, gracias a las instrucciones de esos mismos demonios! ¡Cuántos vemos que de orgullosos, egoístas y silenciosos, han venido a ser humildes, caritativos y menos sensuales! ¡Y se dirá que es obra de los demonios! Si así fuera, es necesario convenir en que el demonio les ha prestado un gran servicio y les ha asistido mejor que los ángeles. Es preciso formarse muy pobre opinión del juicio de los hombres en este siglo para creer que pudiesen aceptar a ciegas tales ideas. Una religión que de semejante doctrina hace su piedra angular y se declara minada por su base si le quitan sin piedad sus demonios, su infierno, sus penas eternas y su Dios, es una religión que se suicida.
Pero para ellos, los frutos producidos por Jesús eran malos, porque venía a destruir los abusos y a proclamar la libertad que debía arruinar su autoridad. Si hubiera venido a lisonjear su orgullo, a sancionar sus prevaricaciones y a sostener su poder, hubiera sido a sus ojos el Mesías esperado por los judíos. Él estaba solo, era pobre y débil. Le hicieron perecer y creyeron matar su palabra. Pero su palabra era divina y le ha sobrevivido. Sin embargo, se ha propagado con lentitud, y después de 18 siglos, apenas es conocida de la décima parte del género humano. Y cismas numerosos han estallado en el seno mismo de sus discípulos. Entonces Dios, en su misericordia, envía los espíritus a confirmarla, completarla, ponerla al alcance de todos y derramarla por toda la Tierra. Pero los espíritus no están encarnados en un solo hombre, cuya voz hubiera sido limitada. Son innumerables, van por todas partes y no se les puede coger. Y éste es el motivo de su enseñanza, que se extiende con la rapidez del relámpago. Hablan al corazón y a la razón. He aquí por qué los más humildes las comprenden.
¿Jesús no dejó la morada de su Padre para nacer en un establo? Por otra parte, dónde habéis visto nunca que el Espiritismo atribuya las cosas triviales a los espíritus superiores? Por el contrario, dice que las cosas vulgares son producto de espíritus vulgares. Pero no porque sean vulgares han dejado de afectar las imaginaciones, sirviendo para probar la existencia del mundo espiritual y demostrando que este mundo es otra cosa distinta de lo que se creía. Esto en el principio era un medio sencillo como todo lo que empieza. Pero el árbol, aunque salido de un pequeño grano, no por eso, más tarde, ha dejado de extender muy lejos su ramaje.
¿Quién hubiera creído que del miserable pesebre de Belén saldría un día la palabra que debía conmover al mundo?
Cristo es el Mesías divino, esto es indudable. Su palabra es la verdad, también es muy cierto. La religión fundada sobre esta palabra será inquebrantable, esto es la realidad. Pero con la condición de que siga y practique su sublime doctrina y no haga de un Dios justo y bueno, tal como él nos lo reveló, un Dios parcial, vengativo y despiadado.
CAPÍTULO XI - De la prohibición de evocar a los muertos
“No es permitido ponerse en relación con ellos (los espíritus) ya sea inmediatamente, ya sea por intermedio de los que los evocan e interrogan. La ley mosaica castigaba de muerte esas prácticas detestables, en uso entre los gentiles: «No vayáis a encontrar los magos -dice el Libro del Levítico-, y no dirijáis a los adivinos ninguna pregunta por miedo de quedar manchados dirigiéndoos a ellos» (cap. XVI. v.31). «Si un hombre o una mujer tiene un espíritu de Python o de adivinación, que sean castigados a muerte. Serán apedreados y su sangre caerá sobre sus cabezas» (cap. XX, v. 27), y en el Libro del Deuteronomio: «Que no haya nadie entre vosotros que consulte a los adivinos, o que observe los sueños y los augurios, o que use maleficios, sortilegios y encantamientos, o que consulte a los que tienen el espíritu de Python y que practican la adivinación, o que interrogan a los muertos para saber la verdad, porque el Señor tiene en abominación todas estas cosas, y destruirá a vuestra llegada las naciones que cometan estos crímenes» (cap. XVIII, v. l0, 11, 12).”
“No os apartéis de vuestro Dios para ir a buscar los magos, y no consultéis a los adivinos, por miedo de mancharos, dirigiéndoos a ellos. Yo soy el Señor vuestro Dios” (Levítico, cap. XIX. v. 32).
“Si un hombre o una mujer tiene un espíritu de Python, o un espíritu de adivinación, que sean castigados de muerte. Serán apedreados, y su sangre caerá sobre su cabeza” (Ib., cap. XX, v.27).
“Cuando habréis entrado en el país que el Señor vuestro Dios os dará, tened buen cuidado de no imitar las abominaciones de estos pueblos. Y que no se encuentre nadie entre vosotros que pretenda purificar a su hijo o su hija, haciéndoles pasar por el fuego, o que consulte a los adivinos, o que observe los sueños y los augurios, o que use maleficios, sortilegios y encantamientos, o que consulte los que tienen el espíritu de Python y que se entrometa en adivinar, o que interroguen a los muertos para saber la verdad. Porque el Señor tiene en abominación todas estas cosas, y exterminará todos estos pueblos a vuestra entrada por causa de estas clases de crímenes que han cometido” (Deuteronomio, cap. XVIII. v. 9. l0, 11 y 12).
Por otra parte, es necesario atender a los motivos que provocaron esta prohibición, motivos que tenían entonces su razón de ser, pero que no existen seguramente hoy. El legislador hebreo quería que su pueblo rompiese con todas las costumbres adquiridas en Egipto, donde la de las evocaciones estaba en uso, y era objeto de abusos como lo prueban estas palabras de Isaías: “El espíritu de Egipto se aniquilará en ella, y yo derribaré su prudencia. Consultarán sus ídolos, sus adivinos, sus pitonisas y sus magos'. (cap. XIX, v. 3).
Además, los israelitas no debían contraer ninguna alianza con las naciones extranjeras, pues iban a encontrar las mismas prácticas que adoptarían, a pesar de que debían combatirlas. Moisés debió, pues, por política, inspirar al pueblo hebreo aversión a todas las costumbres que por tener puntos de contacto, se las hubiera asimilado. Para motivar esta aversión, era menester presentarlas como reprobadas por Dios mismo. Por esto dice: “El Señor tiene en abominación todas estas cosas y destruirá vuestra llegada las naciones que cometen estos crímenes.”
“Y cuando os dirán: Consultad a los magos y a los adivinos que hablan bajo en sus encantamientos, respondedles: ¿Cada pueblo no consulta a su dios? ¿Y se va a hablar a los muertos de lo que concierne a los vivos?” (Isaías, cap. VIII. v. 19).
“Soy yo quien hago ver la falsedad de los prodigios de la magia, quien vuelve insensatos a los que se mezclan en adivinar, quien derriba el espíritu de los sabios, y quien convence de locura su vana ciencia”. (cap. XLIV, v. 25).
“Que estos augures que estudian el cielo, que contemplan los astros y que cuentan los meses, para sacar de éstos las predicciones que quieren daros del porvenir, vengan ahora. y que os salven. Han venido a ser como la paja: el fuego les ha devorado. No podrán librar sus almas de las llamas ardientes, ni siquiera de su incendio quedarán carbones con los cuales pudiesen calentarse, ni fuego ante el cual pudiesen sentarse. He ahí lo que serán toda estas cosas a las cuales os habíais dedicado con tanto afán. Estos mercaderes que habían traficado con vosotros desde vuestra juventud huirán todos, el uno por un lado, el otro por otro, sin que se encuentre de ellos uno solo que os saque de vuestros males" (cap. XLVII, v. 13, 14 y 15).
En este capítulo, Isaías se dirige a los babilonios, bajo la figura alegórica de "la virgen hija de Babilonia, hija de los caldeos" (v. 1). Dice que los encantadores no impedirán la ruina de su monarquía. En el capítulo siguiente, se dirige directamente a los israelitas.
“Venid aquí, vosotros, hijos de una adivina, raza de un hombres adúlteros y de una mujer prostituta. ¿Con quién os habéis divertido? ¿Contra quién habéis abierto la boca y lanzado vuestras lenguas agudas? ¿No sois hijos pérfidos y vástagos bastardos? ¿Vosotros que buscáis vuestro consuelo en vuestros dioses, bajo todos los árboles cargados de ramas, que sacrificáis vuestros niños en los torrentes, bajo las rocas salientes? Habéis puesto vuestra confianza en las piedras del torrente. Habéis derramado licores, para honrarlas, les habéis ofrecido sacrificios. ¿Después de esto, mi indignación no se inflamará?” (cap. LVII, v. 3. 4, 5 y 6).
Estas palabras no dejan duda. Prueban claramente que en aquel tiempo las evocaciones tenían por objeto la adivinación y que se comerciaba con ellas. Estaban asociadas a las prácticas de la magia y de la hechicería, y aun acompañadas de sacrificios humanos. Moisés tenía, pues, razón en prohibir esas cosas y en decir que Dios las tenía en abominación. Hasta la Edad Media se perpetuaron estas prácticas supersticiosas. Pero hoy la razón les hace justicia, y el Espiritismo ha venido a demostrar el fin exclusivamente moral, consolador y religioso de las relaciones de ultratumba. Desde luego que los espiritistas no sacrifican los niños y no derraman licores para honrar a los dioses; que no preguntan ni a los astros, ni a los muertos, ni a los augures para conocer el porvenir que Dios ha ocultado sabiamente a los hombres; que repudian todo tráfico de la facultad que algunos han recibido de comunicar con los espíritus. Que no son movidos por la curiosidad ni por la concupiscencia, sino por un sentimiento piadoso y por el único deseo de instruirse, de mejorarse, y de aliviar a las almas que sufren. La prohibición de Moisés no les concierne de ningún modo. Esto es lo que habrían visto los que la invocan contra ellos si hubieran profundizado mejor el sentido de las palabras bíblicas. Habrían reconocido que no existe ninguna analogía entre lo que pasaba entre los hebreos y los principios del Espiritismo. Además, el Espiritismo condena precisamente lo que motivaba la prohibición de Moisés. Mas cegados por el deseo de encontrar un argumento contra las nuevas ideas, no han advertido que este argumento es completamente falso.
La ley civil de nuestros días castiga todos los abusos que quería reprimir Moisés. Si Moisés pronunció el último suplicio contra los delincuentes, es porque necesitaba medios rigurosos para gobernar aquel pueblo indisciplinado. Así es que la pena de muerte se halla muy prodigada en la legislación. Por lo demás, no tenía mucho que escoger en los medios de represión. Faltaban cárceles, casas de corrección en el desierto, y la naturaleza de su pueblo no era para ceder al temor de las penas puramente disciplinarias. No podía graduar su penalidad como se hace en nuestros días. Es, pues, una equivocación apoyarse en la severidad del castigo, para probar el grado de culpabilidad de la evocación de los muertos. ¿Sería necesario, por respeto a la de Moisés, mantener la pena capital para todos los casos en que la aplicaba? Por otra parte. ¿por qué se recuerda con tanta insistencia este artículo, cuando se pasa en el silencio el principio del capítulo, que prohíbe a los sacerdotes poseer los bienes de la tierra, y no tener parte en ninguna herencia porque el mismo Señor es su herencia? (Deuteronomio. Cáp. XVIII. v 1 y 2).
5. Hay dos partes distintas en la ley de Moisés: la ley de Dios propiamente dicha, promulgada sobre el monte Sinaí, y la civil o disciplinaria, apropiada a las costumbres y al carácter del pueblo. La una es invariable, la otra se modifica según los tiempos, y no puede ocurrírsele a nadie que pudiésemos ser gobernados por los mismos medios que los hebreos en el desierto, así como las Capitulares de Carlomagno no podrían aplicarse a la Francia del siglo XIX. ¿Quién pensaría, por ejemplo, en aplicar hoy este artículo de la ley mosaica?: "Si un buey da una cornada a un hombre o a una mujer que muere de ella, el buey será apedreado y no se comerá de su carne. Pero el dueño del buey será juzgado inocente" (Éxodo, cap. XXI, v. 28 y ss.).
Este artículo, que nos parece tan absurdo, no tenía, sin embargo, por objeto castigar al buey y librar de responsabilidad a su dueño. Equivalía simplemente a la confiscación del animal causa del accidente, para obligar al propietario a mayor vigilancia. La pérdida del buey era el castigo del dueño, castigo que debía ser bastante apreciable en un pueblo pastor para que fuese necesario imponerle otro. Pero no debía aprovechar a nadie. Por esto se prohibía comer su carne. Otros artículos expresan el caso en que el dueño es responsable.
Todo tenía su razón de ser en la legislación de Moisés, porque todo estaba previsto en ella, hasta los menores detalles. Pero la forma, así como el fondo, estaba en armonía con las circunstancias de la época. Ciertamente si Moisés volviese hoy a dar un código a una nación civilizada, no le daría el de los hebreos.
¿No vino Jesús a modificar la ley mosaica, y no es su ley el código de los cristianos? ¿No ha dicho: "Habréis aprendido que ha sido dicho a los antiguos tal y cual cosa, y yo os digo otra"? ¿Pero ha tocado la ley del Sinaí? De ningún modo. La sanciona, y toda su doctrina moral no es más que desenvolvimiento de aquélla. Pero en ninguna parte habla de la prohibición de evocar a los muertos. Ésta era una cuestión bastante grave, sin embargo, para que la hubiese omitido en sus instrucciones, cuando ha tratado otras más secundarias.
Es, pues, evidente que nadie puede lógicamente apoyarse en la ley de Moisés, en esta circunstancia, por el doble motivo de que no rige en el cristianismo, y de que no es apropiada a las costumbres de nuestra época. Pero aun suponiéndole toda la autoridad que algunos le conceden, no puede, según hemos visto, aplicarse al Espiritismo.
Moisés, es verdad, comprende en su prohibición el que se interrogue a los muertos. Pero esto no es más que de un modo secundario y como accesorio a las prácticas de la hechicería. La misma palabra interrogar, puesta al lado de los adivinos y de los augures, prueba que entre los hebreos las evocaciones eran un medio de adivinación. Pero los espiritistas no evocan a los muertos para obtener revelaciones ilícitas, sino para recibir de ellos sabios consejos y procurar el alivio de los que sufren. Ciertamente si los hebreos no se hubiesen servido de las comunicaciones de ultratumba sino para ese fin, lejos de prohibirlas, Moisés las habría fomentado, porque ellas hubieran hecho a su pueblo más morigerado.
Cuando la evocación se hace religiosamente y con respeto. Cuando los espíritus son llamados, no por curiosidad, sino por un sentimiento de afecto y de simpatía y con el deseo sincero de instruirse y de hacerse mejores, no se comprende qué sería más irreverente, si llamar a las gentes después de su muerte o durante su vida. Pero hay otra respuesta perentoria a esta objeción, esto es, que los espíritus vienen libremente y no obligados; que también vienen espontáneamente sin ser llamados; que manifiestan su satisfacción en comunicarse con los hombres y se quejan a menudo del olvido en que se les deja a veces. Si fueran turbados en su quietud o estuviesen descontentos de nuestro llamamiento, lo dirían o no vendrían. Puesto que son libres, cuando vienen es porque esto les place.
El culto que está en la verdad absoluta no tiene que temer nada de la luz, porque la luz hará resaltar la verdad, y el demonio no podrá prevalecer contra ella.
“Cada espíritu doliente y lastimero os contará la causa de su caída, los motivos que le han arrastrado a sucumbir. Os dirá sus esperanzas, sus combates, sus terrores. Os dirá sus remordimientos, sus dolores, sus desesperaciones. Os mostrará a Dios justamente irritado, castigando al culpable con toda la severidad de su justicia. Escuchándoles os conmoveréis y os atormentaréis por vosotros mismos. Siguiéndoles en sus lamentos veréis a Dios no perdiéndole de vista esperando el pecador arrepentido, tendiéndole los brazos tan pronto como traten de adelantar. Veréis los progresos del culpable, a los cuales habréis tenido la dicha y la gloria de haber contribuido, los seguiréis con afán, como el cirujano sigue los progresos de la herida que cura diariamente” (Burdeos, 1861).
SEGUNDA PARTE - EJEMPLOS
CAPITULO I - El tránsito
CAPÍTULO II - Espíritus felices
“En el caso de sorpresa por la desagregación de mi alma del cuerpo, tengo el honor de recordaros una súplica que ya os hice hará aproximadamente un año atrás. Ésta es la de evocar mi espíritu lo más pronto posible y lo más a menudo que juzguéis a propósito, a fin de que, miembro bastante inútil de nuestra sociedad durante mi presencia sobre la Tierra, pudiese servirla de alguna utilidad en ultratumba, dándole los medios de estudiar fase por fase en estas evocaciones las diversas circunstancias que siguen a lo que el vulgo llama la muerte, pero que para nosotros, espiritistas, no es más que una transformación, según las miras impenetrables de Dios, pero siempre útil al fin que se propone.
“Además de esta autorización y súplica de hacerme el honor de esta especie de autopsia espiritual, que mi escaso adelanto como espíritu quizás hará estéril, en cuyo caso vuestra prudencia os inclinará naturalmente a no ir más lejos de cierto número de ensayos, me tomo la libertad de rogaros personalmente, así como a todos mis colegas, tengan la bondad de suplicar al Todopoderoso permita a los buenos espíritus me asistan con sus consejos benévolos, en particular San Luis, nuestro presidente espiritual, al objeto de guiarme en la elección y época de otra encarnación. Porque ahora esto ya me ocupa mucho, temo equivocarme sobre mis fuerzas espirituales y pedir a Dios demasiado pronto y presuntuosamente un estado corporal en el cual no pudiese justificar la bondad divina, lo que en lugar de servir para mi adelanto, prolongaría mi situación sobre la Tierra o en otra parte, si desfalleciera en mi prueba.”
Para cumplir mejor con su deseo de ser evocado lo más pronto posible después de su fallecimiento, pasamos con algunos miembros de la sociedad a la casa mortuoria, y en presencia del cuerpo tuvo lugar la conversación siguiente, una hora antes de la inhumación. Teníamos en esto un doble objeto: el de cumplir su voluntad postrera y el de observar una vez más la situación del alma en un momento tan inmediato a la muerte, y esto en un hombre eminentemente inteligente e ilustrado, y profundamente penetrado de las verdades espiritistas. Íbamos a probar la influencia de estas creencias sobre el estado del espíritu, recogiendo sus primeras impresiones. Nuestra esperanza no fue vana. El Sr. Sanson describió con perfecta lucidez el instante de la transición. Él se ha visto morir y se ha visto renacer, circunstancia poco común y que dependía de la elevación de su espíritu.
I
Habitación mortuoria. 23 de abril de 1862
1. Evocación. Vengo a vuestro llamamiento para cumplir mi promesa.
2. Mi querido Sr. Sanson, tenemos un deber y un placer en evocaros lo más pronto posible después de vuestra muerte, tal como lo deseabais. R. Es un favor especial de Dios que permite a mi espíritu el poder comunicarse. Os doy las gracias por vuestra buena voluntad, pero estoy débil y tiemblo.
3. Sufríais tanto, que pienso podemos preguntaros cómo os encontráis ahora. ¿Os resentís todavía de vuestros dolores? ¿Qué sensación tenéis, comparando vuestra situación presente con la de hace dos días? R. Mi situación es muy feliz, porque no siento ninguno de mis antiguos dolores. Estoy regenerado y reparado de nuevo, como decís entre vosotros. La transición de la vida terrestre a la vida de los espíritus, al principio me lo había hecho todo incomprensible, porque permanecemos algunas veces muchos días sin recobrar nuestra lucidez. Pero antes de morir, hice una súplica a Dios para pedirle poder hablar a los que amo, y Dios me ha escuchado.
4. ¿Al cabo de cuánto tiempo habéis recobrado la lucidez de vuestras ideas? R. Al cabo de ocho horas. Dios, os lo repito. me había dado una señal de su bondad. Me juzgó bastante digno, y nunca podré darle suficientemente las gracias.
5. ¿Estáis bien seguro de que no pertenecéis a nuestro mundo? ¿En qué fundáis vuestra seguridad? R. ¡Oh, ciertamente! No, no soy de vuestro mundo, pero estaré siempre cerca de vosotros, para protegeros y sosteneros, a fin de predicar la caridad y la abnegación, que fueron los guías de mi vida, y después enseñaré la fe verdadera, la fe espiritista, que debe levantar la creencia del justo y del bueno. Soy fuerte, muy fuerte, transformado, en una palabra. No reconoceríais al viejo enfermizo que debía olvidarlo todo, echando muy lejos de sí el placer y la alegría. Soy espíritu, mi patria es el espacio, y mi porvenir Dios, que irradia en la inmensidad. Bien quisiera hablar a mis hijos, porque les enseñaría lo que todavía no han tenido la voluntad de creer.
6. ¿Qué efecto os hace experimentar la vista de vuestro cuerpo, que está a nuestro lado? R. ¡Mi cuerpo, pobre e ínfimo despojo, tú debes ir al polvo, y yo conservo el recuerdo de todos los que me estimaban! ¡Miro esta pobre carne, disforme envoltura de mi espíritu, prueba de tantos años! ¡Gracias, pobre cuerpo mío! Tú has purificado mi espíritu, y el sufrimiento, diez veces santo, me ha proporcionado un lugar bien merecido, puesto que encuentro enseguida la facultad de hablaros.
7. ¿Habéis conservado vuestras ideas hasta el último momento? R. Sí. mi espíritu ha conservado sus facultades. No veía, pero presentía. Toda mi vida se ha descorrido ante mi memoria, y mi último pensamiento, mi última plegaria ha sido el poder hablaros, lo que hago, y luego he pedido a Dios que os proteja, a fin de que el sueño de mi vida se cumpliera.
8. Tuvisteis conciencia del momento en que vuestro cuerpo dio el último suspiro? ¿Qué es lo que os ha pasado en aquel momento? ¿Qué sensación habéis tenido? R. La vida se rompe, y la vista, o mejor dicho, la vida del espíritu se apaga, se encuentra el vacío, lo desconocido, y llevado no sé por qué efecto, se encuentra uno en un mundo donde todo es alegría y grandeza. No sentía, no me daba cuenta, y sin embargo una dicha inefable me llenaba. No sentía la opresión del dolor.
9. ¿Tenéis conocimiento... (de lo que me propongo leer sobre vuestra tumba)?
Apenas pronunciadas las primeras palabras de la pregunta, el espíritu respondió, antes de dejar concluir. Respondió, además, sin preguntárselo, a una discusión que se había promovido entre los asistentes, sobre la oportunidad de leer esta comunicación en el cementerio, en razón de las personas que podrían no participar de estas opiniones.
R. ¡Oh! Amigo mío, lo sé, porque os vi ayer y os veo hoy. ¡Grande es mi satisfacción!... ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Hablad a fin de que se me comprenda y de que se os estime. Nada temáis, porque se respeta la muerte. Hablad, pues, a fin de que los incrédulos tengan fe. Adiós. ¡Hablad, ánimo, confianza y ojalá que mis hijos pudiesen convertirse a una creencia venerada!... J. Sanson
Durante la ceremonia del cementerio, dictó las palabras siguientes:
“No os asuste la muerte, amigos míos! Es una etapa para vosotros, si habéis sabido vivir bien. Es una dicha, si habéis merecido dignamente y cumplido bien vuestras pruebas. Os repito: ¡Ánimo y buena voluntad!
“No deis más que una mediana importancia a los bienes de la Tierra, y seréis recompensados. No se puede gozar demasiado, sin quitar algo del bienestar de los otros y sin hacerse moralmente un mal inmenso.
“¡Que la Tierra me sea ligera!”
II
Sociedad Espiritista de París, 25 de abril de 1862
1. Evocación. R. Amigos míos. Estoy cerca de vosotros.
2. Hemos tenido un gran placer en la conversación que tuvimos con vos el día de vuestro entierro, y puesto que lo permitís, tendremos, para nuestra instrucción, el mayor gusto en completarla. R. Estoy preparado a todo, contento de que penséis en mí.
3. Todo lo que puede ilustrarnos sobre el estado del mundo invisible y hacérnoslo comprender, es de alta enseñanza. Porque la idea falsa que se ha formado de aquél es la que conduce muchas veces a la incredulidad. No os sorprendáis, pues, de las preguntas que podamos dirigiros. R. No me sorprenderé.
4. Habéis descrito con luminosa claridad el pasaje de la vida a la muerte. Habéis dicho que en el momento en que el cuerpo da el último suspiro, la vida se rompe y que la vista del espíritu se apaga. ¿Este momento va acompañado de alguna sensación penosa o dolorosa? R. Sin duda, porque la vida es una sucesión continua de dolores, y la muerte es el complemento de todos ellos. De ahí un desprendimiento violento, como si el espíritu tuviera que hacer un esfuerzo sobrehumano para escapar de su envoltura, y este esfuerzo es el que absorbe todo nuestro ser y le hace perder el conocimiento de lo que es.
Este caso no es general. La experiencia prueba que muchos espíritus pierden el conocimiento antes de expirar, y que entre aquellos que han llegado a cierto grado de desmaterialización, la separación se efectúa sin esfuerzos.
5. ¿Sabéis si hay espíritus para quienes este momento es más doloroso? ¿Es penoso, por ejemplo, para el materialista, para el que cree que todo acaba en este momento para él? R. Esto es cierto, porque el espíritu que está preparado olvida el sufrimiento, o más bien se acostumbra a él, y la tranquilidad con la que ve venir la muerte le impide sufrir doblemente, porque sabe lo que le espera. La pena moral es la más fuerte, y su ausencia en el instante de la muerte es un alivio muy grande. Aquel que no cree, se parece al condenado a la pena capital, que en su imaginación se le presenta el cadalso y lo desconocido. Hay semejanza entre esta muerte y la del ateo.
6. ¿Hay materialistas lo bastante endurecidos para creer seriamente que en este momento supremo van a ser sumergidos en la nada? R. Sin duda los hay que hasta la última hora creen en la nada. Pero en el momento de la separación el espíritu vuelve profundamente sobre sí. La duda se apodera de él y le atormenta, porque se pregunta lo que vendrá a ser. Quiere coger algo y no lo alcanza. Sin esta impresión no puede verificarse el desprendimiento del espíritu.
Un espíritu nos dio en otra ocasión el cuadro siguiente del fin del incrédulo:
“Un incrédulo endurecido siente en los últimos momentos las angustias de esas pesadillas terribles en que uno se ve al borde de un precipicio próximo a caer en el abismo. Se hacen inútiles esfuerzos para huir y no puede dar un paso. Quiere apoyarse en alguna parte, buscar un punto de apoyo y se siente deslizarse. Quiere llamar y no puede articular ningún sonido. Entonces es cuando se ve al moribundo retorcerse, crispar las manos y dar gritos ahogados, señales ciertas de que es presa de una pesadilla. En la pesadilla ordinaria, al despertarse sale de la inquietud y se considera uno feliz al reconocer que no ha tenido más que un sueño. Pero 1a pesadilla de la muerte se prolonga a menudo mucho tiempo, y aun años después de la muerte, y lo que hace más penosa todavía la sensación para el espíritu son las tinieblas en que algunas veces está sumergido.”
7. Habéis dicho que en el momento de morir no veíais nada, pero que presentíais. Se comprende que no vierais corporalmente, pero antes de que la vida fuese extinguida, ¿entreveíais ya la claridad del mundo de los espíritus? R. Esto es lo que he dicho anteriormente: el instante de la muerte da la penetración al espíritu. Los ojos no ven, pero el espíritu, que posee una vista mucho más profunda, descubre instantáneamente un mundo desconocido, y apareciendo la verdad repentinamente, le da, aunque momentáneamente, una alegría profunda o una pena inexplicable, según el estado de su conciencia y el recuerdo de su vida pasada.
“Se trata del instante que precede al que el espíritu pierde el conocimiento, lo que explica la significación de las palabras «aunque momentáneamente», porque las mismas impresiones agradables o penosas se siguen al despertar.”
8. ¿Queréis decirnos lo primero que os ha impresionado en el instante en que vuestros ojos se han abierto a la luz? ¿Lo que habéis visto? ¿Queréis pintarnos, si es posible, el aspecto de los hechos que se os han presentado? R. Cuando he podido volver en mí y ver lo que tenía ante mi vista, estaba como deslumbrado, y no me daba buena cuenta de ello, porque la lucidez no viene instantáneamente. Pero Dios me ha dado una señal profunda de su bondad, ha permitido que recobrase mis facultades. Me he visto rodeado de numerosos y fieles amigos. Todos los espíritus protectores que vienen a asistiros me rodeaban y me sonreían. Una dicha sin igual los animaba, y yo mismo, fuerte, muy ligero, podía sin esfuerzos transportarme a través del espacio. Lo que he visto no tiene nombre en el lenguaje humano.
En lo sucesivo vendré a hablaros más ampliamente de todas mis felicidades, sin excederme, sin embargo, del límite que Dios exige. Sabed que la dicha, tal como la entendéis entre vosotros, es una ficción. Vivid prudentemente, con la santidad, en el espíritu de caridad y amor, y os habréis preparado impresiones que vuestros más grandes poetas no podrían describir.
Los cuentos de hadas están llenos, sin duda, de temas absurdos. ¿Pero no serían en algunos puntos la pintura de lo que pasa en el mundo de los espíritus? ¿La descripción del Sr. Sanson, no parece la de un hombre que dormido en una pobre y oscura cabaña, se despertarse en un palacio espléndido, en medio de una corte brillante? III
9. ¿Bajo qué aspecto se os han presentado los espíritus? ¿En el de la forma humana? R. Sí, mi querido amigo, los espíritus nos habían enseñado en la Tierra que conservaban en el otro mundo la forma transitoria que tenían entre vosotros, y esta es la verdad. ¡Pero qué diferencia entre la máquina informe que se arrastra penosamente con su cortejo de pruebas, y la fluidez maravillosa del cuerpo de los espíritus! La fealdad no existe, porque las facciones pierden la dureza de expresión que forma el carácter distintivo de la raza humana. Dios ha beatificado todos estos cuerpos agraciados, que se mueven con todas las elegancias de la forma. El lenguaje tiene entonaciones inimitables para vosotros, y la mirada tiene la intensidad de una estrella. Procurad, con el pensamiento, ver lo que Dios puede hacer en su omnipotencia, el arquitecto de los arquitectos, y os habréis hecho una débil idea de la forma de los espíritus.
10. ¿Pero cómo os veis? ¿Os reconocéis una forma limitada, circunscrita aunque fluídica? ¿Sentís una cabeza, un tronco, brazos, piernas? R. El espíritu, habiendo conservado su forma humana, pero divinizada, idealizada, tiene, sin contradicción, todos los miembros de que habláis. Me siento perfectamente las piernas y los dedos, porque podemos, por nuestra voluntad, apareceros o apretaros las manos. Estoy cerca de vosotros y he dado la mano a todos mis amigos, sin que hayan tenido conciencia de esto. Nuestra fluidez puede estar por todas partes sin ocupar el espacio, sin dar ninguna sensación, si este es nuestro deseo. En este momento tenéis las manos cruzadas y yo tengo las mías en las vuestras. Yo os digo: os amo, pero mi cuerpo no ocupa espacio, la luz lo atraviesa y lo que llamaríais un milagro si fuera visible, es para los espíritus la acción continua de todos los instantes.
La vista de los espíritus no tiene relación con la vista humana, lo mismo que su cuerpo no tiene semejanza real, porque todo se cambia en el conjunto y en el fondo. El espíritu, os lo repito, tiene una perspicacia divina que se extiende a todo, puesto que incluso vuestro pensamiento puede adivinar. También puede oportunamente tomar la forma que mejor puede recordarle a vuestra memoria. Pero de hecho el espíritu superior que ha acabado sus pruebas, ama la forma que le ha podido conducir a Dios.
11. Los espíritus no tienen sexo. No obstante. como hace pocos días que todavía erais hombre, ¿tenéis en vuestro nuevo estado más de la naturaleza masculina que de la femenina? ¿Sucede lo mismo con un espíritu que dejó su cuerpo hace tiempo? R. No nos importa que nuestra naturaleza sea masculina o femenina, los espíritus no se reproducen. Dios los ha creado a su voluntad, y si por sus miras maravillosas ha querido que los espíritus se reencarnen en la Tierra, debió añadir la reproducción de las especies por el varón y la hembra. Pero vosotros lo conocéis sin que haya necesidad de más explicación. Los espíritus no pueden tener sexo.
“Siempre se ha dicho que los espíritus no tienen sexo. Los sexos no son necesarios sino para la reproducción de los cuerpos, de modo que los espíritus, no reproduciéndose, los sexos serían para ellos inútiles. Nuestra pregunta no tenía por objeto acreditar el hecho, sino que en razón de la muerte reciente del Sr. Sanson, queríamos saber si le quedaba impresión de su estado terrestre.
“Los espíritus depurados se dan cuenta perfectamente de su naturaleza, pero entre los espíritus inferiores no desmaterializados, hay muchos de ellos que se creen aún lo que eran en la Tierra, y conservan las mismas pasiones y los mismos deseos. Y ésos se creen todavía hombres o mujeres, he ahí por qué han dicho algunos que los espíritus tienen sexo. Así es que ciertas contradicciones provienen del estado más o menos adelantado de los espíritus que se comunican. El mal no está en los espíritus, sino en los que les interrogan y no se toman el trabajo de profundizar las cuestiones.”
12. ¿Qué aspecto os presenta la sesión? ¿Es para vuestra nueva vista lo mismo que os parecía en vuestra vida? ¿Las personas tienen para vos la misma apariencia? ¿Lo veis todo tan claro y detallado? R. Mucho más claro. porque puedo leer en el pensamiento de todos, y soy muy feliz con la agradable impresión que me deja la buena voluntad de todos los espíritus reunidos. Deseo que el mismo sentido pudiese darse a los hechos, no sólo en París, por la unidad de todos los grupos, sino también en toda Francia, donde los grupos se dividen y rivalizan seducidos por espíritus enredadores que se complacen en el desorden, mientras que el Espiritismo debe ser el olvido completo, absoluto del yo.
13. Decís que leéis en nuestro pensamiento. ¿ Podríais hacernos comprender cómo se opera esta transformación del pensamiento? R. Esto no es fácil. Para deciros, explicaros este prodigio singular de la vista de los espíritus, sería necesario abriros todo un arsenal de agentes nuevos y sabríais tanto como nosotros, lo que no puede ser, pues vuestras facultades están limitadas por la materia.
¡Paciencia! Sed buenos y llegaréis a ello. En la actualidad sólo tenéis lo que Dios os concede, pero con la esperanza de progresar continuamente. Más tarde seréis como nosotros. Procurad, pues, morir bien para saber mucho. La curiosidad, que es el estímulo del hombre pensador, os conduce tranquilamente hasta la muerte, reservándoos la satisfacción de todas vuestras curiosidades pasadas, presentes y futuras. Mientras tanto os diré, para responder del modo que puedo a vuestra pregunta, que el aire que os rodea, impalpable como nosotros, lleva el carácter de vuestro pensamiento. El soplo que exhaláis es, por así decirlo, la página escrita de vuestros pensamientos, los que se leen y comentan por los espíritus que os rodean sin cesar. Ellos son los mensajeros de una telegrafía divina que nada deja desapercibido.
La muerte del justo
Enseguida de la primera evocación del Sr. Sanson, hecha en la sociedad de París, un espíritu dio, bajo este título, la comunicación siguiente:
“La muerte del hombre de quien os ocupáis en este momento, ha sido la del justo. Como el día sucede naturalmente al alba, la vida espiritual ha sucedido para él a la vida terrestre, sin sacudidas, sin amargura, y su último suspiro se ha exhalado en un himno de reconocimiento y de amor... ¡Cuán pocos atraviesan así este rudo pasaje! ¡Cuán pocos después de la embriaguez y las esperanzas perdidas de la vida, consiguen la paz del ritmo armonioso de las esferas! Así como el hombre en buena salud, mutilado por una bala, sufre aún el miembro perdido, del mismo modo el hombre que muere sin fe y sin esperanza se destroza y palpita escapándose del cuerpo y lanzándose al espacio, inconsciente de sí mismo.
“Rogad por estas almas perturbadas, rogad por todo aquel que sufre. La caridad no está restringida a la Humanidad visible. Ella socorre y consuela también a los seres que pueblan el espacio. Habéis tenido de ello la prueba palpable por la conversión tan rápida de este espíritu enternecido por las oraciones espiritistas, hechas sobre la tumba del hombre de bien a quien acabáis de preguntar y que desea haceros progresar en la santa senda. (1) El amor no tiene límites, llena el espacio, dando y recibiendo a sus divinos consuelos.
“El mar se extiende en perspectiva infinita. Su último límite parece confundirse con el cielo, y el espíritu se deslumbra con el magnífico espectáculo de estas dos grandezas. Así es que el amor, más profundo que las olas, más infinito que el espacio, debe reuniros a todos, hombres y espíritus, en la misma comunión de caridad, y obrar la admirable fusión de lo que es finito y de lo que es eterno.” Georges
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1. Alusión al espíritu de Bernard, quien se manifestó espontáneamente el día de los funerales del Sr. Sanson (véase la Revista de mayo de 1862, p. 133).